Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– He venido a esperarte. Necesito discutir contigo un asunto.

– ¿Tanto te urge? ¿No podías aguantar diez minutos hasta que llegase a casa?

– No, no podía.

Liosa la agarró con fuerza del brazo y la condujo despacio hacia la casa, rodeando con cuidado los charcos profundos y sucios y los resbaladizos socavones.

– He cobrado unos honorarios, unos honorarios de no te menees. Por el libro de texto que han traducido en Estados Unidos.

– Felicidades -dijo Nastia con indiferencia.

Galaktiónov ocupaba todos sus pensamientos y no entendía muy bien por qué la buena nueva sobre unos pingües honorarios no podía esperar hasta la cena.

– Quiero enviarte de vacaciones. Tienes mal aspecto, Ásenka, debes cuidarte más pero no te apetece, y por eso he decidido que te conviene marcharte una temporada a un lugar bonito, junto al mar, donde haya sol, aire limpio, comida buena y natural, y no esas porquerías que tenemos que tragarnos aquí en Moscú, o el aire ponzoñoso y contaminado que nos vemos obligados a respirar.

– ¿«Enviarme»? ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Nastia-. ¿Y tú? ¿Acaso piensas que voy a ir sola?

– Bueno, si no tienes nada en contra, con mucho gusto iré contigo. Sencillamente, no me he atrevido a proponértelo. Si no quieres que nos casemos, tal vez tampoco quieras que nos vayamos de vacaciones juntos -bromeó el hombre-. Bien, pues, ¿qué me dices? ¿Qué te parece mi proposición?

– Me parece interesante -respondió Nastia sobriamente-. Pero mejor será que te compres un coche nuevo. Me parte el alma ver lo que estás pasando cada vez que tienes que meter tu corpachón de dos metros de largo en esa caja de cerillas que es tu Moskvich.

– De modo que mi proposición no te gusta -constató Liosa.

Automáticamente, Nastia percibió que, por algún motivo, la decepción no le empañaba la voz pero, absorta en sus reflexiones sobre Galaktiónov, no otorgó a este detalle la menor importancia. Mal hecho.

– Tengo otra variante -continuaba su amigo imperturbable-. Tú no te vas de vacaciones y destinamos ese dinero a comprarte el ordenador. Un buen ordenador, potente, con muchos periféricos y un paquete de programas. Impresoras, escáneres, en una palabra, todo lo que puedas necesitar para tu trabajo.

Nastia dio un traspié y se paró en seco. La alegría le cortó el aliento.

– Liosa, querido, ¿de verdad vas a comprarme un ordenador? Liosa, ¡si quieres, me casaré contigo! ¡Eres el mejor!

– Calla -ordenó él afectando severidad-. Si mal no recuerdo, nada más hace dos meses me prometiste casarte conmigo a condición de que te hiciera cierto favor. ¿Es cierto esto?

– Es cierto -concedió Nastia con aire contrito.

– De modo que, antes que ir a las Hawai o las Canarias, prefieres que te regalen un ordenador. ¿Lo he entendido bien?

– ¡Sí! -exhaló ella con entusiasmo al tiempo que pulsaba el botón del ascensor.

– ¿Es tu última palabra?

– Es mi última palabra -confirmó Nastia con rotundidad.

– ¿No vas a cambiar de idea?

– ¡Pero qué dices! -protestó ella-. Pero si tú me conoces. Es pura verdad, el trabajo me importa y me interesa mucho más que las vacaciones.

– Entonces, de acuerdo -dijo Liosa con voz repentinamente cansada e inexpresiva-. Me temo que el asado ya lleva demasiado tiempo en el horno. Sería una lástima. He metido en aquella cazuela tantas cosas buenas.

Abrió la puerta del piso y se apartó para dejar pasar a Nastia. Ésta se dejó caer en la silla del recibidor nada más entrar, intentó agacharse para quitarse las botas y se llevó las manos al costado lanzando un gemido.

– Hay que jorobarse, vuelve a darme la lata. Nada de extrañar, sabía perfectamente que la bolsa pesaba demasiado pero confié en la buena suerte, pensé que por una vez no iba a pasar nada.

– Deja que te ayude.

Liosa se inclinó hacia Nastia y con una gran delicadeza liberó de las botas sus pies, que por las noches se hinchaban.

