Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– ¿Y cómo se enteró él de la adopción?

– ¡Y yo qué sé! -contestó Líkov encogiéndose expresivamente de hombros.

– ¿No se lo preguntó?

– Nooo… ¿A mí qué más me da? Les llamé para probar, observé la reacción y comprendí que no me había mentido.

– ¿No tiene idea de cómo pudo haber conseguido aquella información? Procure recordar, Líkov. ¿No le mencionó algo que pudiera indicar que eran sus amigos o familiares? Piénselo.

– ¡No hay nada que pensar! Se lo digo sin sombra de duda, no lo sé. Fui a verle, le pregunté si podía prestarme un dinerillo por tres meses, con intereses, y él va y me dice que no es un fondo de beneficencia, que si estoy en apuros, aquí tengo un número, que por qué no intento pegarles un telefonazo, que se trata de un matrimonio que ha adoptado a un chico. Me dio los nombres, las señas, el teléfono. Eso fue todo.

– De acuerdo -contestó Olshanski suspirando-, deme los datos de ese tal Galaktiónov; voy a comprobar ese cuento chino. Dirección, teléfono, lugar de trabajo.

– ¡Pero si los tiene! -exclamó Líkov sinceramente extrañado.

– ¿Qué es lo que tengo? -inquirió Olshanski frunciendo el entrecejo.

Líkov calló mirando perplejo al juez instructor. Incluso dejó de removerse en la silla.

– Los d… Los datos… -tartamudeó.

– ¿Qué datos?

– De G… de G… de Galaktiónov. Ha muerto. Quiero decir, le han matado.

– ¿Qué?

Olshanski se arrancó las gafas bruscamente y fulminó con la mirada al desgraciado de Líkov. Konstantín Mijáilovich era muy miope y, detrás de las gruesas lentes, sus ojos parecían pequeños e inexpresivos. En realidad, tenía unos ojos hermosos, grandes y oscuros que, cuando el juez se disgustaba, se encendían con ira y literalmente dejaban al interlocutor clavado en su asiento. Siempre que, por supuesto, Konstantín Mijáilovich se acordase de quitarse las gafas en el momento oportuno.

– Haga el favor de repetir lo que acaba de decirme -le ordenó con una calma gélida-. Y procure no tartamudear.

– Galaktiónov Alexandr Vladímirovich fue asesinado hace unas tres semanas. A mí ya me interrogaron entonces. ¿Es que no lo sabía?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? -contestó el juez furioso-. No fui yo quien le interrogó. Vuelva a la celda y esfuércese por recordar todo lo que le dijo Galaktiónov cuando le proporcionó la información sobre los Krásnikov.

Pulsó un botón y llamó al guardia. Permaneció sentado un largo rato, frotándose con los dedos el puente de la nariz. Luego recogió de la mesa los papeles y abandonó el acogedor bloque de reclusión preventiva.

A la mañana siguiente tenía encima de la mesa la memoria de la causa criminal incoada con motivo del descubrimiento del cadáver del ciudadano Galaktiónov A.V. Encontraron a Galaktiónov en el piso de su amante cuatro días después de que su esposa presentara la denuncia de su desaparición. En el momento del hallazgo del cuerpo, Galaktiónov llevaba muerto una semana como mínimo. Su amante, Sitova Nadezhda Andréyevna, había pasado todo ese tiempo ingresada en una clínica por un embarazo ectópico. Causa de la muerte del interfecto: intoxicación con cianuro.

Como objeto de investigación de homicidio, Alexandr Galaktiónov demostró ser un personaje sumamente incómodo, ya que su círculo de amistades era tan amplio y sus actividades tan variadas, que un agente operativo joven alcanzaría la edad de jubilación sólo formulando y desechando posibles hipótesis. Primero, Galaktiónov era director del Departamento de Hipotecas de un banco comercial que grupos de toda índole escogían con regularidad como objetivo de sus maniobras. Segundo, era un mujeriego impenitente y absolutamente incapaz de comportarse con discreción, a consecuencia de lo cual cada poco tenía encontronazos tanto con los maridos y novios como con su propia esposa. Tercero y, quizá, lo más importante, era un tahúr de mucha nota. Por todo ello, había hipótesis en abundancia pero escaseaba gente que pudiera encargarse de comprobarlas.

