– Pero si Lepioskin tampoco nos deja ver el sumario a nosotros -objetó Korotkov-. Lo único que podemos darle a Olshanski es lo que hemos hecho nosotros, pero no tenemos ni idea de a quién o cómo ha interrogado Lepioskin. Sólo tenemos algo así como una idea general, a partir de lo que tuvo a bien mascullarnos entre dientes.
– Chicos, hay que echarle una mano a Kostia.
– Claro que sí, Víctor Alexéyevich, ni que decir tiene, Olshanski es un tío legal, con ése se puede trabajar. Le ayudaremos. Oiga, ¿por qué no se encarga él del caso de Galaktiónov?
– ¿Y cómo queréis que se haga cargo, eh? ¿Quién es Olshanski para quitarles los casos a otros? Para hacerlo, debería, como mínimo, probar que el asesinato y la divulgación del secreto pueden ser unidos en una misma causa penal. ¿Tienes motivos para pensar que eso es así? Exactamente, eso es, no los tienes. Yo tampoco los tengo. Y él, tampoco. Segundo, habría que demostrar que esa nueva causa combinada debe llevarla Olshanski y no Lepioskin. Por regla general, el expediente del crimen menos grave se agrega al del más grave, y no al revés. Es posible quitarle el caso de la adopción a Kostia para entregárselo al degenerado de Lepioskin. Pero lo contrario es poco probable.
Después de salir del despacho del jefe, Nastia se estaba acercando al suyo cuando la abordó Misha Dotsenko, alto y de ojos negros, el detective más joven del Departamento de Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves.
– Anastasia Pávlovna, ¿puedo hablar con usted?
– Adelante, Misha, entre.
Le sonrió con amabilidad y le dejó pasar. Misha le caía bien porque era tenaz, tenía un deseo inextinguible de aprender cosas nuevas y se caracterizaba por una sinceridad, un candor y una ingenuidad casi infantiles. El propio Misha trataba a Kaménskaya con timidez, le hablaba sin apearle nunca el patronímico, cosa que en todos esos tres años no había dejado de turbarla y de sacarle los colores, pero el joven se negaba en redondo a tutearla.
– ¿Le apetece un café? -le preguntó sacando del armario una gran jarra de cerámica y un infiernillo.
Era incapaz de sobrevivir más de dos horas sin café, y si no conseguía meterse al coleto una taza de líquido caliente y fuerte a tiempo, las fuerzas le fallaban, la atención se dispersaba y los ojos se le cerraban.
– Muchísimas gracias, si no es una molestia -contestó Misha con timidez-. Anastasia Pávlovna, ¿podría explicarme qué ocurre con Lepioskin? No he entendido bien a qué se refería Víctor Alexéyevich.
Misha Dotsenko tenía un rasgo distintivo más: era el único funcionario del departamento de Gordéyev que nunca llamaba a su jefe el Buñuelo, ni a sus espaldas ni en pensamientos.
– Verá, Míshenka, yo misma me acabo de enterar esta mañana. Resulta que hace algún tiempo la mujer dejó a Igor Yevguényevich por un hombre rico y guapo. Sospecho que hubo algo más que eso pero usted es demasiado joven y no necesita saber ciertos detalles sucios. Igor Yevguényevich se lo tomó muy a pecho, tanto que, al parecer, se formó una idea propia sobre el adulterio. El hombre, ya sea soltero o casado, puede hacer lo que le venga en gana, pero la mujer que le pone los cuernos a su marido se merece todos los reproches. Odia a su ex pero no culpa en absoluto a su nuevo marido. ¿Lo entiende?
– De momento, sí -dijo Misha sin apartar de Nastia la atenta mirada de sus ojos negros-. El agua está hirviendo.
– Gracias.
Se volvió hacia la mesilla donde había colocado la jarra y el infiernillo y sacó la clavija del enchufe.
– ¿Lo quiere fuerte?
– Mediano.
– ¿Azúcar?
– Dos terrones, por favor, si no es mucha molestia.
