César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Dos. Quizá se trataba de una simple patrulla a la busca de algún huido. Claro que también podían ser los portadores de un mensaje, pero ¿cuál?

Lo distinguí con enorme nitidez. Era Caius y parecía como si los años no hubieran pasado por él, como si todavía nos encontráramos en la época en que yo aún era un joven que apenas entraba en la madurez y él, un legionario gallardo y curtido. Su acompañante, que estaba de espaldas acariciando el pescuezo de su caballo, no era, en esta ocasión, Betavir. De hecho, aunque fuerte resultaba menos alto.

– ¡Viejo lobo! -grité alzando los brazos-. ¿Qué trae al terreno sagrado de la sabiduría a alguien tan bruto como tú?

Al escuchar mis palabras, el compañero de Caius se volvió. Llevaba el mismo uniforme de piezas gastadas y desiguales que mi antiguo conocido. Ni siquiera su capa era mejor. Ni su yelmo, un yelmo grande que le tapaba casi por completo el rostro. Con la seguridad que proporciona el haber repetido un gesto miles de veces, se llevó las dos manos a aquella indispensable pieza de metal y tiró de ella hacia arriba para quitársela. Lo conocí al instante e incluso me reproché no haber sospechado la identidad oculta por aquel yelmo, porque quien me sonreía, burlón, alegre y juvenil, como antaño lo había hecho tantas veces no era otro que Artorius, el ahora imperator de Britannia.

Continuo has leges aeternaque foedera certis imposuit natura locis … Ocasionalmente, Dios permite que algunos seres perversos se encaramen hasta la cima del gobierno. Generalmente, tan inicuos individuos creen que tienen el poder o, por lo menos, la legitimidad del mismo Dios. Entonces actúan como si las estructuras de la creación pudieran modificarse a su antojo. Deciden ir contra la estabilidad del reino, socavan sus instituciones más importantes, sueñan con cambiar todo de la misma manera que se vuelve del revés una prenda. Estoy convencido de que si estuviera en sus manos obligarían a los ríos a discurrir en dirección opuesta al mar, cambiarían de sexo a los seres humanos, convertirían a los simios en hermanos de los hombres e incluso aniquilarían la familia.

Por supuesto, sé de sobra que semejantes posibilidades no se corresponden con ejemplos históricos porque nadie ha sido tan soberbio ni tan inicuo como para comportarse así. Sin embargo, estoy convencido de que, si contaran con esa posibilidad, lo harían. En todos y cada uno de los casos, estos gobernantes indignos olvidan algo tan elemental como lo que dejó escrito el admirable Virgilio al referirse a unas normas eternas de la Naturaleza que son anteriores a cualquier ley humana. En la medida, en que los reyes y senados se apegan a esas leyes eternas cuyo origen se encuentra en Dios actúan con justicia, equidad y sabiduría. Sin embargo, cuando las desprecian e intentan sustituirlas con sus propios criterios lo único que consiguen es labrarse su desgracia. Lo terrible es que no pocas veces antes de consumar la propia provocan la de sus pueblos.

III

– No deseo ofenderte -me dijo Artorius mientras caminaba- pero no puedo comprender por qué abandonaste Camulodunum para venirte aquí.

Su tono de voz era tan triste, dejaba de manifiesto tanta confusión, parecía tan desamparado que no pude evitar sentir ternura. Sin embargo, no le respondí. Estaba convencido de la inutilidad de cualquier posible disputa con él y, al menos por esta vez, deseaba actuar de acuerdo con mis convicciones más profundas.

– ¿En qué puedo servirte, Artorius? -pregunté al final evitando darle el tratamiento de Regissimus que le hubiera disgustado o el de imperator que no hubiera podido utilizar sin tener problemas de conciencia.

– ¿Dónde podemos sentarnos? -preguntó Artorius.

