Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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Nastia se preparó el café con movimientos mecánicos tratando de reprimir la rabia, echó en la taza dos terrones de azúcar sin mirar y se sentó a la mesa. Al diablo, pensó, que se pudrieran Katia y sus indirectas, no iba a consentir que las malas lenguas le impidiesen hacer su trabajo.

Apuró el café abrasadoramente caliente de un sorbo y fue a ver a Misha Dotsenko.

– Aquí tiene -dijo el joven tendiéndole una larguísima lista de llamadas recibidas en el centro de ambulancias desde septiembre hasta la Nochevieja -. Sitova ingresó en el hospital el 22 de diciembre. He marcado todas las salidas relacionadas con un posible embarazo extrauterino.

Nastia asintió con un movimiento aprobador. Tan sólo dos años atrás, Misha, confiado y educado, habría pedido únicamente los datos de las salidas de ambulancias que le interesaban, la lista habría sido varias veces más corta pero habría dejado a Nastia con la corrosiva duda sobre un posible error por parte de los que la habían compuesto. Los seres humanos no eran máquinas, a veces se cansaban, se equivocaban, sobre todo cuando se trataba de seleccionar, entre una gran cantidad de datos, sólo aquellos que reunían ciertos requisitos. Eran capaces de pasarlos por alto, distraerse y, al fin y al cabo, simplemente hacer una chapuza. Misha había tardado en acostumbrarse a las exigencias de Nastia, creía que hacía mal en sospechar negligencias por adelantado, y sólo tras pegar un par de patinazos le dio la razón. Por eso esta vez había solicitado la información sobre todas las salidas de las ambulancias para luego hacer la selección él mismo y dar a Nastia la posibilidad de comprobarla.

Nastia llevó la lista a su despacho y cerró la puerta con llave. Nada debía interferir en su trabajo, que requería atención y concentración. Para la reunión operativa faltaba media hora todavía, y confiaba en poder revisar al menos una parte de la lista. Se impacientaba por intentar identificar al misterioso visitante al que Galaktiónov había citado en el piso de su amante a una hora en que ésta no debía encontrarse en casa. De creer lo que contaban los testigos, no era en absoluto habitual en él, lo que significaba que no se trataba de un visitante cualquiera sino de alguien especial. Y dos días después de aquel encuentro, Galaktiónov moría por intoxicación con cianuro potásico… No existía el menor motivo para suponer un suicidio. La ampolla que contenía el polvo venenoso fue encontrada, abierta, allí mismo, en el lugar de los hechos. La taza con los posos de café secos y unos rastros débiles de cianuro estaba encima de la mesa del salón, y junto a la ventana, en el sillón, yacía el cuerpo yerto de Galaktiónov, que falleció al instante. Sus huellas dactilares eran las únicas que había sobre la ampolla. Pero los peritos que examinaron palmo a palmo todo el piso fueron tajantes al afirmar que alguien había frotado con un trapo algunos objetos. Justamente los que era inevitable que tocase cualquier persona que pasara en el piso al menos unos minutos. Sería difícil suponer que Galaktiónov, al decidir quitarse la vida, se dedicara a limpiar escrupulosamente el piso, máxime cuando la cafetera turca en que se había preparado el café seguía sucia encima de la cocina. Desde el principio a nadie le cabía la menor duda de que se trataba de un asesinato. Lo único era que la ampolla…

Si Sitova no lo había soñado y el misterioso visitante dijo la verdad, una de las llamadas de la lista del centro de ambulancias debía ser la realizada desde su lugar de trabajo. Pero ¿cuál de ellas? Además, ¿qué entendía aquel hombre por «hace poco»? ¿La semana anterior? ¿El mes anterior? Para empezar, Nastia decidió limitar la búsqueda a cuatro meses pero era consciente de que probablemente debería ampliarla. Además, ¿cuál sería el indicio para reconocer entre todas las llamadas precisamente aquélla, la única?

Una vez finalizada la reunión, Nastia retomó su escrutinio de la lista. Al cabo de una hora encontró lo que buscaba. Había resultado tan sencillo que al principio se resistió a creer en su buena fortuna.

2

Miraba al hombre obeso y jadeante sentado a la enorme mesa del espacioso despacho y luchaba por disimular la repugnancia que le inspiraba.

– Me temo que tiene un problema -declaró ominosamente el gordinflón extrayendo de la carpeta un papel-. El ministerio ha recibido un anónimo con una denuncia contra el instituto. La ha pifiado usted.

