Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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Durante todo el viaje en metro, Nastia no dejaba de notar el asqueroso chapoteo en el interior de las botas, pero una vez en la calle pensó que el mal ya estaba hecho; puesto que ya tenía los pies completamente empapados, dejó de mirar a la acera y se entregó a otras reflexiones. Semejante ligereza condujo a que, en los pocos minutos que necesitaba para llegar desde la estación de metro Chéjov hasta Petrovka, se las arreglase para meterse en cuatro charcos como mínimo. Ahora, además de la humedad el frío también le torturaba los pies.

Al entrar en el despacho, se quitó las botas y se miró los pies con perplejidad. Las medias estaban empapadas. Gotas de agua se deslizaban despacio por ellas para caer con tristeza al suelo. Echó la llave, se quitó los téjanos, luego, las medias y se quedó pensativa, tratando de decidir qué era lo que tenía que hacer.

Alguien movió el pomo de la puerta, después llamó.

– Abre, Aska, te he visto llegar. Vamos, abre, tengo que decirte algo.

Era la voz de Yura Korotkov, amigo y colega de Nastia, que la había escogido de confidente y siempre compartía con ella sus problemas sentimentales, que en su vida nunca escaseaban.

– No puedo -le contestó sin abrir la puerta-. Me estoy cambiando.

– Tonterías, abre, no voy a mirar -insistió Korotkov.

– ¡Y dale! -replicó Nastia flemáticamente mientras extraía del armario el uniforme: la falda, la camisa y la guerrera con charreteras de comandante.

Lo malo era que tenía que ponerse los zapatos sin medias ni calcetines, pero no le quedaba otro remedio, sus intentos de acostumbrarse a llevar en el bolso unas medias de repuesto no habían servido de nada.

– Venga ya, Aska -rezongaba con voz quejumbrosa Korotkov al otro lado de la puerta, tirando del pomo con desesperación-. Tengo que contarte una cosa, si no, reviento.

– Oye, un poco de paciencia -respondió Nastia enfadada-. Si has aguantado toda la noche, no te pasará nada por esperar un poquitín más.

– Toda la noche, no, nada de eso -volvió a protestar Yura-. Acabo de enterarme, y he venido corriendo para contártelo. Se trata de Galaktiónov. ¿Qué, me abres o no?

La puerta se entornó lentamente. Cuando se trataba de asuntos de trabajo, Anastasia Kaménskaya se olvidaba del decoro, de modo que apareció delante de Korotkov ataviada con la falda gris de uniforme y una camiseta blanca nada seria. Iba descalza y en las manos sostenía la guerrera azul.

– Entra, deprisa -le susurró, y volvió a cerrar la puerta con llave-. Vamos, desembucha, cuéntame qué ha pasado.

– Kostia Olshanski acaba de llamar al Buñuelo para hablarle de Galaktiónov. Yo estaba en su despacho, lo he oído todo.

– ¿Olshanski? -dijo Nastia con extrañeza-. ¿Qué tiene que ver Olshanski con esto? El caso de Galaktiónov lo lleva Igor Lepioskin. ¿Es que se lo han quitado?

– Ahí está. Hasta donde he podido entender, de las respuestas del Buñuelo se desprende que Kostia ha encontrado una relación entre un caso completamente distinto y el de Galaktiónov. Dentro de media hora tenemos la reunión operativa, el Buñuelo volverá a exigirnos cuentas sobre su asesinato, y tú tienes cero conclusiones, tú misma me lo dijiste ayer. Date prisa y llama a Kostia, tal vez en esa media hora se te ocurre algo.

– Yura, eres un verdadero amigo. Lo único que me temo es que Kostia me recomiende visitar cierto lugar muy, pero que muy alejado. Ya sabes lo que suele echar por su boca. Hazme el favor, abróchame la corbata.

– Oye, acabo de darme cuenta, ¿a qué viene ese uniforme?

– A que tengo las botas llenas de agua y los téjanos mojados casi hasta la rodilla. Los he puesto a secar -explicó Nastia intentando encajar los pies en los zapatos estrechos e incómodos.

– ¿Te llevas mal con Kostia? -preguntó Korotkov, abriendo el ventanillo y sacando un paquete de tabaco-. ¿Cómo es que te da miedo llamarle?

