Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Pedí a los técnicos que examinaran las huellas de los neumáticos y entré con las bolsas de plástico azul claro cubriéndome los zapatos. El olor me golpeó, ese hedor dulzón de los cadáveres yacentes que hacía tiempo que no olía. Me trajo a la memoria el flash de un caso anterior: un piso en Lindhagen en el que un jubilado llevaba muerto un mes.

Me tapé la boca con un pañuelo y miré alrededor. La única habitación de la casa estaba algo mejor que el exterior: algunas jarapas, una mesa de Anttila, sillas de plástico, una cama doble demasiado amplia encajada en una pequeña alcoba. La cama hecha pero sin colcha. No había electricidad pero sí una estufa con un gran horno. Un cepillo naranja para fregar los platos que parecía nuevo. No estaba abandonada. Ropa esparcida por el suelo: vaqueros, chaqueta marrón oscura, calcetines negros y calzoncillos.

El cuerpo estaba semiescondido detrás de la mesa: un hombre corpulento, con el pelo muy corto y negro, tumbado de lado y desnudo. El color de la piel indicaba que al menos llevaba allí desde Semana Santa. Me agaché, rodeado de un hedor cada vez más intenso, y miré su cara. Sangre marrón en lugar de ojos. Tuve que levantarme inmediatamente. No solo por lo sensible que soy a los olores, sino también por las muchas emociones que me inundaron. La foto del cuerpo de Gabriella, su relato vital, mi tarde en el sendero del parque en Stensta.

Ella fue la primera de una serie. El Cazador había vuelto… eso era obvio, pero aquí había algo nuevo: una cruz greco-ortodoxa en el brazo del hombre muerto. Una cruz pequeña de madera clara, sin pintar pero lacada.

Salí a la puerta y respiré aire puro. ¿Qué sentía ante esa repetición? Sorpresa, disgusto, pero también una furtiva satisfacción porque empezaba a divisarse un patrón. Teníamos algo más con lo que trabajar.

Naturalmente, pensar así me creaba mala conciencia, porque en algún rincón de mi mente me alegraba de este segundo asesinato. Por otra parte, también sentía alivio. Ninguna mujer había muerto como Gabriella, por lo que un aviso público de que las mujeres debían tener cuidado por las noches no habría servido de nada.

Markus estaba escribiendo un comentario más de Holmgren, y los técnicos que estaban arrodillados sobre la hierba levantaron la vista y me miraron interrogantes. Les indiqué con la mano que continuaran con lo que estaban haciendo y volví adentro. Ahora ya estaba preparado, ahora yo también iba a empezar. Metí el pañuelo en el bolsillo. Tenía que soportarlo. Inspeccionar con atención.

Me incliné de nuevo hacia las ya familiares cuencas vacías y las comparé con las primeras fotos de Gabriella que encontré sobre mi escritorio. Aquí las cuencas eran marrones, casi negras porque la sangre llevaba coagulada varios días, y en ellas se movían algunas hormigas. La cara tenía un color morado; el resto de la piel era más marrón. La estrecha marca del estrangulamiento a lo largo del cuello, y en el estómago y el pecho, sangre coagulada que se había derramado hacia el suelo. Seguro que bajo la sangre había una letra. ¿Una «A», la firma del asesino, o una «B», el número dos de una serie?

Estrangulamiento, desnudez, los ojos. Todo coincidía, incluso aunque lo de la cruz fuera nuevo y la ropa siguiera allí. No sabíamos dónde se había metido el Cazador durante seis meses, pero ahí estaba ahora de nuevo. Difícilmente podía ser un copycat , pues, por extraño que parezca, la vez anterior habíamos logrado mantener el caso fuera de los medios.

Más de seis meses. Ese hijo de puta enfermo se había aguantado todo ese tiempo. O quizá había estado encarcelado por algún delito menor. Pero, maldita sea, ¿qué pretendía? Esta vez la víctima era un hombre y, a pesar de la desnudez, no había sufrido violencia sexual. Y el lugar era completamente distinto, no público, sino tan privado y apartado como uno pudiera imaginar. ¿Dónde estaban el patrón y el motivo?

