Alexandra Marínina - Morir por morir
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El piso tenía tres habitaciones: salón, dormitorio y estudio. Ni que decir tiene que empezó por el dormitorio. El dormitorio lo revelaría todo sobre la vida conyugal del implicado.
El lecho era amplio, a ambos lados de la cama había sendas mesillas de noche. Sobre cada mesilla, un despertador. La aguja de la alarma de uno marcaba las siete, la del otro, las siete y cuarto. «No es muy razonable -pensó Boitsov-.
Si uno de los cónyuges tiene que levantarse a las siete y el otro puede permanecer en la cama quince minutos más, ¿qué falta les hace el segundo despertador? El que se levanta antes puede despertar al otro un cuarto de hora más tarde. Probablemente, quien se levanta a las siete en punto es el dueño del piso, que enseguida saca a pasear al perro, por lo que a las siete y cuarto ya no está en casa. Pero ¿por qué no se despertarán juntos? Mientras él pasea al perro, ella prepara el desayuno…»
Vadim abrió el voluminoso armario ropero. Toda la ropa estaba colgada en las perchas y colocada sobre los estantes con algo más que simple orden. Los que guardaban su ropa en ese ropero no eran dos cónyuges que se amaban y que llevaban veinte años juntos sino dos huéspedes de un hotel que por accidente se habían visto obligados a compartir la misma habitación. No había un solo estante donde se guardasen las prendas masculinas y las femeninas juntas. No había una sola percha en la que estuviera colgada una blusa de mujer encima de una camisa de hombre, o una falda debajo de una americana. Todo estaba separado, aislado. Enajenado. Las cajas de zapatos de la señora estaban a la derecha, las del calzado del caballero, a la izquierda.
El contenido de las mesillas de noche le sorprendió aún más. En ambas había medicinas, y en su mayoría eran las mismas. Es decir, que cuando uno de los cónyuges enfermaba, se tomaba las pastillas de su respectiva mesilla, y no de un botiquín común del matrimonio. La situación resultaba evidente: el marido y la mujer coexistían en su piso, cada uno llevaba su vida, con sus propios problemas y secretos. Ninguno se entrometía en los asuntos del otro, cada uno guardaba celosamente sus secretos, no estaban unidos ni por la amistad ni por una intimidad verdadera. Había llegado el momento de echarle un vistazo al estudio.
Si lo que estaba buscando se encontraba en ese piso, sólo podía estar en el estudio.
Unos minutos más tarde, Vadim descubría la caja fuerte empotrada, y en el minuto siguiente, sudando hielo, se daba cuenta de que le había faltado poco para que todo el plan se fuese al garete. Abrir la caja fuerte no habría representado el menor problema para Boitsov, que tenía experiencia más que suficiente para que ni las cerraduras más sofisticadas pudieran resistírsele. Pero en el momento mismo en que se disponía a tirar de la pesada portezuela, se fijó en que el panel delantero parecía levemente combado. La caja fuerte llevaba incorporado un mecanismo que prendería fuego a su contenido instantáneamente en cuanto alguien intentase abrir la cerradura por un procedimiento que no era el debido. Y en ese momento la estaba abriendo precisamente por un procedimiento que no era el debido.
Vadim permaneció varios segundos pensativo mirando la caja fuerte, luego, oprimió la zona combada del panel delantero con un gesto decidido y abrió la portezuela. El examen superficial del contenido le probó que sus esfuerzos no habían sido en vano. Aquí estaba, aquí lo tenía, el sumario de la causa criminal abierta a raíz del asesinato de Yevguéniya Voitóvich y del suicidio de su marido, Grigori Voitóvich. Y aquí estaba también la carta que Voitóvich había escrito antes de morir y en la que lo contaba todo sobre el maldito aparato. Aunque sus palabras no las entendería cualquiera, para aquel que sí sabía de qué se trataba, cada palabra de esta carta estaba cargada de profundos significados. Pero a cualquiera que no estuviera enterado, la carta se le antojaría el delirio inconexo de un suicida chiflado.
Se descolgó del hombro la bolsa deportiva, extrajo de ella una cámara fotográfica equipada con un flash y tomó varias fotos. El estudio, la mesa y al lado, la caja fuerte abierta. Un primer plano: la mesa y la caja fuerte. Un encuadre separado: la caja fuerte con el sumario en su interior. Para que se pudiera leer bien la inscripción de la carpeta tuvo que colocar sobre la estantería una linterna eléctrica. Por supuesto, para la instrucción del caso y para los tribunales esas fotografías no significarían nada, no tendrían validez legal, pues no estaban hechas por un representante oficial en presencia de testigos jurados. Pero serían perfectamente válidas para someter al creador del aparato, en caso de necesidad, a una presión psicológica.
