César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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– Debes hacerlo -le respondí con la mayor serenidad de que fui capaz-. Debes obedecer a tus padres.

– Pero no quiero…

Llevé la mano hasta el mentón de Titius y lo levanté suavemente para que su mirada se encontrara con la mía. Aquel muchacho jamás me había llamado la atención, nunca había merecido mi predilección y en ningún momento había sido objeto de los instantes cuidadosamente escogidos que prodigaba a los mejores. ¡Qué estúpido e injusto había sido! Sin duda, lo que aquel niño albergaba en su corazón merecía más que en ningún caso que le hiciera objeto de aquella preferencia.

– Escúchame, Titius -comencé a decirle lentamente porque temía que si no hablaba muy despacio las lágrimas acabaran interrumpiendo mis frases-. En esta vida no hacemos lo que queremos, sino lo que debemos. Porque el mérito no está en hacer lo que nos agrada sino en hacer lo que debemos hacer tanto si nos agrada como si no. Non voluptas, sed voluntas. [32]

Realicé una pausa suave para aquietar la agitación dolorosa que se había apoderado por completo de mi pecho.

– Ahora tienes que irte -le dije mientras sujetaba con firmeza una barbilla que ansiaba rebelarse a mi orden-. Lo harás no porque te guste, sino porque es tu obligación. Y…

Callé y tragué saliva.

– Y algún día, si ahora te comportas como debes, tú también podrás enseñar a otro la manera en que ha de conducir su vida.

Solté la cara de Titius y le sonreí.

– Y ahora vete en paz -dije-. En la paz que el Salvador da a los que le obedecen.

-Gratias ago, magister [33] -musitó Titius apartándose de mí. »Merito te amo [34] -me gritó cuando se hallaba a unos pasos apenas de su mula.

»Gratiam habeo maximam! [35] -aún dijo a voces cuando su montura había iniciado el camino hacia un lugar desconocido del futuro.

Le vi convertirse en una diminuta figurilla parda y luego en un punto difuso y, finalmente, desaparecer. Y entonces, como si se tratara de algo creciente e incontenible, el sollozo que desde hacía semanas había conseguido reprimir subió desde mi vientre hasta los ojos y los desbordó. Fue sólo un instante porque respiré hondo y porque, de la misma manera que hubiera espantado a un bichejo inmundo, me enjugué las lágrimas con ambas manos en un gesto seco.

Siempre había sentido una sensación agradablemente especial al penetrar en la parte del studium donde vivía. Los libros acumulados en estantes que rebosaban o incluso apilados en el suelo me infundían una calma serena que podía compararse con muy pocas cosas. Ahora, sin embargo, tras despedir a Titius tan sólo experimenté una asfixiante y fría soledad. Era como si el mundo se hubiera helado y, lejos de proporcionarme disfrute aquella temperatura baja que tanto hubiera agradado a Blastus, sintiera que mi sangre perdía su calidez como un anticipo de la muerte. Por un momento, el vértigo saltó sobre mi cerviz y tuve que aferrarme a la jamba para no desplomarme.

Parpadeé para no perder el conocimiento e intenté encaminarme hacia mi lecho. Seguramente, todo volvería a lo normal si me tendía un rato a descansar. Estaba a punto de llegar a mi revuelto aposento cuando noté un aroma… ¿cómo podría definirlo? Sin duda, era especial. Súbitamente inquieto me dije que no podía ser, que resultaba inverosímil, que mi imaginación me engañaba. Pero, en lo más hondo de mi corazón, sabía que se trataba de una indiscutible realidad.

Vivian. Estaba igual de bella que como yo la recordaba. Bueno, quizá bajo los ojos, hermosamente verdes, se percibían ahora unas bolsas ligeramente pronunciadas; quizá su rostro era menos firme, quizá había ganado algo de peso… quizá. Pero, a pesar de todo, seguía siendo excepcionalmente hermosa. Al contemplarla, sentí cómo la sangre, aquella sangre que había temido que se coagulara en mis venas, se caldeaba en mi interior. Y entonces, sin desearlo, pero sin poder impedirlo, me vi arrastrado hacia atrás en el tiempo. Reviví, como si hubiera bebido un mágico licor dotado de una prodigiosa virtud, docenas de imágenes que me llevaban hasta unas horas tejidas de caricias inefables y de un deseo, satisfecho una y otra vez, pero nunca colmado del todo.