Sin embargo, dos casos siempre dicen más que uno. Ofrecen puntos de contacto, repeticiones que denotan un patrón aunque uno no lo vea inmediatamente.

Volví a inspeccionar la habitación. Las alfombras estaban bien extendidas, y cuando las levanté, debajo de ellas el suelo marrón claro de linóleo brilló aún más claro; es decir, estaban en su lugar habitual. Las patas de la mesa, por el contrario, estaban un poco desplazadas de los cuadraditos ligeramente grabados en el suelo. ¿Señal de una pelea que el Cazador no había encubierto? ¿O había dejado allí el cuerpo tras asesinarlo en otro sitio? La ropa esparcida indicaba que se la había quitado aquí, pero eso era algo que tendrían que dilucidar los técnicos. Los llamé para que entraran. Salí al jardín y hablé con Holmgren, que era simpático pero bastante nervioso. Toqueteaba sus grandes prismáticos y se recolocaba la gorra constantemente. No había visto a nadie en las cercanías; había llamado con los nudillos y, al ver que la puerta estaba abierta, había entrado porque estaba realmente sediento. Ver el cadáver desnudo y lívido y las «circunstancias especiales», como él mismo lo expresó, le había conmocionado. Así pues, había visto las cuencas vacías y la sangre sobre el pecho y el estómago.

– Sabía que no debía tocar nada, por lo que enseguida me aparté y los llamé. Además, era tan… desagradable.

– Este es un caso complicado, nada debe salir de aquí. Especialmente nada sobre las circunstancias especiales. Entorpecería gravemente la investigación.

– Entiendo. No voy a divulgarlo.

– Se lo agradecemos. Y la cruz… ¿no fue usted quien la puso ahí?

– ¡No, en absoluto!

A Holmgren lo desconcertó la pregunta.

– Estupendo. Muchas gracias.

Creo que incluso hice una ridícula inclinación de agradecimiento y luego me fui hacia el coche. Como los joviales policías de barrio de las películas antiguas en blanco y negro. Aunque diría que a Holmgren le gustó, porque me respondió con una seria inclinación de cabeza propia del ciudadano responsable.

Markus volvió a casa con los técnicos. Yo volví dando un rodeo, dando vueltas al azar. Pretendía tomar distancia y que nacieran nuevas ideas, pero solo me sentí vacío. Por un lado, nuestras posibilidades habían mejorado gracias a la repetición. Por otro lado, el caso empezaba a parecer la obra de un psicópata completamente arbitrario con patrones de pensamiento imposibles de prever. De pronto sentí algo que hacía mucho que no sentía: este podía ser uno de esos casos sin solución. Yo no tenía la misma energía que antes.

Comí un almuerzo grasiento en una gasolinera y pensé en tomarme libre el resto del día, pero continué con el coche hacia Lysbäcken. Luego di la vuelta y me fui a casa.

Reunión

Estamos a martes, 25 de abril de 2006. Ya sabéis cómo es esto. ¿Qué sabemos? ¿Qué creemos?

– Sabemos que por ahora tenemos dos asesinatos con un mismo patrón: estrangulamiento con una cuerda fina, cadáver desnudo, los ojos sacados y una letra grabada en la piel. En este caso la «M». Sabemos que han pasado seis meses entre los dos crímenes y que durante ese tiempo no se ha informado al respecto ni en Finlandia ni por parte de la Interpol.

– ¿Podemos estar seguros de que es el mismo autor o autora? También hay diferencias: una cruz greco-ortodoxa, el cambio de sexo, el cambio de lugar, y el hecho de que la ropa siguiera allí.

– Claro. Pero las similitudes son demasiado especiales para ser casuales. Aparte del equipo de investigación y de algunos altos mandos policiales, nadie las conoce, por lo tanto debemos suponer que provienen de una misma persona: el Cazador.

– Pero no tiene por qué haber sido el autor material de ambos asesinatos. Podría haber explicado el primero a alguien y este luego llevar a cabo un asesinato similar con o sin su conocimiento y aquiescencia.

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