Lo más probable es que cobre el trabajo más tarde. Desgraciadamente, Sitova se siente mal y se va a casa. Galaktiónov le pide que no entre en el salón y no les moleste porque necesitan discutir un asunto serio. Cómo se desarrollaron los acontecimientos a continuación, lo sabemos por lo que nos ha contado Sitova. Dos días más tarde, Galaktiónov vuelve a encontrarse con su nuevo amigo. Por última vez. El hombre del instituto envenena a Galaktiónov, borra las huellas de su presencia en el piso y se marcha. Si no fuera porque se le escapó la mención de una compañera de trabajo para la que se tuvo que llamar una ambulancia, no nos habría quedado más remedio que despedirnos de él agitando pañuelos, y decirle adiós a la esperanza de encontrarlo algún día. Sitova prácticamente no le recuerda y no puede describirle. Es natural, puesto que estaba casi inconsciente. De todo lo cual se deduce que la clave de todo es Voitóvich, y que tenemos que buscar al asesino de Galaktiónov en el instituto.
– No está mal -observó Yura escéptico-. Excepto que la relación de Galaktiónov con los sumarios robados que has trazado es algo floja. Pero aparte de esto, parece aceptable.
– Por eso tenemos que averiguar si Galaktiónov era capaz de comportarse de la manera en que supongo se comportó. Misha, ésta será su tarea. Yura y yo nos ocuparemos del instituto. Allí buscaremos a nuestro hombre sin señas particulares.
– Y sin acento particular -recordó Korotkov.
El ordenador no paraba de bloquearse, e Inna empezaba a perder la paciencia. Ese día ya había hecho venir dos veces a los técnicos pero cada vez, nada más marcharse ellos, la caprichosa máquina funcionaba media hora como mucho, después de lo cual en la pantalla volvía a dibujarse el odioso rectángulo verde. Apagó el ordenador furiosa y fue a ver al jefe del laboratorio para preguntarle cuándo, por fin, el reparto de los equipos se realizaría con un mínimo de orden.
Litvínova irrumpió en el despacho del jefe como un torbellino, sin hacer el menor caso de las visitas.
– ¡Pável Nikoláyevich! -dijo con indignación-. No hay quien lo aguante, no puedo seguir trabajando con Istra, esa máquina tiene más años que yo. Todo el mundo sabe que en el almacén hay seis equipos nuevos, ¿por qué no los reparten entre los laboratorios?
– Permítanme que les presente -repuso fríamente Borozdín-. Jefa de uno de nuestros equipos científicos, Litvínova Inna Fiódorovna. Estos camaradas son policías. Han venido para hablar de Voitóvich.
– Para… ¿Cómo…? -tartamudeó Litvínova desconcertada-. Pero si ha muerto.
Sólo entonces se fijó en las visitas de su jefe. Evidentemente, el que mandaba era el hombre robusto, ancho de hombros, de unos cuarenta años de edad, cara bonachona y ojos risueños. A su lado se sentaba una joven, casi una niña, ataviada con téjanos y un jersey, de pelo largo recogido en la nuca en una coleta. Era anodina, corriente, delgadita pero, al parecer, alta, e iba sin maquillar. «No parece de este siglo», pensó Inna, y enseguida recordó a su adorable Yúlechka, que se peinaba en peluquerías caras y pasaba unos cuarenta minutos delante del espejo maquillándose.
– Verá usted, Inna Fiódorovna -dijo el policía-, ha ocurrido un imprevisto. En el edificio de la Dirección Regional del Interior ha habido un incendio. La verdad es que sólo ha afectado a una planta y ha sido sofocado inmediatamente pero el despacho del juez de instrucción Baklánov ha sufrido graves daños. Se han quemado varios sumarios de causas penales, entre otros, el de su difunto empleado, Grigori Voitóvich. Estamos intentando reconstruir los materiales del sumario, por lo que nos hemos visto obligados a molestarles una vez más. Le ruego que nos perdone, comprendo que no les dejamos trabajar pero no nos queda otro remedio… -Sonrió encantadoramente, se encogió de hombros y añadió-: Nos encontramos ante una situación de fuerza mayor.
