Procuraba mantener un tono tranquilo pero tenía ganas de ponerse a dar voces, tirarse de los pelos y romper platos: «¡Tonta! ¡Estúpida! ¿Por qué rayos no habré contestado al teléfono? ¿Pero por qué seré tan tonta? ¿Y si no vuelve a llamar?».
– ¿Qué tal? -preguntó Luba con compasión-. ¿No has podido hablar?
– No contesta nadie.
– Podrías intentarlo más tarde. ¿Es muy urgente?
– Es muy urgente, Luba, cariño. Y muy importante. Un día te contaré de qué se trata pero de momento hablemos de otra cosa que no sea trabajo, ¿de acuerdo? Todavía no te he comprado las flores, así que vamos allá, tenemos que encontrarlas.
Volvieron a besarse allí mismo, en la cabina telefónica. Poco después, la joven suspiró y dijo:
– Bueno, prueba una vez más. Ahora seguro que habrá suerte.
Vadim introdujo la ficha en la ranura dócilmente y marcó el número del despacho de Kaménskaya, que descolgó enseguida, antes de que terminase de sonar la primera señal.
– ¿Vadim?
– Sí, soy yo. Un momento.
Cubrió el micrófono con la mano y se dirigió a Luba:
– Por favor, espera fuera. Tendré que emplear expresiones fuertes y preferiría que no las oyeses.
Luba le sonrió con cariño y abandonó la cabina, obediente.
– Quiero decirle dos cosas -dijo Vadim hablando deprisa-. Borozdín estaba diseñando un aparato destinado a fomentar la agresividad de los efectivos de las fuerzas armadas. Merjánov quería comprarle ese aparato. Al enterarse de que el trabajo había quedado parado por causa de su investigación, Merjánov dio la orden de asesinarla. El primer grupo de sicarios ha dejado de estar operativo pero no se puede descartar que contrate a alguien más. Y escuche con atención: Borozdín tiene en su casa una caja fuerte empotrada en la pared, y esa caja contiene el sumario de Voitóvich. Lo he visto allí con mis propios ojos hace tan sólo unas horas y lo he fotografiado. La caja fuerte está provista de un mecanismo que destruirá todo su contenido si no se oprime cierto botón. Téngalo en cuenta a la hora de registrar su piso. No deje que Borozdín se acerque a la caja fuerte, será mejor que llamen a un especialista.
– Gracias. Si me cuenta todo esto, creo que está en apuros. ¿Qué puedo hacer por usted?
– ¿Puede ayudarme a esconderme?
– Sí. Vadim, haré cualquier cosa por usted aunque sólo sea porque me ha salvado la vida tres veces. ¿Cuáles son sus condiciones? Estoy dispuesta a aceptarlas todas.
– No tengo condiciones. Ayúdeme a desaparecer, nada más. Mis jefes no me perdonarán que le haya contado todo esto.
– ¿Y si encuentro un modo de ayudarle de tal forma que ya no le sea necesario esconderse?
– Me da igual. Anastasia, casi no nos conocemos pero se lo diré… He conocido a una mujer, y ahora la muerte me asusta de verdad. Es probable que lo que intento decirle le parezca confuso pero se lo explicaré todo cuando nos veamos. Quiero que sepa cuánto ha hecho por mí. Cuánto significa para mí ahora. ¿Me ayudará?
– Por supuesto. Haré todo lo que haga falta. No le quepa duda. ¿Dónde está ahora? ¿En casa?
– No, en la calle.
– ¿Puede venir a verme a Petrovka?
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo.
– Lo intentaré. Dentro de cuarenta y cinco minutos -contestó escuetamente, y colgó.
Nastia entró en el despacho de Gordéyev esforzándose por dominar la expresión de su rostro y disimular su emoción. Yura Korotkov seguía haciendo con paciencia las mismas preguntas, y Pável Nikoláyevich Borozdín seguía guardando el mismo altivo silencio.
– Víctor Alexéyevich -dijo Nastia dirigiéndose al Buñuelo sin levantar la voz pero tampoco bajándola-. Me he aburrido, estoy cansada y tengo sueño. ¿Dónde puedo encontrar al juez de guardia?