– He venido a buscarte, Merlín -me dijo con los labios abiertos en aquella sonrisa que tan bien conocía.

Me sentí defraudado al escuchar cómo había cambiado mi nombre por aquel absurdo mote.

– ¿Fuiste tú la que inventó esa costumbre de identificarme con un pez? -indagué.

– No te queda tiempo -ocultó la respuesta.

– ¿Para qué, Vivian? -le dije-. Ahora que me he quedado con el studium vacío temo que el tiempo es algo de lo que voy a disponer en abundancia.

– Te pones imposible cuando te empeñas en no entender -comentó con un amago suave de irritación-. Sabes de sobra a lo que me estoy refiriendo. Artorius no podrá sobrevivir.

Sentí una enorme ansiedad al escuchar aquellas palabras. Pero ¿hasta qué punto podía estar seguro de que Vivian no me mentía? ¿Se debía su anuncio al ejercicio de sus ilícitos poderes mánticos o tan sólo pretendía enredarme con un bien urdido engaño?

– ¿Qué tiene que ver que Artorius no sobreviva con el hecho de que me vaya contigo?

– ¡Oh, vamos! -protestó Vivian-. ¿Por qué no aceptas las cosas como son? Has fracasado. Has perdido el tiempo. A decir verdad, todo lo que has intentado se ha venido abajo. ¿Roma? Desapareció entre las llamas hace años. ¿Artorius? Ha decidido, no es tan tonto como tú, ser un imperator. ¿Tus discípulos? El más agradecido, o el menos ingrato, según se mire, es el más estúpido.

Hizo una pausa y dio unos pasos hacia mí, los suficientes como para que sintiera un deseo doloroso de tenerla entre mis brazos.

– Reflexiona en el tiempo que has perdido -dijo con un tono de voz embriagadoramente suave-. Ése ya no tiene remedio, por supuesto. Pero piensa en lo que aún te queda de esta vida. Son tus últimos años y podrían resultar los más hermosos, los más dulces, los más cálidos…

– No iré contigo, Vivian -la interrumpí.

Los ojos de aquella mujer, bella como ninguna que yo hubiera conocido o soñado jamás, relampaguearon por un instante.

– ¿Estás seguro? -me preguntó con una voz tan neutra que hubiera podido brotar de una piedra o de un árbol.

– Jamás lo estuve tanto -mentí.

La imagen de Vivian se desvaneció de la misma manera que la nocturna neblina suave cuando el sol ardiente se va elevando en el firmamento. Su aroma, sin embargo, permanecería hasta bien adentrado el día siguiente.

Non ignara mali miseris succurrere disco… Al conocer la desgracia, sé cómo socorrer a los desdichados, afirmaba uno de los personajes de la Eneida. Se equivocaba. El conocimiento de la desgracia no nos abre el camino para saber cómo remediarla. Puede convertirnos en resentidos o en piadosos, pero no nos proporciona de por sí el conocimiento de la cura. ¿Quién sabe incluso si el padecimiento no cegará su entendimiento para entender cuáles son las causas del dolor y cuáles las mejores maneras de abordarlo? En ese sentido, el apóstol de los gentiles acertaba al decir que podemos consolar a los demás si antes hemos sido objeto de consuelo. Eso sí es cierto. Cuando uno ha sufrido y ha comprobado en su alma cómo se puede librar de ese sufrimiento y lo que proporciona una vía de salida, tiene alguna posibilidad de ayudar a otros. Siquiera puede dar testimonio de su propia experiencia no de haber sufrido, sino de haberse visto libre.

V

Hubiera deseado equivocarme en todo lo que le había advertido a Artorius, pero, lamentablemente, mis anuncios se correspondieron con minuciosa exactitud con lo que sucedió. El hombre que ahora se hacía llamar imperator britanniae no tardó en repudiar a Leonor de Gwent y en hallar a una nueva esposa. Se trató de una mujer joven y, según decían, muy hermosa. Procedía de una familia romana y había sido criada en la casa de Cador, el magister militum de Artorius. Sin embargo, creo que todo aquello tenía poca importancia porque lo que se buscaba de ella era, sobre todo, que garantizara que sus propósitos de formar una dinastía se convertirían en realidad.

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