– Por supuesto, por supuesto -respondió Inna asintiendo con la cabeza-. Lo entiendo perfectamente. ¿Necesitan mi ayuda?
– Sólo que nos conteste a algunas preguntas. Espero no robarle mucho tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, su ordenador está estropeado -contestó el hombre, y volvió a sonreír, esta vez con picardía-. Mientras lo reparan, podemos charlar un rato, si no tiene nada en contra.
– Síganme -les pidió Inna abriendo la puerta y saliendo del despacho de Borozdín.
– Soy Korotkov -se presentó el policía cuando Inna le condujo a su despacho y le ofreció el asiento-, Yuri Víctorovich. Así que, ¿empezamos?
– Cuando quiera -dijo Litvínova poniendo cara de atención y de disposición a emplearse a fondo.
– ¿Conocía usted bien a Grigori Voitóvich?
– Muy bien -contestó sin dudarlo un instante-. Trabajamos juntos muchos años y juntos también preparamos nuestros doctorados.
– En este caso, hábleme de su vida familiar. Cómo se casó, cómo se llevaba con su mujer, si tenían problemas, etcétera.
– Los tenían -respondió Litvínova con la misma presteza-. Tenían problemas, y muy serios. Grisa no hablaba de sus peleas con nadie, sólo conmigo, tal vez porque éramos viejos amigos. En realidad, era bastante reservado, aquí en el instituto no se sinceraba con nadie. Pero a mí sí me contaba cosas.
– ¿Por qué motivo se peleaban?
– No es fácil nombrar un motivo en concreto, se habían juntado muchas cosas.
Se calló reflexionando.
– Zhenia era mucho más joven, como probablemente ya lo sabe. Grisa se casó a una edad tardía, no acababa de encontrar a su princesa. Cuando conoció a Zhenia se enamoró como un cadete, y luego, como había pasado tanto tiempo esperando y escogiéndola, también empezó a exigirle mucho a la flamante esposa. Se angustiaba un horror si le parecía que Zhenia no correspondía a su «estándar ideal». Pero no ocurría a menudo, era muy buena chica. Y muy guapa.
– ¿Cree usted que ella quería a su marido?
– ¡Con locura! -exclamó Inna efusivamente, pero acto seguido se moderó-. Bueno, ya sabe, nadie puede leer en el alma ajena, tal vez…
– Continúe, por favor -dijo Korotkov animándola.
Inna vaciló.
«Tonta -se reprochó mentalmente-. Quién te manda hablar. Si Grisa la mató, por algo sería. Y ese algo debe ser perfectamente tangible, concreto, para que le parezca convincente a un policía. Los celos, el dinero, cualquier cosa, pero tiene que ser sencillo y fácil de comprender.»
– Verá, Zhenia era una auténtica belleza y trabajaba en la televisión, hacía cortos publicitarios. Por supuesto, los hombres la asediaban, la cortejaban. Tenía muchos admiradores y era muy joven, le apetecía divertirse, flirtear, coquetear. Es fácil de comprender, no se lo reprocho de ninguna de las maneras, incluso intenté convencer a Grisa de que no tenía por qué tomárselo tan a pecho. Pero no me hizo caso.
– De modo que usted cree que el motivo del asesinato fueron los celos, ¿no es así?
– Sí, es lo que creo.
– Dígame, Inna Fiódorovna, ¿advirtió últimamente si el carácter de Voitóvich había cambiado? ¿Empezó quizás a padecer de fallos de memoria, se volvió distraído, irritable?
– Sí, sí, tiene toda la razón, en efecto, Grisa se había vuelto más… agresivo, tal vez.
– ¿En qué se notaba? ¿Se peleaba con sus compañeros?
– No, no creo que nadie más que yo se diera cuenta.
– ¿En qué se manifestaba ese cambio?
– En cómo hablaba de Zhenia. En sus ojos se leía un odio tan grande, ¿sabe?, la rabia le empañaba la voz, le temblaban las manos. A veces no sabía dónde meterme. En cambio, con otros compañeros siempre se mostró agradable y educado, nunca le levantó la voz a nadie.
Читать дальше