– Kostia, necesito que conviertas este caso en una obra de orfebrería.
Con estas palabras, el jefe le tendió a Olshanski una carpeta delgada que sólo contenía unas pocas hojas.
– ¿Qué es esto? -preguntó Olshanski cogiendo el sumario de la causa penal, todavía casi ingrávida.
– Se trata de un caso de delito contra la intimidad mediante llamadas telefónicas agravado con la extorsión. Cierto ciudadano exige al matrimonio Krasnikov dinero amenazándoles con divulgar el secreto de la adopción de su hijo.
– No he comprendido nada.
Konstantín Mijáilovich colocó la carpeta sobre la mesa con suma delicadeza como si pudiera explotar.
– Los gamberros que usan el teléfono para hacer sus gamberradas no son de nuestra incumbencia, es la policía la que se ocupa de esas cosas. ¿Para qué me necesitas?
– Te necesito para que instruyas un caso de divulgación del secreto de adopción.
Olshanski abrió la carpeta y hojeó los documentos, leyéndolos «en diagonal».
– Falta la declaración de las víctimas sobre la divulgación del secreto. Lo único que hay aquí son denuncias de llamadas molestas realizadas por un ciudadano sin identificar.
– Incoarás la causa de la divulgación del secreto -dijo el jefe-. Eres juez de instrucción nato, te viene que ni pintado.
Olshanski le miró con suspicacia.
– ¿Quieres explicarme por qué he de hacerlo? ¿Qué es lo que te propones? Y, por cierto, ¿cómo es que un caso de agresión verbal ha ido a parar a tus manos?
– No me propongo nada en especial, Kostia. ¿Qué te pasa, amigo, que en todo ves una trampa? El fiscal de la ciudad realizó una comprobación por muestreo de las causas abiertas por los fiscales de la provincia, y dio con una carta de la DI, la Dirección del Interior, de nuestra provincia. En ella se le solicitaba autorizar la escucha de las conversaciones efectuadas desde el teléfono instalado en el piso de los ciudadanos Krásnikov, en relación con una denuncia presentada por estos últimos contra un comunicante anónimo que sistemáticamente les amenaza con divulgar el secreto de la adopción y les exige dinero a cambio de su silencio. El fiscal ha planteado a los funcionarios de la policía una pregunta perfectamente legítima: ¿por qué medios el listillo del chantajista pudo enterarse de un secreto celosamente guardado? Sin lugar a dudas, alguien tuvo que contárselo y, con eso mismo, incurrir en el delito de divulgación de secreto. Dicho delito está contemplado en el apartado 1 del artículo 124 de nuestro fervorosamente amado, y de momento por nadie abolido, Código Penal. Ésta es toda la historia.
– No me convence -dijo el juez de instrucción cabeceando-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí este atestado? ¿Qué pasa, es que los Krásnikov esos tienen amistad con nuestro fiscal? ¿Por qué no ha enviado el expediente a la Fiscalía Provincial?
– Por qué, por qué -rezongó el jefe de la unidad de instrucción-. Porque sí. Porque le ha venido en gana obtener un sumario ejemplar, paradigmático, algo así como un libro de texto para los jóvenes jueces de instrucción, un sumario que les sirva de modelo. Hace cinco años nada más, ¿quién iba a suponer que un día nos tocaría instruir expedientes sobre los delitos de injurias y calumnias? En aquel entonces, aparecía uno cada cien años, y los jueces los procesaban como querellas presentadas por la acusación particular. Ahora, en cambio, tenemos las cajas fuertes llenas a reventar de causas de la protección del honor y de la dignidad. Está claro que no son sumarios penales sino civiles pero, de todas formas, supervisarlos entra en las atribuciones de la Fiscalía. Además, la divulgación del secreto de adopción, lo quieras o no, nos corresponde a nosotros, por narices, y de un día para otro esta clase de sumarios empezarán a llegar aquí a raudales, saldrán a chorros como sale el arroz de un saco roto.
– ¿De dónde procede tal pronóstico?