Olshanski echó un vistazo a la lista de los amigos, conocidos y familiares de Galaktiónov que habían sido sometidos al interrogatorio, y en efecto, el nombre de Leonid Líkov constaba en ella. El espabilado chantajista no le había mentido. Konstantín Mijáilovich comprendió que se había metido en una situación de lo más idiota: si Líkov estaba enterado del fallecimiento de Galaktionov desde hacía tiempo, nada le impedía nombrarle como fuente de sus informaciones sobre los Krásnikov, suponiendo con razón que comprobar sus declaraciones resultaría imposible. Pero si no le había mentido al afirmar que fue Galaktiónov quien le proporcionó los datos de Dima Krásnikov, en este caso, para intentar detectar el hilo que conduciría al origen de las informaciones de marras, habría que volver a interrogar a toda la interminable lista de los allegados del difunto. Antes de echarse a ese espeso monte, valía la pena hablar una vez más con los denunciantes, los Krásnikov. Quién sabría mejor que ellos a qué manos pudo ir a parar la noticia sobre la adopción.

4

Los chorros de agua, abrasadoramente helados, le hicieron estremecerse y comprobó con satisfacción la plétora de energía que despertaban en él mientras se restregaba la piel con un guante de crin hasta hacerla enrojecer. Se secó con toalla de rizo y empezó a afeitarse disfrutando con el placentero ardor que se expandía por su cuerpo rescatado de la gélida ducha. Se sentó a desayunar con un humor excelente y engulló con mucho apetito unos huevos fritos, dos salchichas, unas tostadas con queso y el café.

– ¿No vas a llegar tarde? -le preguntó la mujer echando una mirada al reloj y enganchando en las orejas unos pendientes de plata-. Ya son las ocho y diez.

– Hoy trabajaré en casa, quiero terminar de una vez el artículo.

– Ay, qué envidia me das -dijo ella suspirando-. ¡Ojalá yo pudiera trabajar en casa! No sé cómo os lo montáis los tíos para buscaros esos chanchullos. Vale, pues me voy pitando. Cuando te apetezca parar un rato, ve a recoger los trajes a la tintorería, los recibos están encima de la nevera.

– Ya los recogeré, ya los recogeré -respondió el hombre afable-. Cuando saque a pasear a Diamante me acercaré a recogerlos.

Después de que la mujer se marchó, permaneció un rato sentado en la cocina, luego entró en la habitación, extrajo de su maletín unos papeles y los colocó en la mesa. El artículo estaba casi terminado, sólo faltaba escribir con rotulador negro las fórmulas y añadir dos o tres párrafos con las conclusiones. Una hora y media más tarde, el trabajo estaba terminado. Tecleó a máquina la última página, con el texto añadido, ordenó las hojas comprobando su numeración y las sujetó con un clip de plástico de color. Se quedó mirando la primera página, que encabezaban las mayúsculas del título del artículo, debajo del cual estaban impresos los nombres de los cuatro coautores. Sonrió, volvió a coger el rotulador y trazó alrededor de uno de los nombres un preciso rectángulo negro. Ahora sí que estaba satisfecho con su trabajo.

5

Al acercarse al edificio de la DGI, Dirección General del Interior, de Moscú situada en la calle Petrovka, Anastasia Kaménskaya pensó con angustia que, seguramente, no iba a eludir el resfriado. El primer charco en que, con su maña peculiar, metió el pie hasta el tobillo, se lo había encontrado nada más salir de casa. Sus botas se llenaron de agua por segunda vez cuando se acercaba a la entrada del metro. Las botas eran nuevas pero, a pesar de esto, dejaban pasar el agua. Al parecer, a los fabricantes ni se les ocurría suponer que alguien fuera a ponerse sus botas de piel con forro de invierno para caminar en medio del agua y el barro que llegaban hasta la rodilla. Evidentemente, la tecnología del calzado había perdido su carrera de competición con el efecto invernadero.

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