– ¿Con una denuncia de qué? -inquirió el otro parcamente, aunque por un momento se le heló el corazón.

– De su instalación. Dígame, ¿controla alguien su funcionamiento o una vez montada la han abandonado a su suerte?

– La controlamos constantemente, no podría ser de otro modo puesto que se trata de un experimento.

– ¿Y no han observado ningún fenómeno colateral?

– Ninguno -contestó con firmeza notando cómo se le humedecían las palmas de las manos.

– En este caso, ¿cómo debo interpretar esto?

El gordinflón agitó en el aire la hoja de papel que había extraído de la carpeta y su cara expresó un grado superlativo de indignación. Dejó caer el papel en la mesa bruscamente, sacó de un cajón un aerosol para asmáticos y pulsó varias veces el pulverizador dirigiendo el chorro hacia la boca abierta. Los jadeos cesaron.

– Aquí pone que su instalación produce el efecto de «bucle inverso». El anónimo pasó por todas las instancias, estuvo en todas las mesas, y al fin ha venido a parar aquí, a la mía, puesto que soy el monitor de su instituto. Lleva adjunta la orden de comprobar la denuncia y redactar la conclusión. ¿Qué cree que tengo que escribir en esa conclusión, eh?

– Puede escribir con toda tranquilidad que los materiales científicos que le han sido presentados prueban la total ausencia de cualquier efecto negativo derivado del funcionamiento de nuestra instalación -respondió con aplomo.

Sentía una desagradable sequedad en la boca. ¡Así que el hijo de puta de Voitóvich, a pesar de todo, había escrito al ministerio aunque no firmó la carta!

– De momento no he visto esos materiales científicos a los que se refiere -rebatió el gordinflón aún más colérico.

Su respiración volvía a producir silbidos y su gruesa cara con la triple papada fue cobrando poco a poco un tono alarmantemente rojizo.

– En cambio, recuerdo muy bien con qué ahínco nos aseguró usted, a mí y a todos los miembros de la comisión, que su antena no tenía efectos dañinos para el medio ambiente. Justamente por eso se autorizó su instalación en la ciudad y no en el polígono, como está previsto en estos casos. Yo, en mi calidad de presidente de la comisión, tengo la responsabilidad personal de aquella resolución, ¿y ahora resulta que usted me ha engañado? ¿Es así o no? ¡Conteste!

– Escúcheme, Nicolai Adámovich -respondió con tono tranquilizador; había conseguido vencer el miedo y ahora se sentía más seguro-. La comisión tuvo acceso a todos los informes científicos sobre el asunto, no fue usted solo quien los leyó. Los informes explican que el efecto que menciona el anónimo no se produce. No se produce, ¿me entiende? La resolución fue adoptada por todos los miembros de la comisión de forma colegiada. Esto es lo primero. Ahora, lo segundo. ¿Quién le ha remitido el anónimo? ¿Quién ha escrito «comprobar»?

– El subsecretario del ministerio, Yákubov. ¿Tiene alguna importancia?

– Claro que la tiene, Nicolai Adámovich. De todos es sabido que Yákubov está a punto de jubilarse. Hay dos pretendientes a su puesto: Starostin y usted. Starostin es un viejo amigúete de Yákubov. Al remitirle el anónimo, Yákubov crea la apariencia de objetividad pero lo que hace en realidad es avivar el escándalo, impedir que se extinga por sí solo. Porque, mire usted, ¿acaso no podría haberlo tirado a la papelera? Claro que sí. Desde tiempos inmemoriales existe una regla: no perder tiempo con los anónimos. Nadie se lo habría reprochado. También podría haberle llamado a su despacho y preguntar si había algo de cierto en lo que decía el anónimo. Usted le habría contestado que no. Y eso sería todo, Nicolai Adámovich, no habría más que hablar. Es lo que habría hecho si confiara en usted y le tuviera simpatía. Pero, en lugar de esto, le remite el papel escribiendo encima su orden, y lo hace a través de la Secretaría, para que otros cinco pares de ojos lo vean y lo recuerden, y para que dos días más tarde todo el ministerio se entere de que en el instituto que usted supervisa se ha producido un escándalo. Y lo que se me ocurre pensar, Nicolai Adámovich, es lo siguiente: ¿no será que detrás de toda esta historia del anónimo está Starostin?

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