Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Viajamos mucho rato, toda la noche. Nos entró sueño, pero yo solo pude dormir un poco, me despertaba con un ruido o un movimiento brusco del coche. Pero no estuvo mal. Paramos y supe que era una gasolinera porque oí el tubo de metal que entraba en el coche y el borboteo de la gasolina. Sergej abrió las puertas y nos dio bocadillos y vasos con té caliente con mucho azúcar. Una chica quería ir al baño, pero Sergej dijo: «Luego, pronto». Y así fue, paramos pronto en el bosque y todas salimos a mear. Sergej nos dio papel de un rollo.

Entré en el bosque, rompiendo ramas que cayeron al suelo, porque me daba vergüenza y me adentré un buen trecho. Meé y luego miré hacia arriba. Eran pinos altos que se balanceaban un poco allí arriba. Por encima de ellos vi las estrellas, como las veía en casa en el campo, pero no en Petersburgo. Las estrellas eran como Dios: siempre estaban allí, siempre todo el universo, aunque no las podía ver. Estaban encima de mi casa en el campo donde vivía cuando era niña con Kolja y mi madre, y al mismo tiempo estaban aquí en el bosque, encima de mí, donde estaba sola; estaba silencioso y solo se oía un susurro.

Cuando volví, vi luces de una ciudad a lo lejos. Otra chica preguntó qué ciudad era, pero Sergej dijo que no tenía que preocuparse. «Aún queda mucho para Helsinki.»

Paramos otras dos veces igual, primero bocadillos y luego mear. Pero no vi estrellas entonces. Solo el cielo negro.

Por la mañana llegamos con el coche. Las puertas se abrieron de golpe y Sergej gritó: «¡Hola, chicas, buenos días!». Bostezando y con las piernas entumecidas, salimos y nos quedamos asombradas. ¡Estábamos junto al mar! En la orilla, al final de un camino que seguía por el bosque. Era solo una pequeña playa de piedras grises entre el bosque y el mar. El agua también era gris y con niebla blanca y humedad en el aire.

Nosotras, las chicas, primero fuimos a mear al bosque y luego nos miramos las unas a las otras ahora que no estaba oscuro. Reconocí a las dos que esperaban conmigo en la estación. Las otras también eran de su edad, catorce, quince, dieciséis, y todas estaban blancas y cansadas, pero llevaban maquillaje (yo nunca llevaba maquillaje entonces). Intenté ver quién era la que quería bailar, pero todas me parecían iguales, delgadas y bastante altas, y quizá buenas bailando. Imposible también saber quién no bailaba o cantaba, sino que solo trabajaba normal como yo.

Pero cuando oí la voz ronca, supe quién y hablé con ella. Se llamaba Galina y tenía quince años. Tenía el pelo bastante largo y castaño oscuro, y dientes realmente blancos, con un trocito roto en un diente de delante. Sin embargo, sonreía mucho, y era alegre y buena con todos. Ella y otra chica eran de Toksovo, una pequeña ciudad en los alrededores de Petersburgo. Miró el mar y estaba contenta, y dijo que le gustaba ir en barco por el mar. Sergej le contó luego que así era como se llegaba a Helsinki, donde ella quería trabajar en un hospital. Ella me dijo que era bueno que tuviera quince años porque hay que tenerlos para poder trabajar en hospitales en Finlandia. Si yo solo tenía trece, debía trabajar en casa de otra persona, pues para eso no había reglas.

Sergej miró el mar fijamente; esperaba y miraba el reloj. Estaba contento con nosotras, pero se podía ver que estaba preocupado, nervioso. Y nosotras también nos pusimos nerviosas, y hacía frío, aunque no viento. Nos pusimos toda nuestra ropa y algunas se volvieron al coche, en el que el chófer seguía sentado, fumando con la ventanilla bajada. Yo también volví y comí unas pocas patatas fritas que quedaban y miré la niebla. Nunca antes había visto el mar.

La chica del pelo dorado le dijo a Sergej que debería pensar en el desayuno. «Os darán comida en el barco -dijo el chófer-. Siempre hay buena comida en los barcos.» Cuando habló lo vi por primera vez. Era joven y tenía una nariz grande y curva, y sus dientes, cuando reía con la boca abierta, estaban todos torcidos y montados unos con otros.

