Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– Entonces, habla con la tía Liuba. Te lo aconsejo en serio, Olia, haz lo posible por convencerla. Eres una chica lista, sabrás encontrar las palabras apropiadas. Todo esto que te digo sólo es en beneficio del pequeño. Cuanta menos gente esté enterada, mejor, créeme, cariño -insistió Pável con suavidad-. Trata de explicárselo a tu tía. Si no da resultado, bueno pues, qué remedio, pero merece la pena intentarlo. No sabemos quién es el padre del niño ni en qué circunstancias se quedó embarazada tu prima. ¿Y si mantuvo relaciones con ese hombre hasta el mismo día del parto? ¿Y si ese hombre sabe que tiene que existir un hijo suyo? ¿Puedes garantizar que un buen día no irrumpirá en nuestra vida con sabe Dios qué aviesas intenciones?

Olia tuvo que darle la razón. Siguió sus consejos a rajatabla, y tres meses más tarde los recién casados, con un niño de pecho en brazos, franquearon el umbral del piso de los Bobrov en Moscú. La tía Liuba hizo caso de los argumentos de Olga y juró no contarles nada al hermano de su difunto marido ni a su cuñada. Cinco meses más tarde falleció.

De este modo, en todo Moscú los únicos que conocían el secreto de la adopción eran los propios padres adoptivos, los Krasnikov. En cuanto a los habitantes de Sarátov que podían estar al tanto de la muerte de Vera Borísovna Bobrova, nadie sabía que el pequeño Dima había cambiado de apellido a los tres meses de nacer; mientras que aquellos que estaban enterados de que Dima Bobrov se había convertido en Dima Krasnikov no tenían ni idea de que su verdadera madre había fallecido.

Por más vueltas que Konstantín Mijáilovich Olshanski le daba a esta información, no conseguía más que aumentar su desasosiego. Claro que reconstruir el camino de Dima Krasnikov desde el momento de su nacimiento hasta la fecha era posible, pero para hacerlo había que ser funcionario de la policía y tener acceso sin restricciones a los archivos, poder hacer preguntas a muchísima gente, a la que previamente sería preciso encontrar, porque en los últimos quince años casi nadie permanecía en el mismo puesto que ocupaba en 1979. Unos se habían jubilado, otros habían muerto, algunos más se habían trasladado a otra ciudad… Y por si fuera poco, había que localizar a los propios Krasnikov. Qué más daba que en Sarátov algún charlatán hubiera contado: «Sabe usted, en 1979 tramité el cambio de apellido de un niño que se llamaba Bobrov y luego se convirtió en Krasnikov. Sé a ciencia cierta que, aunque en sus papeles pone que la madre es Olga Bobrova, ella no le ha parido». En aquel momento, Krásnikova estaba empadronada en Kursk, se marchó de allí para instalarse en Moscú, y actualmente, quince años más tarde, ya no residía en el piso adonde había llevado al recién nacido Dima, y tampoco trabajaba en el colegio donde había estado impartiendo clases después de regresar a la capital. Sin duda, encontrar a los Krásnikov era posible pero, de nuevo, sólo un funcionario de la policía o de la Fiscalía disponía de los recursos necesarios para hacerlo. Un ciudadano de a pie nunca habría sido capaz de dar con ellos.

«¿Qué cabe deducir de todo esto?», se preguntaba Konstantín Mijáilovich, sentado en su despacho ante la carpeta del sumario del caso de los Krásnikov y Leonid Líkov. Había sólo dos variantes posibles: o bien los Krásnikov, a pesar de todo, se fueron de la lengua y confiaron su historia a un extraño; o bien en el asunto estaba implicado un funcionario de la policía o la Fiscalía que se enteró del secreto de los Bobrov y por algún motivo se lo contó a alguien. Pero ¿a quién? ¿A Líkov? Entonces, Líkov mentía para cubrirle las espaldas a ese funcionario, al echarle toda la culpa a Galaktiónov. ¿O realmente se lo había contado Galaktiónov? Si así era, Líkov decía la verdad, y entre las amistades de Galaktiónov había un representante poco escrupuloso del sistema judicial a quien, por no se sabía qué motivo, no había nombrado ni mencionado ni uno solo de los casi ochenta testigos. Si Galaktiónov de veras hubiera disfrutado de esa amistad, la habría cultivado celosa y cautelosamente, sin compartir su secreto con nadie. En este caso, ¿por qué y cómo había entablado esa relación?

