Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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Yura miró el reloj.

– Podríamos comer algo, ¿no te parece? Me dan calambres del hambre que tengo. Te invito a un shashlyk.

Se acercaron al chiringuito donde el verano anterior Yura y Nastia comieron shashlyks. Pero en su lugar vieron unas simpáticas casetas con carteles que anunciaban a los visitantes de la feria la reciente inauguración de un restaurante indio.

– ¿Corremos este riesgo? -propuso Korotkov.

– No sé, me da un poco de reparo -contestó Lusia vacilante-. ¿Y si es algo impotable?

– Tengo curiosidad -insistió Yura-. Vamos a echarle un vistazo.

Entraron y se sentaron a una mesa. Un camarero moreno, un hindú, se les acercó enseguida con la carta en las manos.

– Bienvenidos -pronunció con la mejor urbanidad y un fuerte acento-. ¿Qué desean tomar?

Escoger los platos resultó difícil, todos los nombres les resultaban desconocidos y no proporcionaban respuesta a la pregunta esencial: «¿De qué está hecho ESTO?». Finalmente, se decidieron por algo llamado rollos de primavera y el pollo a la naranja.

Yura se percató de que Ludmila, al tiempo que charlaba con él, de vez en cuando apartaba la vista para fijarla, con una expresión peculiar, en algo situado a sus espaldas.

– ¿Qué te pasa? -preguntó interceptando una nueva mirada suya.

– Hay una pareja sentada detrás de ti. Tengo la impresión de haber visto a la mujer antes pero no acabo de recordar de qué la conozco.

– ¿Qué mujer? -preguntó sin girarse.

– La rubia del chaquetón verde. Creo que es francesa.

– Es nuestra Aska -explicó Korotkov cortando con movimientos precisos un trocito de la crujiente hojuela rellena de verduras e introduciéndosela en la boca.

– Está hablando en francés -objetó Lusia sin darse por satisfecha.

– Está entreteniendo a un español -aclaró Korotkov sin inmutarse y sin dejar de masticar diligentemente el rollo de primavera.

– Korotkov, ¿me estás tomando el pelo? ¿Que esa rubia es Kaménskaya? ¿Y habla francés con un español?

– Fíjate bien -le aconsejó el joven dando un largo trago al batido de plátano servido en un vaso de plástico.

Durante un rato, Ludmila se mantuvo callada lanzando de vez en cuando rápidas miradas de soslayo a la mujer de la mesa vecina y a su acompañante. Luego clavó la vista en Yura.

– Korotkov, eres un tipo vil, amoral y falso. ¿Habías quedado con ella aquí? ¿Se trata de otro asunto de trabajo?

¿Para qué demonios me has sacado de casa? ¿Para qué os sirva de tapadera?

Yura se atragantó y tosió.

– Ay, Lusia de mi vida… Oye, no se puede acribillar a nadie a preguntas de este modo, sobre todo cuando uno está comiendo. ¿Quieres que me asfixie y muera? Sí, es cierto, había quedado con ella. Luego decidí que, ya que se me brindaba la oportunidad de pasar un domingo fuera de casa y lejos de mi familia, sería tonto si no lo aprovechase para verte a ti. Piensa en cómo y dónde nos vemos. Media hora, cuarenta minutos, en casas ajenas, siempre corriendo, con prisas. Y hablar, sólo hablamos por teléfono porque cuando nos vemos el tiempo nunca nos da para las charlas. Lusia, no soy un obseso sexual, tengo ganas de que hablemos, de que pueda mirarte a los ojos, ver tu cara, cogerte de la mano. ¿Acaso no lo entiendes? ¿Es esto lo que me reprochas?

– Perdona -le sonrió Ludmila con gesto reconciliador-. Pero hubiera sido mejor que me hubieses avisado.

– ¿Por qué?

– Porque lo que acabas de decirme es casi una declaración de amor, en estos dos años y medio es la primera vez que te oigo hablar así. ¿Tienes idea de la alegría que me da escucharlo? Si me hubieras dicho todas esas palabras antes, ya llevaría tres horas de buen humor.

– ¿Es que es preciso decirlo con palabras?

– Es indispensable.

– Pero, Lusia, escucha, si de todos modos estamos juntos, ¿qué sentido tiene gastar saliva?