Luego no se oyó nada más, solo el sonido de las patatas que se rompían entre nuestros dientes y el crujido de las bolsas. El chófer encendió otro cigarro. Nos sentamos dentro del coche, donde se estaba caliente, y procuramos dormir.

«¡Ah del barco!» Saltamos fuera y corrimos hasta la orilla del mar. Sergej gritaba «¡Ah del barco!», pero no a nosotras sino a un… ¡ángel! Venía deslizándose por el mar, alto y grande, y en completo silencio. Quería recogernos y no necesitaba gritar porque sabía dónde estábamos, y nosotras también estábamos calladas para no molestar mientras bailaba con su propia luz y volaba con sus grandes alas.

Así un momento. Luego se vio a un hombre con una larga capa blanca, aún más blanca por la niebla, que parecía un poco un ángel. Era un hombre que estaba solo delante del todo de un barco, y luego vimos también otros dos hombres que remaban a ambos lados y que llevaban blusones negros. Abajo, muy abajo, como personas que rezan oraciones a un ángel. «¡Sergej Ivanovitj, hola!», gritó Sergej. El otro hombre tenía el mismo nombre de pila. «¡Sergej Petrovitj, hola!», dijo él con una voz muy oscura, como si saliera de un gran tonel.

El barco subió a la playa con un sonido fuerte y cortante, como si se rompiera. El blanco hombre ángel saltó a la playa y chocó las manos con el primer Sergej. Tenía un bigote grande castaño claro y ojos azules. Con ellos nos miró y especialmente a mí. Arrugó la frente y habló en voz baja con Sergej. Creo que estaba enfadado por mí, quizá pensaba que era demasiado débil para limpiar. Se quedó completamente parado, pero nuestro Sergej movía los brazos. Si me preguntaban, estaba preparada para decirles que era fuerte y que hacía mucho que limpiaba y cocinaba para la abuela. Al final el otro se calló y sacó una cartera gruesa del bolsillo de la capa. Sergej alargó la mano y contaron billetes sobre ella; contaban como niños en la escuela billetes de color verde claro que yo nunca antes había visto.

Sergej se metió los billetes en el bolsillo de atrás de los pantalones y algunos en el de la camisa antes de volverse y llamarnos. «Ahora, chicas, coged vuestras cosas. Vais a viajar… ¡a Finlandia!» Recogimos nuestras maletas del coche y nos despedimos del chófer, pero él no contestó, solo fumaba. El otro hombre volvió al barco, al fondo del todo, y Sergej nos ayudó a ponernos en la proa. Era un barco grande con sitio para todas nosotras, cuatro delante y cuatro tras los remos. Sergej estaba contento, nos llamaba por nuestro nombre y nos ayudó a subir una a una, pero a veces se equivocaba y a mí me llamó Galina. Cuando todas estuvimos en nuestro sitio, el otro hombre nos dijo «Hola, chicas» y luego que nos marchábamos. Sergej intentó empujar el barco, tres veces, pero pesaba mucho. El nuevo Sergej hizo una señal con la mano a uno de los remeros, que saltó al agua y empujó el barco casi sin ayuda de Sergej. Era mucho más fuerte, pero recuerdo que yo pensé que era injusto que tuviera que mojarse los pies. El chófer de Sergej debería haber ayudado.

Cuando el barco se deslizó, al principio la niebla pareció menos tan blanca, y se veía más y más el mar. Pero tras un momento ya no se veía la playa ni el coche ni al primer Sergej. En su lugar había blanco.

Los remeros remaban con un remo largo, y el nuevo Sergej a veces tocaba una campanita que colgaba de un soporte en la parte de atrás del barco. La primera vez, nada, pero la segunda contestó un sonido más oscuro desde la niebla. Sergej señaló a los remeros y de esa forma, tras muchos campaneos, llegamos al barco verdadero. O como se dice: «al buque».

El buque era alto y de hierro. Nuestro barco era de madera y se colocó pegado al buque, rozando contra él con un sonido chirriante. Éramos como un cerdito que gruñe para que su gran mamá le dé de comer. Tuvimos que subir a la cubierta del buque por una escala. Olía a pescado y algunas de las chicas arrugaban la nariz como hacía Kolja cuando la abuela olía mal. Los hombres que había allí eran marineros y se reían imitando a las chicas y pellizcándose la nariz. Todos llevaban un blusón negro, como los remeros, tenían barba y eran viejos alrededor de los ojos, aunque no todos eran viejos como personas.

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