Descansó y se columpió en la silla.
«Daría todo por amor. ¡Todo! Pero el amor no existe. La pureza no existe. Todo es sucio, yo soy sucio y tú haces que sea cada vez más sucio. Todo el tiempo, ¿lo entiendes? ¿Entiendes cómo es volverse cada vez más sucio en la vida, día a día, año a año?»
Así hablaba Sergej, más o menos; muy extraño. Yo quería marcharme, pero él me indicó con la mano que me sentara y vertió vodka, la mitad en la mesa, y volvió a beber.
«Nada tiene valor, todo está muerto, es inútil -gritaba Sergej-. ¿Lo ves? Lo ves encima de mí: ¡un ángel negro! El ángel con las alas negras y sus plumas caen sobre mí y me vuelven también negro. Toda mi vida cayendo.»
Señalaba el techo y mostraba en el aire cómo las plumas caían en su pecho, pero yo no las veía. Sergej bromeaba o veía fantasmas. Quizá existan, aunque no todos los vean.
«¡Y sin embargo vivo! No sé por qué vivo y no me suicido. -Se metió el dedo índice en la boca abierta, como una pistola-. Es tan fácil… Solo un segundo. Pero no lo hago. ¿Sabes por qué no lo hago? ¡Porque la pureza existe! En el mundo existe esa pureza, y es la que tú tienes, Nadja. Ven y bésame, ven y besa mi frente.»
Moví la cabeza y pensé que era infantil.
«¿No? -preguntó-. Lo entiendo, no merezco tu beso. Pero ¡canta! ¿Puedes cantarme una canción, Nadja?»
Le pregunté si luego podría irme. Dijo que sí y canté una canción, «Millones de rosas», bajito al principio, pero luego más fuerte, porque me gusta cantar aunque no lo hago muy bien. Sergej se movía con la música y a veces cantaba conmigo algunas palabras que sabía. Al mismo tiempo, empezó a llorar y sollozar como Kolja cuando se hacía daño. Yo quería parar, pero tuve que cantarla otra vez; es una canción que se puede cantar muchas veces.
Sergej estaba cada vez más cansado y se balanceaba menos; las palabras que cantaba eran más cortas y desaparecieron del todo. Al final se echó sobre la mesa y casi tiró la botella; yo la aparté. Se durmió con la mejilla sobre la mesa, aplastada hacia arriba y con la cara torcida. Tenía la nariz casi pegada a la mesa y al vodka derramado en ella. Esperaba que se marease. Y luego podía estar borracho y vomitar en el sueño y llorar y cantar canciones tontas. Me reí cuando pensé en eso y cerré la puerta del camarote de Sergej. Ahora ya no me río de Sergej.
Ya era oscuro y podíamos ver el mar y las estrellas. Me puse el abrigo y subí a cubierta. El aire era frío y fresco, y noté de repente lo difícil que era respirar allí abajo, aunque estaba acostumbrada. Ahora mis pulmones se agrandaban y se limpiaban cuando el viento y el mar entraban en ellos. El olor de la sal marina se mezclaba con el olor de los peces que estaban bajo la cubierta. Sobre el mar, un poco de la luz de la luna, que estaba tras las nubes. Vi los negros balanceos de las fuertes olas y volví a pensar en los movimientos del barco; ya me había acostumbrado y no los notaba. A lo lejos había tierra oscura. Quizá Finlandia.
Me quedé mucho rato con las estrellas, pero al final bajé. Las otras chicas ya dormían; más tarde escuché que estuvieron con Sergej una a una antes que yo. Pero a las seis vino y nos despertó. Su boca olía como un cubo de basura y tenía totalmente roja la parte de la cara que le quedaba pegada a la mesa cuando dormía. Estaba muy enfadado y gritaba que teníamos que darnos prisa. Levantarnos y hacer las camas, coger todas nuestras cosas y escondernos en un cuartucho que había detrás de la sala de motores. Yo ya había llegado allí cuando me di cuenta de que me había olvidado el cepillo de dientes y volví corriendo. En el camarote había marineros echados en las camas como si durmieran allí siempre.
Estuvimos mucho tiempo en el cuartucho a oscuras y teníamos que estar en silencio. Pasado un rato, el barco se detuvo y también el motor quedó en silencio. Oímos hablar a algunos hombres, no en ruso, quizá en inglés, finlandés o sueco. Sergej nos había dicho que teníamos que estar calladas porque algunos finlandeses no querían que trabajáramos en Finlandia. La unión no quería (o como se dice: «el sindicato»). Pero a otros finlandeses les gusta mucho cómo trabajan los rusos, decía Sergej. No hay problema.
