– No, no se moleste -respondió la chica educadamente-. Si usted mismo acaba de decirme que está cansado, que ha caminado mucho y quiere descansar.
«Bien por ti, pequeña -pensó Boitsov con admiración-. Resulta que también sabes enseñar los dientes. Hay que ver cómo le has dado la vuelta al asunto: si ahora te coloco por encima de mi cansancio, equivaldrá a hacer la famosa confesión, porque si te acompaño a pesar de que estoy cansado y preferiría permanecer sentado, significa que me gustas. Es cierto que me gustas pero eres tú la que debe tomar la iniciativa, es la única manera de que yo mantenga la capacidad de maniobra y las manos libres de ataduras.»
– Le propongo un compromiso -dijo Vadim con una sonrisa-. Es cierto que estoy muy cansado, llevo andando desde las seis de la mañana, hasta ahora no he tenido ocasión de sentarme ni un instante. Si se espera unos veinte o treinta minutos, habré restablecido mis fuerzas de pleno y podré acompañarla. Siéntese y lea el libro; mientras tanto, Pavlusa puede jugar con los niños delante del colegio.
«¿Y ahora qué me dices, bonita? ¿Dónde están tus dientes? -se regodeó para sus adentros-. ¿Qué te parece esta nuez? ¿Podrás partirla? Si quieres que te acompañe, siéntate a esperar hasta que me reponga. Si me haces esta concesión, significa que estás dispuesta a asumir un sacrificio, por minúsculo que sea, pero ese sacrificio es indicio de que sientes interés por mí. Por supuesto que me gustas, eres una buenaza simpatiquísima, y a todo esto, sin un pelo de tonta. Pero eres tú la que debe dar el primer paso.»
– No, no, no hace falta, no se preocupe -respondió la muchacha con la misma sonrisa serena-. Para mí ha sido interesante hablar con usted y claro que me encantaría charlar un ratito más por el camino. Pero está cansado y no puedo exigirle sacrificios tan importantes -dijo bajando la voz, en tono burlón y abriendo mucho los ojos-; además, de día no tengo miedo. En este barrio, de día son sobre todo los niños y los adolescentes los que hacen esas gamberradas. Pero de noche, cuando los creciditos salen a la calle, entonces sí que da miedo. Así que, muchas gracias por su preocupación y que le vaya bien.
Agitó una mano despidiéndose alegremente, agarró con la otra los extremos de la larga bufanda blanca de Pavlusa y, dándoles tironcitos, guió al niño hacia el edificio de la escuela de FP situada al lado. Boitsov siguió con la mirada la esbelta silueta embutida en un abrigo de piel color turquesa que se alejaba y, para su propia sorpresa, sintió tristeza. De golpe comprendió que la muchacha no había estado jugando con él, que todas sus refinadas argucias habían sido vanas, tontas y ridiculas. La joven había tomado sus palabras al pie de la letra, ni siquiera había comprendido que le gustaba. O -lo que sería aún peor- se había asustado al pensar que se pondría pesado, que trataría de meterle mano, por lo que se había deshecho de Vadim con buena educación y sin esfuerzo. ¡Qué idiota! Una chica así nunca intentaría meterle en su cama al primer día de conocerse, ésa habría esperado pacientemente a que él se animase, y cuanto más hubiese tardado en tocarla, mejor opinión le hubiese merecido. Vaya, y él creía que chicas así ya no existían…
Vadim miró el reloj. Iba siendo hora de ponerse en camino para ir a casa del creador del aparato. De mala gana se levantó del banco y se dirigió hacia la estación de metro junto a la que había dejado el coche.
Al salir del instituto, cogió el coche y se fue a Kúntsevo, donde trabajaba su mujer. Juntos recorrieron varios supermercados, pasaron por un mercadillo donde compraron verduras y carne fresca, y se dirigieron a casa.
Una vez allí, la mujer se fue corriendo a cambiarse y a preparar un gran envoltorio con el elegante vestido que se pondría al día siguiente para recibir a los invitados al chalet.
– ¿Qué camisa quieres que coja para ti? -le gritó desde el dormitorio-. ¿Qué te pondrás mañana? ¿El traje?
– Sólo faltaba… -farfulló él por lo bajo.
– ¡No te oigo! ¿El traje o el jersey?
– ¡El jersey! -respondió colérico.
– Entonces, te cogeré aquella camisa gris claro, ¿te parece?