– ¿Cómo que dónde? En la sala de la unidad de guardia.
– Que avise al experto forense y encuentre testigos jurados, y que vayan a registrar el piso de Pável Nikoláyevich.
– Insisto en que el registro de mi piso se produzca en mi presencia -dijo de pronto Borozdín.
– ¿Por qué? -preguntó Nastia sorprendida-. No le necesitamos para nada. Igual se le olvida pulsar cierto botoncito, Dios no lo quiera, y entonces el sumario de Voitóvich arde allí donde está, en su caja fuerte. Me daría mucha pena. ¿Y a usted?
Borozdín estaba sentado de espaldas a Nastia, de modo que ésta tuvo que escrutar las caras de Korotkov y Gordéyev para cerciorarse de que el golpe asestado había dado en la diana. Al ver las gotas de sudor perlar las sienes y la calva del Buñuelo, comprendió que Borozdín había «roto aguas». Ahora podía marcharse. No convenía forzar a un doctor en ciencias, a un catedrático, obligándole a reconocer su derrota delante de una mujer, esto podía repercutir desfavorablemente en el desarrollo posterior de las relaciones con el inculpado. No había que despojarle del sentido de la dignidad propia, pues entonces jamás conseguirían establecer con él un diálogo y lo único que cabría esperar sería la obediencia esclava de un perro apaleado.
Regresó a su despacho y miró el reloj. Eran casi las diez y media. Para la llegada de Vadim Boitsov faltaban treinta y cinco minutos todavía.
Vadim salió de la cabina telefónica y miró a su alrededor. Luba estaba a unos veinte metros de él y estudiaba con curiosidad un cartel que anunciaba el repertorio de los teatros de la ciudad.
– ¿Te gusta el teatro? -preguntó acercándose a ella y abrazándola.
– Sí -asintió la joven-. Sobre todo las obras que hablan del amor. ¿De qué te ríes? Entiéndelo, Vadim, el teatro es un género mejor adaptado que ningún otro para contar las historias de amor. En el cine se puede mostrar un erotismo subido de tono e incluso la pornografía porque el actor se encuentra tan lejos del espectador que ni por un momento siente vergüenza. Ya no digo nada de la literatura, allí los personajes son de papel. En cambio, en el teatro, el actor está aquí mismo, los espectadores sentados en la primera fila pueden tocarle con la mano, pueden sentir en sus caras su aliento. Esta situación no es muy propicia para el erotismo, ¿no te parece? Por eso el género teatral no tiene más remedio que hablar del amor de una forma completamente diferente. Y lo que me interesa siempre es ver cómo van a hacerlo esta vez, qué van a inventar de nuevo en esta obra.
– Luba, cariño, tengo que marcharme. Déjame que te acompañe hasta tu casa y luego iré a ocuparme de mis asuntos. Mañana por la mañana te llamaré. O me llamarás tú, me darás una alegría. Apunta mi teléfono.
La joven no le puso objeciones, creyendo, al parecer, que era una cosa perfectamente normal que para el primer día era suficiente con un par de horas de paseo y abrazos.
Doblaron la esquina y volvieron a encontrarse delante del jardincillo. Vadim no tuvo tiempo de reaccionar cuando les salió al encuentro un grupo nutrido de jóvenes animados por unos sentimientos notoriamente belicosos.
– Apártate.
Eso fue todo lo que llegó a decirle a Luba, mientras introducía la mano debajo de la solapa de la chaqueta donde llevaba, colgada de unas correas, la pistola. Pero no llegó a desenfundarla: dos fortachones, que se le habían acercado por detrás, le sujetaron los brazos con firmeza.
– Así que te gusta sacar a pasear a nuestras chicas -ronqueó en tono amenazador el hombretón al que ya conocía, el antiguo compañero de colegio de Luba.
– Zhora, déjale en paz -gritó Luba-. Vergüenza debería darte. ¡Suéltale!
– Calla, zorrita, nadie te ha preguntado tu opinión. Ahora le arrancaré los huevos a tu noviete, lo mismo que si deshojara una margarita, y luego te daré permiso para que hables -dijo prorrumpiendo en escalofriantes carcajadas.
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