– No lo es, aquí tiene -respondió Nastia, y le echó en la taza dos terrones de azúcar-. Míshenka, sus buenos modales me traen de cabeza. ¿A usted mismo no le cansan? Bueno, perdone, he dicho una barbaridad. Volvamos a Lepioskin. Cuando a Igor Yevguényevich le toca hablar con una mujer que tiene amante, su conversación ya se puede dar por perdida. Se muestra extremadamente brusco, intolerante, mal educado, incluso grosero, no para de darle a entender que su comportamiento va en contra de las normas morales y que, en general, no tiene nada que hacer entre los seres humanos. Bien entendido, en estas condiciones, prácticamente cualquier mujer se encerrará en sí misma y no dirá una palabra de más, con tal de perder de vista a ese desagradable sujeto cuanto antes. Además, como Galaktiónov no se privaba de relaciones amorosas ni de aventuras de una noche, resulta más que evidente que sus amigas constituyen una parte considerable de las fuentes de información para este caso. Por ello esta mañana nos hemos visto obligados a poner en tela de juicio la validez de las informaciones procedentes de esas fuentes, al menos en lo que se refiere a su integridad, es decir, a que no les falte nada. Kostia Olshanski sabe muy bien cómo es Lepioskin, y me lo ha explicado todo con detalle.
– ¿No quiere contármelo?
– ¿El qué? -preguntó Nastia confusa.
– Lo que le ha dicho Olshanski. Nunca había oído nada de eso hasta ahora, cuando lo ha mencionado Víctor Alexéyevich.
– Ay, Míshenka, querido, ¡perdóneme, por el amor de Dios! -exclamó Nastia dándose cuenta de su despiste.
En efecto, antes de empezar la reunión operativa, no había tenido tiempo de hablar con Misha, y ahora parecía que, al no haberle explicado nada, había apartado a su joven compañero del caso.
– Mire, lo que pasa es que echar la culpa a un difunto resulta feo pero, por desgracia, ocurre muy a menudo. Olshanski sospecha que el chantajista, Líkov, está mintiendo y que la información sobre la adopción no procede de Galaktiónov. Comprobarlo es muy difícil pero Olshanski se ha agarrado a este caso como si fuera un hueso, y él, un perro. Quiere que le ayudemos en lo posible. Por un lado, tenemos al matrimonio Krásnikov y, por otro, a Galaktiónov, que presuntamente estaba enterado del secreto de esta familia. Nos corresponde intentar trazar una línea que los una. Para conseguirlo, hemos acordado que Konstantín Mijáilovich avanzará hacia nosotros desde el lado de los Krásnikov y de su entorno, mientras que nosotros, por nuestra parte, volveremos a analizar el círculo de amistades de Galaktiónov, y esta vez lo haremos teniendo en cuenta los contactos con la gente relacionada con los Krásnikov. ¿Capta la idea?
– Ahora sí, ahora lo he comprendido todo -dijo Dotsenko sonriendo con alivio.
– Bueno, pues si lo ha comprendido, manos a la obra. Tráigame todo lo que tiene sobre Galaktiónov, lo ordenaré dentro de un sistema, mientras que usted, Míshenka, entrevista a las testigos que interrogó Lepioskin. Invéntese algún cuento convincente, suélteles cualquier rollo pero procure hacerlas hablar. Ni uno solo de los testigos que hemos interrogado nosotros ha dicho una palabra que nos permita suponer cómo pudo Galaktiónov haber accedido a la información sobre la adopción. Nadie ha mencionado ni que tuviera amigos en los juzgados de primera instancia, ni que tuviera relación con las clínicas de maternidad, ni que estuviera nunca en la ciudad de Sarátov, donde el chico nació y fue adoptado. ¿No lo habría soñado, verdad?
Alguien tuvo que habérselo dicho. Y nosotros debemos identificar a ese alguien.
Cuando Mijaíl le entregó todas las libretas con los apuntes sobre el caso de Galaktiónov, Anastasia Kaménskaya se encerró' en su despacho, se preparó otro café, despejó la mesa y quedó absorta revisando la lista de los que habían mantenido unas u otras relaciones con Galaktiónov Alexandr Vladímirovich.
Inna Litvínova, bajita, ancha de hombros y de constitución robusta, subía la escalera con ligereza; llevaba una abultada cartera en una mano y una pesada bolsa de la compra en la otra. En cuanto abrió la puerta del piso y entró en el recibidor, supo enseguida que Yula estaba en casa.
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