Sus compinches le secundaron riéndole la sucia chirigota.
A Vadim le tumbaron en el suelo y le dieron una fuerte patada en el vientre. Consiguió eludirla, o al menos atenuar el golpe, y se puso en pie rápidamente. Pero la pelea con una decena de hombres borrachos y enfurecidos no se parecía en nada a la lucha clásica de los entrenamientos en el gimnasio. En aquel espacio reducido, cercado por árboles y matorrales e invadido por las tinieblas, Vadim no tenía capacidad de maniobra. Al saltar a la derecha, se golpeó el hombro contra un árbol y gimió del dolor. Uno de los atacantes perdió el equilibrio y dio con su cuerpo en la tierra a los pies de Vadim arrastrándole consigo. Después de esta segunda caída, Vadim ya no volvió a levantarse. Lo único que pudo hacer fue taparse con las manos las zonas más sensibles del cuerpo para protegerlas de los crueles golpes. El último, asestado con un gran pedrusco en la nuca, ni siquiera lo sintió. Simplemente, en un instante estaba vivo y oía los gritos de Luba, desesperados y horribles, y sentía un gran dolor, y en el instante siguiente ya no oía nada y no sentía dolor. Estaba muerto.
Ya era medianoche y hacía una hora que Vadim tenía que haber llegado. ¿Por qué se retrasaba tanto? ¿Había cambiado de opinión? ¿O le había pasado algo?
¡Qué cansada estaba! Tenía la impresión de que su cuerpo se había adherido definitivamente a la silla y no había nada, ninguna fuerza o energía en el mundo, capaz de hacerla levantarse y caminar. Tan cansada estaba que no tenía fuerzas ni para dormirse. ¿Estaría envejeciendo? Menuda historia romántica la que iba a protagonizar, ahora que se había decidido a casarse: ¡a la vejez, viruelas!
Misha Dotsenko, en cambio, sí que era joven. No había escatimado esfuerzos para reavivar la memoria de Sitova, se las vio y se las deseó para conseguir que le señalase sin vacilar a uno de los cinco sospechosos, que «seguro, seguro no era». Luego, después de realizar la falsa detención de Lysakov, se agazapó en su piso, quieto como un ratoncito, montando guardia, protegiendo al hombre. A la hora de repartir las tareas, cuando decidían quién se encargaba de qué emboscada, quién iba a casa de Lysakov, quién a la de Sitova, no dio a entender ni con una palabra, ni con un gesto, ni con una mirada que prefería que le mandasen a proteger a Nadezhda y no a Guennadi Ivánovich. Y no porque se hubiera enamorado como un colegial y no soportara pasar un minuto sin ver a su adorada Nadiusa, sino porque en situaciones así uno solía fiarse mucho más de sí mismo que de los demás. Cuando alguien le inspiraba un sentimiento a uno, uno empezaba a creer que nadie más sabría socorrerle y salvaguardar a ese alguien de una desgracia. Pero si resultaba que su protección corría a cargo de otra persona y uno, consciente de que un peligro acechaba a su ser querido, estaba forzado a separarse de él, se exponía a sufrir un tormento infernal que muy pocos eran capaces de aguantar. Cada minuto, cada segundo, la imaginación se le disparaba pintándole imágenes de desastres, a cuál más horripilante, y uno iba enloqueciendo de la incertidumbre y de la imposibilidad de averiguar ahora mismo, en el acto, si todo estaba bien, si hacía falta su ayuda. Pero Misha supo aguantar ese tormento. Tuvo la fortaleza de permanecer un día y una noche en el piso de Lysakov y de abstenerse de llamar a Sitova porque Gordéyev así se lo había ordenado. Cualquiera sabía cuántas canas habrían aparecido durante ese día y esa noche en la mata de sus cabellos negros… No obstante, en cuanto detuvieron a Borozdín, le dio las gracias a Lysakov por su colaboración y su hospitalidad y, sin pérdida de tiempo, salió corriendo a ver a Nadezhda. ¿De dónde sacaría las fuerzas? Bueno, parecía obvio: de sus veintisiete años, de sujuventud…
El timbre del teléfono interior interrumpió sus reflexiones.
– Cantarada comandante, ¿ha pedido que la avisen cuando llegue Boitsov Vadim Serguéyevich?
– Sí, sí -dijo Nastia animándose al instante: ¡por fin!-. ¿Está aquí?