Pero si, a pesar de los pesares, Líkov mentía, entonces resultaba que el amigo en cuestión era suyo. Lo malo era que Leonid Líkov trabajaba en un taller de reparación de automóviles y no se podía ni hablar de intentar comprobar sus contactos, pues para hacerlo tendría que solicitar que le asignasen la mitad de todos los detectives de Petrovka y la mitad de todos los jueces de la Fiscalía Municipal. Sin embargo, era imprescindible comprobar esos contactos de Líkov, por supuesto, no le quedaba más remedio.

En lo que a Sarátov se refería, Olga Krásnikova fue incapaz de recordar un solo nombre de los que hacía quince años tuvieron algún conocimiento de lo sucedido. Por tanto, tendría que recurrir a la policía para identificarlos y poner a prueba su propensión a irse de la lengua. Mientras rellenaba diligentemente los numerosos impresos de toda clase de órdenes y oficios, Konstantín Mijáilovich Olshanski mantenía, en su fuero interno, la certidumbre de que todo eso no le iba a servir de nada. Pero se le había pedido instruir un caso modélico, y en un caso modélico sobre la violación del secreto de adopción no podía faltar la información acerca de todos los relacionados con dicho secreto. Así que las órdenes y los oficios pertinentes también debían ser modélicos.

2

Abrió la puerta de un manotazo y entró en uno de los cubículos del bloque de laboratorios. El hombre sentado delante del ordenador se dio la vuelta y le saludó sonriendo:

– Buenos días.

– Muy buenos -respondió con entusiasmo-. ¿Cómo va eso? ¿Cuándo presentas tu tesis ante el Consejo?

– No llegaré a tiempo al próximo Consejo, el siguiente se reúne el 1 de marzo, espero tenerlo todo listo para entonces.

– ¿Por qué dices que no llegarás a tiempo para el próximo?

– Tengo problemas con la impresión. La mecanógrafa ha estado enferma pero promete tener acabado todo el trabajo, el resumen incluido, dentro de diez días. Si no me falla, tardaré esos diez días más otro, que necesito para revisar el texto y las fórmulas, más uno más, para las correcciones de última hora… ya son doce. Hay que entregárselo al secretario académico como mínimo una semana antes de la reunión del Consejo. En total, cuenta veinte días. Y la próxima sesión está convocada para dentro de dos semanas.

– ¿Y seguro que llegarás a tiempo para la siguiente? ¿No se te olvida que el instituto cuenta con que estés doctorado antes de finalizar el segundo trimestre? Para que te convaliden la tesis antes de finales de junio, es preciso que el Consejo dé su visto bueno, como más tarde, el 1 de marzo. Mientras hacen copias del resumen, pasará un mes. Mientras las distribuyen, mientras recogen las reseñas… ¿Qué organización te presenta?

– El Instituto de Novosibirsk.

– ¡Anda! Necesitas tramitar un viaje a Novosibirsk en comisión de servicio, debes entregar la tesis allí en mano; si no, esperarás a que te redacten la presentación oficial hasta el día del Juicio Final. Si la envías por correo, tardará un mes, y eso será en el mejor de los casos, si es que no se pierde por el camino; luego esperarás la respuesta otro tanto o más. Vamos, espabila, coge el teléfono y llama a Novosibirsk, di a Contabilidad que necesitas que te preparen los documentos del viaje para el segundo trimestre, a primeros de abril te das una vuelta por allí y te traes la presentación redactada, firmada y rubricada.

– Gracias -dijo el doctorando con sinceridad-. Ojalá que no haya problemas.

– A ver, a ver, ¿qué clase de problemas crees que puede haber? -preguntó su interlocutor con una sonrisa ominosa.

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