Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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Nadezhda Sitova, la amante de Galaktiónov, contaba:

– Era imposible enfadarse con él, aun cuando se comportase de forma totalmente detestable. Poseía un encanto arrollador, un natural alegre, le gustaba reír y bromear. Tenía sentido del humor y una lengua afilada. Aunque, a veces, sus bromas no me hacían gracia y podían llegar a ser muy crueles.

… Un día citó a un amigo en el piso de Sitova. El amigo en cuestión tenía que devolverle un préstamo. El deudor acudió a la cita con puntualidad y le entregó un fajo de dólares. Alexandr le ofreció café y empezaron a charlar sobre nada en particular.

En ese momento llamaron a la puerta y apareció un vecino con un libro grande y grueso en las manos.

– Alexandr Vladímirovich, aquí tiene, se lo he comprado, tal como me había pedido.

– Gracias -dijo Galaktiónov animado-. Mira, Nadiusa, qué libro tan estupendo: Características técnicas y los métodos de detección de billetes falsos. Vamos a ver, ¿cómo está por dentro? Fíjate, ¿te das cuenta?, mira qué ilustraciones, y aquí, todas las explicaciones que hacen falta. Espera, espera, ¿y esto qué es? Vaya, esta tabla puede ser muy útil. Vamos a ver cómo hay que utilizarla. Hummm…, buscamos el número… en la primera columna… No hay Dios que lo entienda. Ven aquí, Vitiok, trae esos billetes, vamos a practicar un poco. Aquí está… número… columna… eso es… si coincide, localice la letra en la segunda columna… eso es…

Leyó atentamente los comentarios y aclaraciones de la enigmática tabla, comparando los números de uno de los billetes que le había entregado el deudor con los de la tabla de los dólares falsos.

– Si coinciden los seis indicadores, el billete es falso. ¡Madre mía, Vitiok! ¡Pero si este billete es falso!

– No puede ser, Alexandr Vladímirovich -protestó el deudor ansioso-. ¿Cómo va a ser falso?

– Y yo qué sé -contestó Galaktiónov encogiéndose de hombros-. Míralo tú mismo, es lo que pone aquí, negro sobre blanco. ¿Sabes qué? Siéntate y comprueba todos los billetes, uno a uno, yo ya tengo suficientes dolores de cabeza.

Vitiok, pálido, se puso a estudiar la tabla y a comparar los dólares que había traído. El resultado superó sus expectativas más pesimistas. Los únicos billetes legales fueron los de uno y cinco dólares, mientras que los treinta billetes de cien, según la tabla, resultaron ser falsos.

– ¿De dónde los has sacado? -inquirió Galaktiónov con enojo.

– Los he comprado en la calle… -balbuceó Vitiok totalmente destrozado.

– ¿Por qué no en un banco? Te lo he advertido mil veces, te dije que un día te la meterían.

– En el banco, el cambio estaba más alto -susurró el deudor justificándose.

– Menos mal que se me ha ocurrido comprobarlo, si no, en buen lío me habría metido, ¿qué haría yo luego? Vete y tráeme billetes fetén. Bueno, en vista de lo extraordinario de las circunstancias, te concedo dos días de prórroga.

Esta historia podría dar una idea de un Alexandr Galaktiónov cauteloso, previsor y, en el fondo, bondadoso, dispuesto a hacer concesiones en vista de la adversidad ajena. Podría dar esa idea excepto por un «pero». El grueso libro blanco titulado Características técnicas y los métodos de detección de billetes falsos llevaba ya una semana en el piso de Sito va cuando tuvo lugar aquel episodio, y Alexandr Vladímirovich lo había leído con mucho detenimiento. Pero dos días antes de la visita del deudor, el libro desapareció. Nadezhda Andréyevna creyó que Galaktiónov se lo había llevado a casa, puesto que era suyo…

