– ¡Gatito! -le llamó con alegría-. ¡Soy yo!
No recibió respuesta. Inna se despojó de las sucias botas deprisa y, sin quitarse siquiera el chaquetón de piel, irrumpió en tromba en el dormitorio. Yula estaba tumbada sobre la cama con un libro en las manos; su larga melena rojiza, resaltada por el color azul de la almohada, resplandecía con brillos dorados; la expresión de su bello rostro era la de displicencia y aburrimiento.
– Gatito, ¿por qué no me contestas? ¿Te encuentras mal? -preguntó Inna con cariño.
– Regular -murmuró Yula, apática.
– La cena estará lista enseguida. ¿Te apetece una ensalada de cangrejo? He comprado…
– Buah -masculló con la misma apatía la joven-. Quiero champiñones, te lo dije ayer. Quiero gallina con champiñones. Y gambas a la marinera.
– Te he comprado todo esto, gatito, no te enfades, dentro de nada te traigo todo eso que dices -respondió Inna nerviosa.
– ¿De veras?
Yula se animó visiblemente. Parecía mentira que esa muchacha tan joven tuviera esa pasión por la alta cocina. Comía poco, mantenía una silueta esbelta y grácil, pero sus preferencias gastronómicas eran realmente principescas, y era consciente de que Inna, cegada por el amor, se desvivía por complacerla.
Inna le sirvió la cena en la cama. Se sentó en el borde, observando con emoción a Yula, que englutía con buen apetito las gambas preparadas al vapor y aliñadas con una salsa especial.
– ¿Está bueno? -le preguntó Inna con expectación.
– Regular -contestó la joven con indiferencia-. Me habías prometido llevarme al Mediterráneo, allí en los restaurantes se pueden comer ostras, gambas y langostinos. ¿Cuándo iremos?
– Pronto, gatito. Pronto tendremos mucho dinero, muchísimo. No sé si voy a poder acompañarte, pero no te importará hacer el viaje sola, ¿verdad?
Inna tenía muchas ganas de oír que era una pena que no pudieran ir al Mediterráneo juntas. Sin embargo, tal como esperaba, la respuesta que recibió fue distinta.
– Vale, a mí no me importa nada ir sola. Incluso será mejor así. Entonces ¿qué? ¿Cuándo me marcho?
– No sabría darte la fecha exacta. Creo que tendré el dinero dentro de dos o, como mucho, tres meses. Estamos en enero, así que lo más probable es que en mayo puedas marcharte.
– De acuerdo -dijo Yula satisfecha-. Entonces, en mayo me voy a Italia, a la playa, a comer ostras.
En la cocina, Inna fregó escrupulosamente los platos y limpió el suelo con un trapo húmedo. Tenía que mantener el piso impoluto porque a Yula le gustaba andar descalza y se pasaba los días ataviada con un salto de cama, a veces blanco, a veces azul celeste, a veces malva, y cuidado con que se encontrase sobre la mesa de la cocina el circulito húmedo dejado por una taza de café o por un bote de mermelada.
Al terminar la limpieza, se metió en el cuarto de baño. Se quitó la falda y la blusa, oscuras y formales. Una vez en paños menores, se echó por costumbre una mirada al espejo. Hombros rectos, un torso macizo, una cintura totalmente inexistente y caderas estrechas y vigorosas. Una cara sin atractivos, de rasgos toscos. Pelo cortado casi al rape y con canas prematuras. «Cierto, Inna Litvínova, eres cualquier cosa menos una belleza pero, en el fondo, es lo de menos. Un hombre no tiene por qué ser guapo, con que sea un poquito menos feo que un gorila, resulta más que suficiente.»
Debajo de la ducha pensó con ternura en Yula, en sus cabellos de oro y en su cuerpo blanco como la leche tendido sobre la sábana azul, y sintió cómo en la parte baja del abdomen nacía una agradable y extenuante pesadez. Yúlechka… Yúlechka… Gatito…
Dima Krásnikov nació en 1979 en la ciudad de Sarátov. Su madre, Vera Borísovna Bobrova, nunca se casó. No obstante, a los cuarenta y tres años de edad, tras doctorarse y comprar un piso, pensó que ya era hora de conocer los placeres de la maternidad. Sus padres ya estaban viejos y la perspectiva de quedarse completamente sola en este mundo le parecía espantosa.
