Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– Vale, has ganado -contestó el hombre riéndose, aunque sus ojos permanecían serios.

4

El domingo, a primera hora de la mañana, Nastia se puso manos a la obra. Para su disgusto, casi todo el material que había traído del despacho estaba escrito a lápiz, por lo que no pudo utilizarlo con el flamante ordenador. Colocó en el suelo las libretas y las hojas sueltas, se tumbó boca abajo y empezó a clasificar la información recopilada arrastrándose por el suelo de una pila de papeles a otra y cambiando las hojas de sitio.

La viuda de Galaktiónov contaba:

– Se casaron muy jóvenes, cuando ambos eran aún estudiantes de la Facultad de Letras de la Universidad de Moscú. Entre los regalos de boda había una cámara fotográfica carísima, traída del extranjero. En aquellos años -a principios de la década de los setenta- cámaras como aquélla sólo podían adquirirse en el extranjero o, con muchísima suerte, en un mercadillo de objetos de segunda mano. En los comercios normales no se vendían. En la caja, grande y hermosa, había dos estuches con rótulos idénticos. Uno contenía la cámara, dentro del otro había un objetivo de repuesto, filtros y otros accesorios.

– Deprisa, vámonos -le dijo entusiasmado Sasha Galaktiónov a su flamante esposa.

– ¿Adónde? -preguntó ella extrañada.

– Vamos, vamos, vamos, ya verás qué risa.

Se acercaron a una gran tienda de compraventa de objetos de segunda mano. La chica se quedó en la calle. Sasha entró, pocos minutos después salió y le enseñó un fajo de billetes.

– ¿Has vendido la cámara? ¿Cómo has podido? -exclamó la joven-. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¡Pero si era nuestro regalo de boda!

– ¿Me tomas por imbécil? -respondió Sasha riéndose-. Tranquila, aquí tienes tu preciosa cámara. Sólo la necesitaba para enseñarla. En el otro estuche, todo lo que hay ahora es una vieja cerradura.

– ¿Por qué lo has hecho, Sasha? Dinero no nos falta.

– Calla, qué importa eso -contestó el joven-. Piénsalo, dos estuches absolutamente idénticos, con rótulos idénticos. ¡Cómo iba a desperdiciar una ocasión así! Me habría perdido todo respeto a mí mismo…

– …En uno de los exámenes del primer semestre le tocó un profesor que suspendía a todas las estudiantes que llevaban joyas. Una sortija -excepción hecha de la alianza- que adornaba la mano de la examinando era garantía de «cate» seguro. La joven llegó a la universidad, dejó en el guardarropa su lujoso y carísimo abrigo de pieles y se quitó las sortijas, una con un diamante y otra con diamantes y esmeraldas, para guardarlas en el bolso. De pronto vio que a su lado estaba aquel mismo profesor y se asustó al pensar que podía haberla visto despojarse de las alhajas y que ahora la vería ocultarlas en el bolso, por lo que las metió en el bolsillo del abrigo.

Antes de entrar en el aula donde se celebraba el examen, sacó el bolígrafo, una hoja de papel y el carnet de las notas, y le dejó el bolso a su marido, que había insistido en acompañarla para darle ánimos y consolarla en caso de suspenso. El grupo de Sasha se había examinado de esa asignatura hacía dos días.

La chica obtuvo un notable y salió del aula feliz y contenta. Su marido la cogió en brazos y se puso a dar vueltas por el pasillo.

– ¡Vamos a celebrarlo!

Bajaron corriendo al guardarropa. Pero una vez allí, la joven no pudo encontrar la ficha del abrigo en el bolso.

– No te pongas nerviosa. Vamos a aquel rincón, sacarás todo lo que hay dentro y ya verás como aparece. ¿Dónde va a estar si no? -le decía el marido para tranquilizarla.

Pero por más que miraba y remiraba el contenido del bolso no daba con la ficha. Parecía que se hubiera disuelto en el aire. Quizás, antes del examen, con los nervios y asustada como estaba por la proximidad de aquel hueso de profesor, había olvidado coger la ficha o la había dejado caer fuera del bolso.