– Nos llevamos regular. Simplemente no me gusta la gente mal educada.

– Ay, amiga, eres demasiado sensible, trabajando en lo que trabajamos hay que ser más sencillos.

– No acaba de perdonarme lo de Lártsev. Por lo demás, yo tampoco acabo de perdonármelo a mí misma.

– Déjate ya de tonterías, Aska, nadie tuvo la culpa de lo que ocurrió. Kostia lo entiende perfectamente. No le des más vueltas. Vamos, anda, llámale. A lo mejor, si aunamos los esfuerzos, conseguiremos apañar algo para dejar al Buñuelo contento.

Pero sus esperanzas se frustraron, o casi. Olshanski se mostró altivo y correcto, prescindió de las habituales pullas, pero lo que se dignó comunicarles no era en absoluto suficiente para preparar un informe que a su jefe le pareciera mínimamente aceptable.

Con las mejores intenciones, los subordinados habían distinguido al coronel Víctor Alexéyevich Gordéyev con el apodo de Buñuelo. Hacía unos treinta años que nadie se permitía tomarle a broma, y el apodo -que se le había adherido en sus años mozos y se mantenía pasando de generación en generación, pues los jubilados lo transmitían a los recién llegados- poseía en la actualidad unas connotaciones poco menos que amenazadoras. «No hagáis caso de mi figura oronda ni de mi cabeza calva, lo que soy en realidad es una bola de plomo.»

Abrió la reunión operativa, como de costumbre, en tono calmoso y amable. Pero todos sus subordinados sabían que, aunque a uno de ellos le esperase una amonestación seria, el Buñuelo nunca lo dejaría traslucir de antemano. Les tenía cariño a sus chicos, los trataba con respeto, convencido como estaba de que los tirones de orejas innecesarios y, sobre todo, prematuros no facilitaban en absoluto la investigación de crímenes violentos graves.

– ¿Cómo es que llevo tanto tiempo sin tener noticias del caso del parque Bítsev? -preguntó Gordéyev-. Lesnikov, le escucho.

Igor Lesnikov, el detective más atractivo y, al mismo tiempo, uno de los funcionarios más meticulosos, serios y eficientes de Petrovka, procedió a informar con profusos detalles sobre el trabajo efectuado con el fin de resolver una serie de violaciones ocurridas en un solo mes en el parque Bítsev. Llevaban ya cuatro meses investigando el caso y el fervor inicial había decaído; cuando eso ocurría, el Buñuelo les pedía informes aproximadamente una vez a la semana. Nastia escuchaba con atención a Igor, luchando por no pensar en el asesinato de Galaktiónov, pues había hecho una considerable aportación en la labor de la investigación de las violaciones de Bítsev, había trabajado larga y minuciosamente creando un esquema que le permitiese establecer los factores comunes a todos los crímenes. Partiendo de esos factores comunes, Nastia e Igor trazaron un perfil psicológico del criminal, definieron las características de su comportamiento y ahora, con paciencia y perseverancia, estaban investigando a todos los sospechosos posibles. Mejor dicho, era el propio Igor quien los investigaba y cada tarde le presentaba los resultados de sus desvelos a Nastia, que se encargaba de analizar la información recibida.

– Vais despacio, muy despacio -gruñó Gordéyev-. Pero, visto todo en su conjunto, creo que estáis avanzando en buena dirección. Bueno, ahora, el asesinato de Galaktiónov. ¿Quién puede informarme? ¿Kaménskaya?

– Con su permiso, Víctor Alexéyevich, le voy a informar yo -incidió Korotkov-. Se han planteado nuevas circunstancias. El círculo de amistades de Galaktiónov es extraordinariamente amplio, como por lo demás ya sabe. Durante tres semanas hemos interrogado a más de setenta personas susceptibles de proporcionarnos información tanto sobre el propio Galaktiónov como sobre los posibles motivos de su asesinato. Sólo hace tres días creíamos…

– ¿Creíamos? ¿Quiénes? -le interrumpió el Buñuelo con sorna-. ¿Yo? ¿Anastasia? ¿El zar Nicolás Segundo?

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