Al final el motor volvió a rugir y el barco continuó. Pudimos salir y seguir durmiendo. Los marineros salieron de nuestros camarotes, pero el olor a sudor, loción de afeitar y tabaco permaneció en ellos.
Cuando despertamos era el día siguiente y el buque estaba parado sin sonido de motores. Seguramente estábamos en Finlandia, pero aún no podíamos salir. Ni siquiera del camarote. Sergej vino con comida, una fuente de macarrones que comimos sentadas en las camas. Luego solo tumbarnos y hablar hasta que llegara la noche. Mear en un cubo.
Hablamos mucho de Sergej y de lo que en verdad quería. A todas las chicas de mi camarote les había dicho en su cuarto que no podrían bailar, cantar o limpiar, no enseguida, pero lo que tendríamos que hacer antes no estaba claro. «Quizá trabajar en una fábrica», dijo una chica. Pensé en ello y en que podría hacerlo, pero ¡no en una fábrica con troncos! «Al menos tenemos comida y una cama caliente», dijo Galina con su voz ronca.
Al final volvió a hacerse de noche y Sergej volvió. Ahora no estaba enfadado como por la mañana, ni tampoco blando por el vodka como la tarde anterior. Estaba duro y frío, y sabía con precisión lo que teníamos que hacer. Recoger nuestras cosas, abrigarnos y subir a la cubierta. Allí, todo oscuro y sin estrellas. Nublado; un poco de la luz de la luna sobre nubes grises. Bajamos al barco, al pequeño de madera, y dos marineros remaron y nos llevaron hasta la playa. La atravesamos pisando piedras que rechinaban y subimos hasta el comienzo del bosque. Allí, en un pequeño camino, había dos coches normales y tuvimos que dividirnos cuatro y cuatro; Sergej decidió cómo. Por suerte, en mi coche iban Galina y Larissa y una chica del otro camarote que se llamaba Liza (Elizabeta). Tuvimos que sentarnos las cuatro en el asiento de atrás, pero era grande. El coche era un Mercedes. Sergej se sentó delante, con el chófer, que era pequeño y de pelo negro y masticaba chicle todo el tiempo. Conducía deprisa, o así lo parecía en la oscuridad. Yo estaba sentada junto a la ventanilla derecha y podía mirar afuera. Estaba completamente oscuro, pero con la luz del coche se veían arbustos y árboles. Era solo bosque, nada de ciudad, y en el camino se levantaba el polvo de la arena. Luego torcimos a la derecha y entramos en uno de asfalto. Allí, en la luz del coche, había un letrero azul con cifras blancas: Turku 88; Rauma 12. Se lo susurré a las otras chicas y alguna dijo que eran ciudades de Finlandia. Sonreímos y pensamos que íbamos camino de Helsinki, donde podríamos trabajar, ganar dinero y quizá tener una habitación propia. Quizá después las que quisieran podrían bailar.
Entonces aún había en nosotras mucha esperanza.
Cruzamos algunas ciudades pequeñas, quizá pueblos con casas bajas y farolas y una gasolinera. Letreros que entonces no entendía. Luego había farolas naranjas todo el tiempo en el camino y las casas crecieron. Pero nunca ponía Helsinki, solo Turku y Rauma, y Pori. Y luego Forshälla 33. Las chicas se miraron con curiosidad; Liza empujó a Larissa, que era la mayor, y ella preguntó por fin: «¿Adónde vamos?». Sergej dijo: «Un pequeño cambio de planes. En Helsinki no necesitan gente, pero en Forshälla, sí. Allí vamos, no queda mucho. Es una ciudad muy bonita». Pronto vi Forshälla 28 y se lo susurré a las otras chicas.
Pensé que Helsinki sería mejor, era la capital y una vez había visto en la tele la fiesta de la independencia. Pero nadie podía decir nada en contra de Sergej cuando era duro y frío y quería ir a Forshälla. En algún momento el chófer preguntó si podía parar en una gasolinera y Sergej soltó una palabrota en ruso tan fuerte que el chófer dejó de masticar su chicle. Comprendimos que Sergej también podía hablarnos así de duro a nosotras, muy duramente, si no estábamos conformes con Forshälla o lo demás que decidiera. Todas miramos a Larissa, que estaba sentada a la izquierda del todo. Ella alzó los hombros, como queriendo decir: «Bueno, Forshälla también es Finlandia». Todas nos quedamos calladas, pero Galina, que estaba a mi lado, me cogió de la mano y la agarró fuerte todo el camino hasta Forshälla. Ya no estaba contenta.
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