Fue «a por el embarazo» a un balneario del sur pero la primera vez no hubo suerte. Al año siguiente repitió el intento y tampoco tuvo éxito. Vera quería concebir un hijo de un hombre sano y abstemio; le encontró sólo al final de su estancia en el balneario y, aunque consiguió meterle en su cama, no se quedó embarazada. El tercer viaje sí aportó el resultado deseado pero el médico le advirtió que parir por primera vez a los cuarenta y cinco años de edad era arriesgado. El padre de Vera ya había fallecido, su madre había rebasado los setenta y su salud dejaba que desear. La perspectiva de quedar más sola que la una se le estaba echando encima, y Vera decidió desoír las recomendaciones del médico, quien insistía en que reflexionase, le mostraba los resultados de los análisis y el cardiograma y le hablaba de la alta probabilidad de un desenlace fatal.
Los pronósticos del médico se cumplieron de pleno. La prima de Vera Borísovna, Olia Bobrova, moscovita de pura cepa que por aquel entonces trabajaba como maestra de lengua y literatura rusas en Kursk -destino que le fue asignado al terminar el Instituto Pedagógico y donde el contrato de licenciatura la obligaba a permanecer por un plazo de tres años-, fue a Sarátov nada más enterarse de su muerte.
– Tía Liuba, permítame que me lleve al niño conmigo -le propuso a su tía-. Usted sola no podrá criarle, y mandarle al orfanato cuando tiene parientes vivos sería un cargo de conciencia.
La madre de Vera Borísovna reconoció que las palabras de su sobrina estaban cargadas de razón. Olga le puso al niño Dmitri y realizó todas las gestiones con rapidez y facilidad gracias a que la difunta prima y Olga tenían el mismo apellido: ambas llevaban el de sus padres, que eran hermanos de sangre. Gracias a esto, en la mayor parte de instancias, el hecho de que Olga Bobrova tramitara documentos para Dmitri Bobrov no provocó ni preguntas ni dudas.
En el momento en que tenían lugar estos tristes acontecimientos, el contrato de Olga estaba tocando a su fin. Dentro de dos meses y medio volvería a Moscú, a casa de sus padres, y un mes más tarde se celebraría su boda con Pável Krásnikov, maestro de historia que trabajaba en el mismo colegio que Olga.
– ¿Podrás dejar al niño en Sarátov durante una temporada? -le preguntó Pável cuando Olga le llamó entusiasmada a Kursk para informarle del paso que acababa de dar.
– ¿Para qué? -inquirió Olga, poniéndose en guardia.
– Nos casaremos aquí, en Kursk, luego iremos a Sarátov y tramitaremos el cambio del apellido del niño. Después escribirás una carta a tus padres diciéndoles que lo lamentas muchísimo, que has dado a luz un mes antes de la boda, que tenías vergüenza de contarles que estabas embarazada. Dirás: «En breve, queridos míos, volveré junto con mi marido e hijo para instalarnos definitivamente en la capital de nuestra patria, la Ciudad-Héroe [1]de Moscú».
– ¿Y para qué quieres que lo hagamos? -preguntó Olia desconcertada-. ¿A qué vienen esos enredos?
– No soy partidario de la publicidad innecesaria -le explicó el novio-. Cuanta menos gente esté enterada de la adopción, más tranquila será nuestra vida en el futuro. Si traes al niño a Kursk ahora, todos comprenderán qué ha pasado, ya que aquí nadie te ha visto embarazada. Si lo hacemos como te he dicho, saldrás de aquí simplemente casada pero llegarás a Moscú como una flamante madre feliz. Todos los que están al corriente de la adopción, se quedarán en Sarátov. ¿Entiendes?
– ¿Quieres decir que incluso tengo que ocultárselo a mis padres? Pues no servirá de nada, porque la tía Liuba les contará la verdad. Además, saben que Vera murió en el posparto.
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