– De nuestros analistas, de dónde si no.
– ¿Y desde cuándo te crees todo lo que te dicen? -le espetó Konstantín Mijáilovich soltando una risita despectiva.
– Bueno… No siempre, pero en este caso sí que me lo creo. El dinero puede comprar cualquier información, y cuanto más dinero tiene la gente, más a menudo lo utiliza precisamente con este fin. Esto es lo primero. Y lo segundo: la divulgación de un secreto puede ser un buen instrumento para obligar al imputado a soltar la pasta, a pagar con dinero contante y sonante por los daños morales causados. Así que tenemos que estar preparados para procesar esta clase de denuncias, para que nadie, ni los abogados ni los jueces, puedan echarnos en cara que no sabemos recoger pruebas o presentarlas como Dios manda. El extinto KGB sabía «montar» las causas de este tipo a la perfección, la divulgación del secreto de estado era para ellos pan comido. A nosotros, en cambio, nos falta todavía aprender a hacerlo. Quiero que reflexiones sobre ello, que elabores todo un sistema de la instrucción de los sumarios de este tipo, que definas las posibles procedencias de las pruebas, que redactes prototipos de protocolos y resoluciones. Con este fin te doy el caso de los Krásnikov. De todos los jueces de instrucción eres el más preparado, nadie más podrá hacerlo como es debido. Confío en ti, Kostia, confío en tu profesionalidad y en tu habilidad. Sé que no me fallarás y que no pasaré vergüenza cuando tenga que presentar tu sumario al fiscal.
– Tu confianza me halaga -dijo Olshanski inclinándose, con sonrisa socarrona, en una esmerada reverencia-. Por lo que veo, cuando se trata de cocinar casos modélicos, Kostia es imprescindible. Pero en cuanto se menciona una subvención, entonces, querido Konstantín Mijáilovich, lamentándolo mucho, debemos comunicarle que su petición ha sido denegada. Tienes un morro que te lo pisas, amigo mío.
El jefe torció el gesto, disgustado.
– Vamos, vamos, lo de la subvención es agua pasada. Sabes muy bien que en aquel momento la caja no tenía liquidez. Ya se te explicó entonces.
– Cómo no. Tenían lo justo para pagarte una prima equivalente a tres salarios mensuales. Oye, no me vengas con cuentos. Instruiré esta causa y cumpliré con tu encargo, pero no hace falta que me tires flores ni que me jures tu amistad. Para mí, con tenerte de jefe me sobra y me basta.
– Hay que ver qué mala baba tienes, Konstantín -se lamentó el jefe de la unidad de instrucción.
– Mala o buena, es toda la que tengo, en el almacén no queda otra, tómala o déjala, es oferta limitada -repuso Olshanski desabrido, y abandonó el despacho de su superior, con el delgado expediente penal bajo el brazo.
Leonid Líkov, de veintiocho años de edad, con una mitad de la cabeza calva y la otra cubierta de rizos muy, pero que muy rizados, con una tripita «cervecera» compacta y ojillos rápidos y brillantes, se revolvía en la silla frente a la mesa de Olshanski como un pez fuera del agua. Le habían detenido hacía unas horas, cuando una vez más utilizó el teléfono para tratar de convencer a Olga Krásnikova de que le regalara diez mil dólares a cambio de mantener en secreto la información que ya no tenía ningún valor. Y ahora Konstantín Mijáilovich le estaba sacando con pinzas la respuesta a la pregunta: ¿de quién había obtenido dicha información el propio Líkov?
– Me la proporcionó Galaktiónov Alexandr Vladímirovich -respondió Líkov bajando los ojos.
– ¿Para qué se la proporcionó? ¿Con qué fin? ¿Iban a compartir el dinero que pensaba cobrar a los Krásnikov?
– Nooo -protestó Líkov indignado-, Galaktiónov no se mezcla en esas cosas. Yo tenía deudas, y él me aconsejó sobre el modo de conseguir el dinero. Lo hizo desinteresadamente.
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