– Coge lo que quieras pero déjame en paz -masculló en un susurro apenas audible y, ya en voz alta, contestó en un tono perfectamente apacible-: Está bien, coge la gris claro.
Tenía los nervios a flor de piel, estaba tan tenso que por primera vez en su vida temió perder los estribos. Se sentía mucho más tranquilo cuando mató a Galaktiónov. Tal vez porque era la primera vez que mataba a alguien y no sabía aún lo espantoso que era un asesinato. En cambio, ahora sí lo sabía, y la idea de que tenía que pasar por todo aquello una vez más le llenaba de pavor. Entonces, al romper el extremo de la ampolla y echar en la taza de café unos cristales, sabía que todavía estaba a ESTE lado de la raya. Y mientras Galaktiónov revolvía sin prisas la cucharilla en el café esperando a que se disolviese el azúcar, aún seguía a ESTE lado de la raya. Incluso cuando Alexandr dejó la cucharilla y empezó a acercarse la taza a los labios, incluso en ese momento se encontraba todavía a ESTE lado de la raya, porque aún estaba a tiempo de detenerle, de empujarle para que la taza se le escurriese de las manos, y fingir que lamentaba su propia torpeza. Sólo cuando Galaktiónov dio el primer sorbo, la raya que hacía un instante estaba delante de él, se encontró de repente a sus espaldas. Se había convertido en un asesino. Esos pocos segundos le parecieron horas llenas de complicadas torturas, y hoy tenía que volver a pasar por todo aquello de nuevo.
Salió del estudio al recibidor y descolgó la correa y el collar de perro.
– Diamante, ¡a pasear! -llamó.
Lanzando aullidos de alegría, el setter de largo pelo negro vino corriendo y se sentó delante del amo, ofreciéndole el cuello y levantando, primero una, luego otra, las patas delanteras para facilitarle al amo la tarea del cierre del collar y de los arreos.
– Te esperamos abajo -le dijo a su mujer, y bajó a la calle.
La mujer no se hizo esperar y salió del portal unos minutos más tarde. Su capacidad de arreglarse con rapidez y al mismo tiempo, sin olvidarse de nada, era una de las cualidades que valoraba en ella.
La mujer y el perro subieron al coche, lo puso en marcha y salieron con rumbo al chalet.
Tras convencerse de que los dueños del piso se habían retirado a su residencia campestre y se habían llevado a Diamante, Boitsov esperó, como se recomendaba hacer en esos casos, veinte minutos y subió a la planta donde se encontraba el piso del creador del aparato. La cerradura cedió al primer intento, se notaba que Litvínova había trabajado a conciencia para hacer los moldes con cuidado y precisión. Vadim entró en el piso y cerró la puerta extremando las precauciones para evitar que la cerradura chasquease, cosa que consiguió. Sólo cuando se encontró dentro del piso bien cerrado, dejó de contener el aliento y respiró. No era la primera vez que hacía lo que acababa de hacer pero en cada ocasión se ponía terriblemente nervioso.
En la calle había charcos y barro, por lo que no debía entrar en las habitaciones con los zapatos puestos, dejaría huellas demasiado visibles. Pero tampoco podía quitárselos, cualquiera sabía lo que podía pasar, descalzo no iría muy lejos, y calzarse significaría perder preciosos segundos que tal vez le costarían la vida. Boitsov sacó del bolsillo unas bolsas especiales, parecidas a botas de plástico, que se ponían sobre los pies y se ataban debajo de las rodillas, introdujo en ellas los pies embutidos en zapatos cubiertos de húmeda suciedad y empezó a recorrer el piso despacio. Aunque, en realidad, sólo un observador extraño hubiese tenido la impresión de que estaba trabajando lentamente. De hecho, cada movimiento suyo estaba meticulosamente calculado y todo el sistema del examen de la vivienda se basaba en una parsimonia extraordinaria: no había ni un paso de más, ni un instante malgastado. Tenía ante sí dos cometidos inmediatos. En primer lugar, penetrar en la personalidad de ese hombre, del dueño del piso, del principal artífice del aparato, y basándose en sus características, tratar de comprender si su hogar podía contener pruebas e indicios que le vinculasen a su crimen. El segundo era hacerse una idea de la clase de pruebas que podía encontrar allí y sacar conclusiones sobre dónde debía buscarlas.
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