«Curioso elemento era ese Galaktiónov», pensó Nastia revisando los apuntes tumbada en el suelo. Un pájaro de cuentas que no tenía inconveniente en robar a la propia mujer y luego consolarla con toda la sinceridad de la que era capaz. Y si la infeliz hubiese intentado cogerle en la mentira, le habría dado una paliza con el mismo entusiasmo. A todo esto, no se avergonzaba de sus inclinaciones; por ejemplo, consideraba de lo más natural hacerse acompañar por su mujer cuando iba a vender una vieja cerradura embalada en la caja de una cara cámara fotográfica de importación. En cuanto llegó a sus manos un libro sobre los billetes falsos, ideó una estafa al instante y escogió a la víctima, que no fue un desconocido sino un amigo suyo, encontró a un falsificador de moneda y le encargó fabricar los billetes con los que ágilmente sustituyó el dinero de su confiado deudor; de este modo, le obligó a pagarle la deuda dos veces. Apasionado, convencido de ser un favorito de la fortuna, alegre, ocurrente, un hombre con suerte. Veinte años de ejercicio intenso de trastadas pequeñas y grandes, y ni un solo patinazo. En los archivos policiales no había ni una mención de su nombre, ni siquiera tenía multas de tráfico. Quizás era un conductor prudente, quizá tenía una sonrisa encantadora, sobre todo si esa sonrisa dejaba a la vista unos dientes cerrados sobre un billete verde.

Si daba credibilidad a los testigos, en los últimos tiempos la suerte parecía haberle dado la espalda a Alexandr Vladímirovich. Unos cuatro meses antes de morir, se le frustró un negocio de cierto bulto. Aquél fue el primer chasco serio que se llevó en muchos años y Alexandr se lo tomó con filosofía: de acuerdo, la buena racha no tenía por qué ser permanente, la rueda de la fortuna debía dar alguna vuelta de vez en cuando, ¿no? Pero cuando, aquella misma semana, tropezó con otro revés, se preocupó en serio. ¿Sería posible que Sasha el Whist estuviera quemado? Nunca le había ocurrido nada semejante, nunca había perdido al póquer cantidades tan enormes. En realidad, no perdía prácticamente nunca, se las ingeniaba para confundir a otros jugadores aun cuando el naipe se negaba a acudir. Para conseguirlo, hacía falta ser capaz de mantener la concentración durante muchas y largas horas, una capacidad de la que el Whist siempre había alardeado. Lo normal era que sus adversarios se cansasen, empezasen a cometer errores, se olvidasen de los naipes descartados. En cambio, el Whist era infatigable y después de cinco horas de juego memorizaba las combinaciones y contaba los naipes con la misma facilidad que al comienzo de la mano. ¿Sería posible que su primera gran pérdida en el juego augurase su envejecimiento, el decaimiento de la memoria y de la atención? Pero sólo tenía cuarenta y tres años, estaba en la flor de la vida. Necesitaba demostrar que la suerte seguía favoreciéndole, que todo lo ocurrido no había sido más que un disgusto pasajero que no tenía la menor relevancia.

Se asió con vehemencia a cualquier negocio que un juez mínimamente objetivo no hubiese dudado en calificar de estafa, y se sentó ante el tapete verde más a menudo que de costumbre. Al principio todo iba bien, y ya empezaba a animarse cuando volvieron a lloverle los infortunios. Galaktiónov amansó el trote, según indicaban algunas frases suyas citadas por los testigos. Decidió hacer un balance y analizar las causas de sus desdichas. Todos los testigos afirmaban que no estaba deprimido ni daba señales de abatimiento sino que, por el contrario, parecía intrigado, como lo estaría un científico, un entomólogo, al tropezar en el Polo Norte con una mariposa del trópico. Galaktiónov seguía mostrándose ocurrente y encantador, y obviamente no se había dejado marcar por el sello indeleble de perdedor.

Hasta el mismo día de su asesinato no conoció nuevos fracasos. Había testimonios de que unos días antes de morir había recuperado de pronto toda su vitalidad y en una ocasión su mujer le oyó decir:

– Bueno, no pasa nada, incluso si la diosa Fortuna se ha echado a dormir, el talento sigue despierto, no es nada fácil mandar el talento al garete. Pero cuando, encima, se despierte también la fortuna, ¡ya veréis la que armaremos entonces!

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