– No. Pero la unidad de guardia acaba de recibir un comunicado sobre el hallazgo del cadáver de un hombre de unos treinta años. Llevaba encima documentos que le identifican como Boitsov Vadim Serguéyevich. El grupo operativo está a punto de salir. ¿Quiere acompañarlo?
– Sí. Voy enseguida.
No recordaba cómo bajó la escalera, cómo se metió en el coche, cómo superó el trayecto desde el centro de Moscú hasta la periferia, hasta el distrito Este. Sólo volvió en sí al ver el jardincillo inundado del resplandor de focos portátiles, y en aquella luz mortecina y artificial, a Vadim, con el cráneo fracturado. El médico forense Ayrumián, que con dificultad sacó del coche su voluminoso corpachón, se inclinó jadeante sobre el cadáver. En algún lugar lejano, como le parecía a Nastia, a muchos, muchísimos kilómetros de allí, una muchacha jovencísima, ataviada con un largo abrigo color turquesa, se sacudía en sollozos histéricos, mientras a su lado, dos mujeres mayores intentaban en vano calmarla. Se sorprendió al ver aparecer delante de sí al policía del barrio, el mismo con quien hacía muy poco había hablado sobre la criminalidad del distrito Este. También el policía la reconoció y la saludó con una inclinación de cabeza.
– ¿Lo ve? -le dijo esbozando con la mano un gesto elocuente-. Eso es justamente lo que quería explicarle aquel día. ¿Qué tripa se les habrá roto? ¿Qué les habrá hecho el chico? ¿Qué tendrían contra él? Si al menos le hubiesen quitado dinero, o el reloj, o la bolsa, yo qué sé. Entonces se podría entender, el asesinato tendría un motivo, el robo. Seguiría siendo un asco pero sería un asco comprensible. ¿Pero eso? La testigo, Luba Vedenéyeva, dice que lo empezó todo un tipo que en su día estudió con ella en el mismo colegio. Nos ha dado su nombre. Hemos tardado menos de media hora en cogerles a todos, ahora están durmiendo la mona en el calabozo, ¿Cree que podrán decir algo sensato cuando les preguntemos por qué han matado a Boitsov? No. Y así se irán a la cárcel, sin comprender ni explicar nada. ¿Qué es lo que le pasa a esa gente? ¿Cómo les cabe tanta maldad?
Nastia se dio la vuelta y, despacio, arrastrando los pies con dificultad, se encaminó hacia el coche del grupo operativo. Se sentó en el asiento de atrás, se dobló como si la hubiese atacado un repentino dolor de estómago, y hundió la cara entre las manos. Estaba temblando. De cansancio. De tensión nerviosa. Del odio hacia Borozdín y Tomilin. De pena. Y de una compasión loca, que le partía el alma, que sentía por la gente que vivía en ese infierno y no tenía ni idea de lo que les estaba ocurriendo a sus hijos, a sus seres queridos y a sí mismos.
No iba a esperar hasta el jueves. Pediría a Liosa que la acompañara, ya que podía hablar de física con autoridad, y mañana mismo, no, ya sería hoy, a primera hora de la mañana, juntos irían a ver a ese adiposo degenerado, Tomilin. Si se negaba a recibirla en su despacho oficial, iría a verle a su casa. Le agarraría por las narices, no le dejaría en paz hasta que llamase al director del instituto y le ordenase desmontar la maldita antena. Al diablo con que era fiesta. Al diablo con que era el día de la Mujer Trabajadora. Les obligaría a desmontar la antena.
En cuanto a Merjánov, de ése se ocuparían los servicios de contraespionaje. Ese asunto no era de la incumbencia de Nastia. Su cometido consistía en investigar el asesinato de Galaktiónov y el robo de los sumarios del despacho del juez de instrucción Baklánov. Había resuelto estos crímenes. Su otro cometido era quitar la antena del tejado del instituto. Proteger a todos esos inocentes que tenían la mala suerte de vivir en el distrito Este. Procurar que Tomilin recibiese su merecido, ese trepa indocumentado y arrogante. Identificar a todos cuantos habían trabajado en la creación del aparato además de Borozdín y Voitóvich. Con toda seguridad, uno de ellos conocía a Boitsov aunque ahora ya no le sacaría ni una palabra. Bueno, ya se las arreglaría ella sola. Misha Dotsenko y Yura Korotkov le echarían una mano. Ojalá que consiguiese descansar un poco, recuperar al menos una migajita de fuerzas. Ojalá que se disolviese el nudo que se le había trabado en la garganta y que le impedía respirar y deglutir, ojalá que desapareciesen los escalofríos, y ojala que pudiese dormir un par de horas.
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