– Korotkov, eres un imbécil -le espetó la mujer soltando una risa bonachona-. Y ahora ¿qué hacemos? ¿Esperamos a que nos llame o la llamamos nosotros?

– En realidad, preferiría que la llamases tú. Le estoy dando la espalda, se supone que no puedo verla. Aunque pensándolo bien, no sé qué será mejor -dudó Yura-. ¿Deberíamos esperar a que ella dé el primer paso?

– Podríamos esperar hasta mañana -manifestó Ludmila con firmeza-. Ni siquiera nos mira, está embobada con su español. Igual se ha enamorado.

– No -contestó el hombre negando con la cabeza-, ha decidido casarse con Chistiakov.

– ¡No me digas! Esto es el fin del mundo. En este caso, ¡adelante y que Dios nos ayude!

Unos minutos más tarde, los cuatro estaban sentados juntos y charlaban animadamente. Ludmila se superaba acaparando la atención del forastero, haciéndole mil preguntas y comentando inspiradamente sus respuestas. Al final, el español quedó absorto en la conversación con su nueva amiga, y empezó a hablarle en un inglés macarrónico pero ya sin recurrir a la ayuda de Nastia, que hasta ese momento había asumido las funciones de intérprete.

– Cuéntame -dijo Nastia en voz baja tras comprobar que el español se había enfrascado en la conversación con Ludmila y no se molestaría con su falta a las normas de hospitalidad.

– Lo de las gamberradas de Svirídov ya te lo he contado. En cuanto al atraco al banco, allí todo son incógnitas. El sumario incluía las declaraciones de los testigos pero las descripciones de los criminales no sirven de nada: todos iban enmascarados. Se detectaron algunas huellas en el lugar de los hechos pero todas las muestras, pruebas materiales, etcétera, en el momento del robo se encontraban en el laboratorio forense, los peritos justamente estaban preparando las conclusiones. Si el objetivo del robo era este sumario, han marrado el golpe. La carpeta estaba simplemente vacía.

– ¿Sabes qué es lo que no acabo de comprender? -dijo Nastia pensativa-. El atraco era un caso reciente, en el momento del robo sólo llevaba en la Fiscalía tres días. El de la conducta antisocial, el juez de instrucción lo había abierto apenas una semana antes. El suicidio de Voitóvich también tenía de seis a ocho días. Pero el expediente de Dima Krásnikov llevaba encima de la mesa de Baklánov desde el 12 de septiembre. ¿Te das cuenta? ¡Desde el 12 de septiembre! En el momento del robo llevaba ya tres meses y medio en fase de instrucción. Y eso, a pesar de que al chico le habían sorprendido en flagrante delito, de modo que no había nada que investigar. Tampoco comprendo por qué Baklánov le encerró en los calabozos. ¿A santo de qué lo hizo, eh? Encima, para estar instruyendo un caso durante dos meses y pico, Baklánov debió haber solicitado al fiscal una prórroga. ¿Cómo argumentó su petición? ¿Por qué el fiscal accedió a ampliarle el plazo?

– Ya se lo he preguntado a Lusia, ya que fue jueza de instrucción; además, su trabajo científico está relacionado justamente con la instrucción preliminar. Me lo ha explicado todo con claridad. Aska, no busques escollos misteriosos, se trata de una chapuza de lo más corriente, aunque de envergadura. Te lo deletreo: Chuk, Anna, Piotr, Uliana, Zinaída y Antón. Cha-pu-za. Baklánov no tenía por qué solicitar la prórroga, nadie se enteraría si un sumario llevase cien años metido en un cajón de su mesa. O tal vez pasteleó un informe para presentarlo al fiscal y, sin enseñarle el sumario, obtuvo la prórroga basada únicamente en su palabra. También pudo pegar un telefonazo y decir: «Iván Ivánovich, necesito la prórroga pero tengo las manos llenas, voy de cráneo, me resulta imposible pasar por su despacho». Y el otro le pudo contestar: «Bueno pues, si un siglo de éstos te pilla de paso, ven a verme y resolveremos todos los asuntos pendientes de una sentada». Pero lo más probable es que metiese la carpeta en el armario y allí se quedase, cogiendo polvo sin la bendición del fiscal.

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