Le indiqué con un gesto un poyete modesto que dormitaba a la sombra de un olmo frondoso y altivo. Cubrimos en silencio la distancia que nos separaba de aquel lugar de reposo y, finalmente, dejamos caer nuestros huesos ya no tan jóvenes sobre aquella superficie fría y pulida.

– Te escucho -dije apenas sentí la sólida gelidez bajo las nalgas.

– Quiero divorciarme de Leonor -respondió con la misma rapidez con que hubiera fulminado a un enemigo de un certero espadazo en el cráneo.

No hice el menor comentario, pero sentí una punzada de pesar al darme cuenta de que el rumor esparcido por el mercader de Londinium constituía una pieza acertada de información. Al menos en parte.

– Es una mala esposa… -prosiguió Artorius sin que me costara percibir que no le resultaba fácil hablar de aquello.

– No creo que eso sea una novedad -me atreví a decir.

Artorius respiró hondo, como si se enfrentara con un camino demasiado empinado como para permitir una subida sosegada y gratificante.

– Por supuesto que no lo es -reconoció el antiguo Regissimus-. Nunca he podido contar con ella. Claro que no se trata sólo de eso. Leonor… Leonor…

Guardó silencio mientras se aferraba al borde del poyete con tanta fuerza que temí que pudiera quebrarlo. No lo hizo, pero los nudillos se le pusieron blancos como si, en virtud de algún ensalmo mágico, se hubieran convertido en un mero manojo de huesos.

– Tiene un amante -dijo al fin-. Uno de mis equites.

Bueno, me dije, por lo visto, el mercader no sólo era un lenguaraz sino que además estaba singularmente bien informado.

– ¿Es más joven? -pregunté no porque me interesara sino para dar un tiempo a Artorius para recuperar un resuello que parecía escapársele.

– No… -respondió-. No, no lo es. Es un hombre acaudalado. Mucho más que yo a decir verdad, pero no es más joven.

Mucho más que él… bueno, al menos, Artorius no se había dejado seducir por el oro como algún Regissimus que le había precedido.

– No creo que ningún obispo vaya a negarte la separación en esas condiciones -dije procurando que en mi voz no se percibiera la menor emoción.

– Es que no quiero una simple separación -me interrumpió Artorius-. Quiero el divorcio. Quiero volver a casarme. Quiero tener hijos que me sucedan como imperator.

Una vertiginosa sensación de peligro desconocido pero real se apoderó de mí al escuchar aquellas palabras pronunciadas de una manera acaloradamente apresurada. Y entonces, de manera repentina, pero sobradamente luminosa, lo entendí todo. Artorius no había venido a compartir sus cuitas conmigo. Tampoco había llegado hasta el studium a pedirme consejo. No. Venía a anunciarme sus proyectos de futuro y, o mucho me equivocaba o tenía la pretensión de que yo lo respaldara.

– No puedes hacerlo, Artorius -le dije con la mayor firmeza de la que fui capaz, aunque justo es decir que no fue mucha-. Sabes que no puedes.

– Escúchame -ordenó clavándome la mirada como si pretendiera así inmovilizarme-, Roma ha muerto. Murió hace muchos años, aunque… aunque no quisimos verlo. Incluso cuando los barbari desterraron al último emperador, nos engañamos pensando que podría ser restaurada, pero… pero eso no sucederá jamás, físico. El viejo imperio se ha dividido en nuevos reinos, en reinos que miran hacia el futuro, que intentan unir lo mejor del mundo pasado y de este que comienza ahora. Britannia no puede ser una excepción. No va a serlo.

Me mantuve en silencio. Me dolía lo que estaba escuchando, pero no contaba con argumentos dotados de la suficiente solidez como para contradecir a Artorius. Por el contrario, algo en mi interior me gritaba que todo era cierto, irreparablemente cierto.

– En mis manos -prosiguió- se halla la posibilidad de establecer una nueva dinastía, una dinastía de britanni que transmita la cultura de Grecia y de Roma, que defienda el cristianismo y que contenga a los barbari paganos. Ésa es mi obligación.

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