Sacó una decena y media de fotografías más de varios documentos del sumario, entre otros, la carta de Voitóvich. El mecanismo montado en la caja fuerte era una prueba elocuente de que, si se agarraba al dueño del piso por el estómago y se le exigía abrir la caja fuerte, el sumario sería destruido de inmediato. Y entonces ya nadie podría demostrar que esa caja había sido utilizada para guardar precisamente el sumario del asesinato de la mujer de Voitóvich. Había algo guardado allí, cierto, pero ¿qué era? Pues nada especial, unas revistas pornográficas que el dueño del piso quería ocultar a su mujer. O cartas de amor. O unos diarios. Vayan ustedes a saber qué era exactamente. Y una vez destruida la carpeta con el sumario, ya nunca nadie leería la carta de despedida de Grigori Voitóvich.
Al salir del piso, Vadim Boitsov miró el reloj y comprobó satisfecho que todo el trabajo le había ocupado diecisiete minutos y medio. Era un buen resultado.
4
Como siempre, provocar la pelea resultó fácil a pesar del talante pasmosamente reconciliador y transigente de su mujer. Pero es que tampoco necesitaba que se enfadase con él, esta vez tenía más que suficiente con estar enfadado él solo.
Ya había iniciado el conflicto en el coche, cuando se acercaban a la urbanización. El objeto de la discusión eran, por enésima vez, los padres del yerno, gente, a su modo de ver, pretenciosa y mentecata. Cuando llegó el momento de meter el coche en el garaje y trasladar a la cocina los productos que habían comprado para la comida festiva, su indignación había alcanzado su apogeo.
– ¿Por qué demonios no puedo estar tranquilo y en paz ni siquiera en mi día libre? -gritó-. Ya que me obligas a pasar mañana el día entero entreteniendo a esos subnormales, me marcho ahora mismo al lago. Necesito calma y soledad, si no las tengo, no puedo trabajar, llevo veinte años repitiéndotelo pero tú no paras de meter en casa a toda clase de abortos mentales para que les dé conversación. ¡Déjame en paz al menos hoy! Diamante, ¡nos vamos al lago!
Salió disparado del chalet, dio un portazo, sacó el coche del garaje y se fue haciendo bramar el motor. Mientras conducía por la carretera de Minsk volvió a repasar mentalmente la secuencia de las acciones programadas para ese día. En el asiento de atrás estaba su maletín, en cuyo interior se encontraban un disquete y una pequeña cajita que contenía una ampolla envuelta en algodón. Al parecer, había pensado en todo, no iba a necesitar nada más. Ay, por poco se le olvidaba. Las llaves. Las llaves del piso de Sitova. Le harían falta si no la encontraba en casa. Lo había planeado todo, había considerado todas las variantes. Si la mujer estaba en casa, seguiría un guión, si no estaba, otro, pero el resultado sería el mismo: Nadezhda Sitova moriría envenenada con cianuro antes de que le diera tiempo de comprender que se había equivocado al identificar al asesino.
Guennadi Lysakov sería culpado de su muerte, iban a encontrar pruebas a puntapala, ¡tendrían pruebas para dar y tomar! Pruebas que en su vida lograría negar. Suerte que, después de matar a Galaktiónov, se había llevado su juego de llaves y, entre otras, en el llavero estaban las del piso de Sitova. Sin pérdida de tiempo, fue a un taller donde le hicieron duplicados, no tardaron nada, apenas unos cuarenta minutos. Aquella misma noche, abrió silenciosamente la puerta de aquel piso y dejó las llaves de Galaktiónov en su sitio, sobre el mueble del recibidor, allí mismo donde las había recogido unas horas antes. Era imprescindible devolver las llaves para el caso de que tuviese una buena suerte inaudita y la policía creyese que Alexandr había muerto porque él mismo había decidido quitarse de en medio. Si se daba el caso, la desaparición de las llaves podría impedir el curso afortunado de los acontecimientos. Por eso no se llevó la ampolla con los restos de cianuro sino que la dejó junto al cadáver, después de frotarla bien y de apretarla contra los dientes todavía tibios del difunto. Un día aparecería un testigo que declararía que Galaktiónov le había pedido el ácido cianhídrico. Él mismo se lo había pedido, él mismo se lo había tomado y se había envenenado. Pues allí estaba el veneno, encima de la mesa, ¿dónde iba a estar si no? Y también las llaves seguían en su sitio. Todo se combinaría formando un cuadro precioso, una obra de arte. Pero al parecer algún detalle falló y la obra de arte no granó a pesar de que la idea era buena. Les gustaría saber en qué había patinado, qué había pasado por alto, qué se le había escapado. Por qué la bofia comprendió que Galaktiónov había sido asesinado.
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