– ¿Y yo qué quieres que haga? -manifestó tajante la malhumorada encargada del guardarropa-. Si no me traes la ficha, ¿cómo te crees que voy a darte tu abrigo? Tienes que esperar hasta la noche, es lo que dice el reglamento. Cuando todos se vayan, cuando todos recojan sus abrigos, entonces veremos si nos queda por aquí alguno de pieles. Luego redactarás una instancia, llamaremos al jefe de intendencia y él te entregará la prenda.

– ¡Tenía que pasarme a mí! ¡Ay, qué fastidio! -se quejaba la chica, a punto de echarse a llorar-. ¡Esperar hasta la noche! Sólo es la una, podríamos haber ido a alguna cafetería a celebrar…

– Ánimo, bonita -dijo Sasha queriendo consolarla-. Voy a coger un taxi, iré en una escapada a casa, te traeré otro abrigo, buscaremos algún sitio donde mojar el aprobado y por la noche volveremos aquí.

En aquel entonces, todos los problemas tenían fácil solución. Eran jóvenes, vivían en el piso de los padres de ella, gente más que acaudalada para aquellos tiempos. Media hora más tarde, Sasha estaba de vuelta con un largo abrigo de piel de color marrón chocolate en las manos. Metió a su mujer en el mismo taxi que le había llevado a casa y se fueron a Adriática, donde tomaron Champagne Cobler y Aurora Boreal. Pero por la noche, cuando regresaron a la universidad, el abrigo de piel de la chica no estaba en el guardarropa.

– Si no está, alguien lo habrá cogido con tu ficha -explicó la mujer del guardarropa encogiéndose de hombros.

Para entonces ya tenía la absoluta certeza de que había guardado la ficha en el bolso porque al hacerlo, al introducirla en un pequeño compartimento interior y cerrar la cremallera, notó que el profesor que iba a examinarla la miraba con fijeza, y pensó: «Qué mal habría quedado si estuviera metiendo aquí mis diamantes. He hecho bien en dejarlos en el abrigo». También recordó que no se había separado del bolso en todo el día. Excepto cuando se lo dejó a Sasha, durante el examen. Pero Sasha juraba que no lo había soltado de las manos…

Pregunta: ¿No se le ocurrió pensar que había sido su marido quien robó su abrigo y las sortijas?

Respuesta: Ay, por Dios, claro que se me ocurrió. Estaba completamente segura que esto era lo que había pasado.

Pregunta: ¿Ha intentado hablar con él de eso?

Respuesta: De ninguna de las maneras. Me habría dado una paliza, y eso sería todo.

Pregunta: ¿Hasta este extremo habían llegado las cosas? ¿Por qué continuaba conviviendo con él entonces?

Respuesta: En primer lugar, estaba embarazada, a principios de los setenta era una razón de mucho peso. Segundo, mis padres se habían opuesto a nuestro matrimonio pero yo insistí, les monté escenas, les dije que ya era mayorcita para saber de quién me podía fiar y de quién no, que Sasha era una maravilla de inteligencia y bondad. Era una niña todavía, y reconocer mis errores habría herido mi amor propio. Luego creo que me acostumbré. Nació mi hijo, después llegó la niña, y entonces Alexandr simplemente me dejó en paz. Ni siquiera teníamos peleas.

Pregunta: ¿Por qué?

Respuesta: Porque no hablábamos casi nunca…

La empleada del Departamento de Préstamos del banco donde había trabajado Galaktiónov contaba:

– Alexandr Vladímirovich era siempre tan amable, ¡no se lo puede imaginar! ¿Sabe usted?, existe una fundación especial para la ayuda a niños afectados por enfermedades graves. Tienen una clínica aquí en Moscú, allí los médicos examinan al niño, deciden sobre la gravedad de la enfermedad, expiden un volante para la fundación, y la fundación selecciona a los niños para enviarles allí donde podrán administrarles el tratamiento adecuado. Alexandr Vladímirovich, en su calidad de representante de nuestro banco, hacía de intermediario para los empleados que deseaban solicitar la ayuda de la fundación. Nuestro banco tiene sucursales en toda Rusia, ¿se imagina cuántos empleados son? Alexandr Vladímirovich dominaba a la perfección idiomas extranjeros y se encargaba de acompañar a los empleados y a sus hijos a consultorios médicos, a representaciones comerciales, a embajadas, y allí les hacía de traductor. Había que hablar inglés y alemán. No le importaba sacrificar sus horas libres, y si venía al caso, los acompañaba en su coche. ¡Tenía un corazón de oro!…

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