– ¿Podrás levantarte sola o quieres que te ayude?

– Intentaré levantarme sola.

Nastia hizo acopio de fuerzas y se puso en pie lentamente apoyando las manos sobre sus propias rodillas. Consiguió separarse de la silla e incluso, unos instantes más tarde, adoptar una postura erguida.

– No es nada, mañana por la mañana estaré como nueva. Liósik, ¿me pondrás una inyección antes de acostarte?

– Por supuesto. Vamos a cenar; mientras estaba guisando, con todos esos olores y colores se me hacía la boca agua. Ya no aguanto más.

– Enseguida, espera un segundo, voy a quitarme el jersey.

Abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y se quedó de una pieza.

– ¿Qué es eso? -preguntó de repente con voz ronca.

– El objeto de tus deseos. Tú misma me has dicho que no ibas a cambiar de opinión -gritó Chistiakov desde la cocina al tiempo que trasegaba ruidosamente los platos.

Por unos segundos se instaló el silencio, sólo interrumpido por los ruidos que llegaban desde la cocina. Luego Nastia apareció en el umbral de la puerta. Sujetándose la espalda con una mano y apoyándose con la otra en un extremo de la mesa, se acomodó como pudo en la silla y fijó la vista en Liosa.

– ¿Qué te pasa? -preguntó éste sin dejar de cortar el pan-. No pareces contenta. ¿No te gusta?

– Liosa, ¿cómo sabías que el ordenador era lo que yo quería más que nada en el mundo, más incluso que unas vacaciones en las Hawai?

– Vamos, vamos, Ásenka -dijo Liosa riéndose-. ¿Te das cuenta de que hace la tira de años que te conozco, de que llevamos juntos un montón de tiempo? Sería una vergüenza si no acertase.

Nastia volvió a sumirse en el silencio. Liosa terminó de poner la mesa, escrutó con un gesto de gran chef la disposición de los cubiertos y por fin se sentó.

– ¿Qué te apetece para beber? ¿Vino? O si quieres, descorcharé champán. Todavía quedan unas botellas de la Nochevieja.

– Champán -contestó Nastia con resolución, lo que no dejó de sorprender a su amigo.

Liosa sabía que el champán no le gustaba y lo tomaba sólo en casos de extrema necesidad, cuando negarse significaba quedar irremediablemente mal.

– Liósik -dijo Nastia en voz baja, aceptando la copa llena de líquido dorado-. Te lo digo de verdad, eres el mejor. Hazme la proposición, ¿quieres?

– ¿Cómo dices? -preguntó Chistiakov poniendo los ojos como platos.

La sorpresa le hizo retirar bruscamente la mano y su codo tropezó con una copa vacía.

– Ay, qué pena, la he roto.

– Al diablo, no importa -dijo Nastia con la misma voz susurrante-. Si me conoces tan bien que puedes adivinar con los ojos cerrados qué haría yo con tres mil dólares, seré una completa idiota si me niego a casarme contigo. Liósik, lo he comprendido por fin. Nunca nadie llegará a conocerme tanto como tú. Y nunca nadie me aceptará tal como soy. Si me haces la proposición ahora mismo, la aceptaré.

– ¿Y si la hago mañana? -replicó Liosa sonriendo-. ¿Temes que para mañana hayas cambiado de opinión? No quiero decisiones improvisadas, que serías la primera en lamentar al día siguiente. Si quieres saberlo, no te he comprado el ordenador por esto.

– Temo que seas TÚ quien mañana cambie de opinión -apuntó Nastia muy seria-. Hoy mi objetivo es tomarte la palabra para que no desaparezcas mañana.

– Escucha, ¿lo dices en serio? ¿Quieres casarte conmigo? Oye, tenemos que tomar este champán, está perdiendo gas.

– No -repitió Nastia obstinadamente-, hazme la proposición y luego tomaremos el champán.

– ¡Estás como una cabra! ¿Tanto te apetece que te lo vuelva a pedir y decirme otra vez que no?

– No te diré que no, Liósenka, palabra de honor. Vamos a casarnos, ¿eh? -dijo Nastia con un extraño tono quejumbroso-. Acabo de comprender lo tonta que he sido al negarme a casarme contigo.

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