César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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IV

Mientras veía cómo se alejaban Artorius y Caius, experimenté una extraña sensación de pesar y, a la vez, de amor. De pesar porque en lo más profundo de mi corazón sabía que nada podría evitar el desastre si el antaño Regissimus no desandaba sus caminos; y de amor porque aquel pecado, que podía ser terrible en sus consecuencias, no me llevaba a dejar de sentir afecto por alguien que tanto había hecho por Britannia; que tanto había bregado por reconstruirla, ciertamente, y que tanto podía contribuir para aniquilarla en el mejor momento que había vivido en más de un siglo.

Durante las semanas siguientes, intenté concentrarme lo más posible en mi tarea docente, pero, seguramente a causa de lo que había advertido en Artorius, insistí de manera especial en la forja del carácter por encima de otras consideraciones. Debo reconocerlo. Por primera vez, me di cuenta de que estaba a punto de bordear el fracaso más estrepitoso incluso con mis discípulos. Quizá no les faltaba razón, pero lo cierto es que no entendían, por ejemplo, que no hubiera calefacción en las aulas o que los llevara a pasear bajo el viento más gélido mientras les enseñaba. No actuaba así por deseo de ahorrar leña o por mi gusto, ni tampoco porque con aquel frío recordara más fácilmente épocas de mi infancia más tranquilas y, sobre todo, más dichosas. No. En realidad actuaba así movido, sobre todo, por un deseo de ayudarlos a vivir.

Por supuesto, en ocasiones se mostraban tan animados como en la época anterior a la inesperada visita de Artorius. Sucedía, por ejemplo, cuando destripaba un animal ante sus ojos para explicar cómo circulaban los humores por su cuerpo o cuando les enseñaba las diferentes clases de cañas (ah, Blastus, Blastus, ¿qué había sido de ti? ¿Seguías ocupado en reedificar iglesias?) o cuando disertaba sobre las plantas más diversas dotadas de virtudes curativas inimaginables.

A pesar de todo, las cosas no comenzaron a empeorar de manera intolerable hasta el momento en que se enteraron de que me había opuesto a los propósitos de Artorius. En parte, la culpa fue mía porque ni siquiera consideré que pudiera producirse tal eventualidad. ¿Cómo iba a saber nadie lo que habíamos hablado el antiguo Regissimus y yo? Tenía que haber previsto la respuesta más lógica y natural: por un comerciante de Londinium especialmente lengüilargo.

Llegó un domingo con la decisión inquebrantable de llevarse a su hijo. Nunca me he caracterizado por sentir apego hacia nada y debo reconocer que la posibilidad de perder a aquel discípulo no me ocasionó pesar alguno. A decir verdad, hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que si tenía algún tipo de cualidad debía ser la de enredar y vender como su padre, de manera que incluso sentí como si me descargaran un peso de encima. Pero, lamentablemente, la situación no concluyó ahí. Aquel asno especializado en comerciar con todo lo que se le ponía al alcance se permitió la insolencia de afearme la conducta.

– No creo que seas un mago -me espetó apuntándome con el índice-. Si lo fueras, respaldarías a nuestro imperator Artorius o, de lo contrario, lo habrías fulminado. No has hecho ni una cosa ni otra, luego sólo puedes ser un farsante.

Era cierto, ni era un mago ni me había comportado de ninguna de las dos maneras que señalaba, pero la conclusión a la que llegaba aquel hombre era, como mínimo, defectuosa. Por lo menos, si se examinaba desde una perspectiva lógica. Al parecer, ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que simplemente fuera una persona honrada o un simple cobarde. No. Sólo podía ser un embustero.

– ¿No temes que te convierta en perro? -le dije en voz baja, pero remachando cada sílaba de la pregunta como si mi lengua fuera un martillo que hundiera los clavos hasta la cabeza.

El comerciante de Londinium palideció como un muerto al escuchar mis palabras. Sí, no cabía duda de que lo había impresionado.

– No… no te atreverás… -balbució aterrado-. Los equites del imperator…

– ¿Crees que los equites podrían devolverte tu forma humana? -le corté secamente.

No debía creerlo, porque lanzó un alarido animal en medio del cual pude distinguir borrosamente el nombre de su hijo. A continuación, echó a correr hacia el carromato de pesadas ruedas que lo había trasladado hasta nuestro studium. Se volvió un par de veces seguramente para comprobar si le seguía, pero lo cierto es que no tenía la menor intención de hacerlo y me limité a ver cómo se alejaba.

El hijo de aquel personaje desagradable y murmurador fue el primero, pero no el último de los discípulos que perdí. De alguna manera siniestra cuyos términos exactos se me escapaban, alguien había difundido el rumor de que me oponía al hombre de la paz, al imperator que había salvado a Britannia, a Artorius. Así, habían ido llegando a la conclusión de que lo más digno -o simplemente, lo más sensato- era distanciarse lo más posible de mi presencia.

El postrero en abandonarme fue un muchachito menudo y tristón llamado Titius. Se trataba del hijo ilegítimo de un clérigo, al que los no resueltos sentimientos de culpa de su padre y la constancia inquebrantable de su madre habían lanzado a aquel lugar perdido, casi oculto, del nuevo reino de Britannia. Seguramente, su cercanía les resultaba incómoda. Lo verían como recordatorio vivo de un pecado que las gentes consideraban especialmente bochornoso. Pero más desagradable aún debía parecerles la perspectiva de que lo relacionaran con un ser indeseable como, al parecer, era yo. ¿Cuántas frases había llegado a intercambiar con aquel mozalbete en los meses anteriores? Seguramente, le había dirigido varias órdenes e incluso le había ampliado algunas explicaciones, pero él no debió de responderme más allá de algunos monosílabos aislados. Cuando se despidió de mí, no fue más elocuente con las palabras. Agachó la cabeza, como si la vergüenza del acto de sus padres recayera totalmente sobre su cerviz, y se dirigió hacia el camino que lo conduciría hacia cualquier sitio menos a los cuidados normales que se reciben en el seno de una familia.

En el caso de la mayoría de mis discípulos no había consentido en contemplar su marcha. Por el contrario, en los momentos en que estaban abandonando el studium me había esforzado aún más por centrarme en lo que enseñaba y por atraer hacia mí la atención de los alumnos que aún no se habían sumado a la desbandada. Pero Titius era el último y, como si deseara disfrutar del postrer instante dedicado a la enseñanza, me obligué a observar cada paso, doloroso paso, de su marcha.

Lo esperaba a la vera del camino un criado de aspecto clerical que sujetaba las bridas de una mula rojiza y cabeceante. Titius estaba a punto de alcanzarlo cuando, de repente, volvió la mirada hacia mí. Por un instante, se detuvo en esa incómoda postura que le obligaba a posar el mentón casi sobre el hombro. Luego, de la manera más inesperada, lanzó su zurrón contra el suelo, como si deseara deshacerlo con el golpe, y echó a correr hacia mí. Aún no me había percatado del todo de lo que sucedía cuando sentí contra mi cuerpo el impacto de aquellos brazos infantiles que estuvieron a punto de precipitarme contra el suelo.

-Non volo ire, magister! Non volo ire, magister! [31] -me dijo mientras se abrazaba a mí y cubría mi pecho de unas lágrimas abundantes y calientes como una cosecha sazonada de ciruelas maduras.

Un calor olvidado emergió entonces de mi corazón y se me enroscó de manera súbita en la garganta para irradiar su fuerza incontenible en dirección a mis ojos. Pero logré contenerme. Hacía mucho tiempo que no lloraba y no estaba dispuesto en ese momento a que me sucediera.

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