Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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Así las cosas, el juez de instrucción Baklánov no creyó conveniente oponer especial resistencia. No se había caracterizado nunca por atenerse a cualesquiera principios o por empeñarse en defender su punto de vista particular ante los superiores. La opinión que éstos podían formarse sobre él le importaba mucho más que su propia opinión sobre lo que fuese. En menos de tres horas, Voitóvich retornó a casa. Y unos días más tarde se ahorcó después de redactar una nota en la que expresaba confusamente su arrepentimiento y hablaba de culpa y de venganza.

Tras repasar los imprecisos recuerdos de los funcionarios de la policía y del juez instructor, Nastia se fijó en un detalle que le pareció extraño. Voitóvich no estaba afectado por ninguna enfermedad mental, el médico que le había examinado dos veces en un breve período de tiempo no encontró el menor indicio de una anomalía psíquica. No obstante, un instante después de perpetrar su crimen no se acordaba en absoluto de por qué había asesinado a su mujer. Fue recuperando los recuerdos poco a poco, y con el paso del tiempo, la imagen del asesinato se fue haciendo cada vez más nítida. Cuando se trataba de crímenes cometidos en estado de enajenación mental transitoria, el cuadro era completamente distinto. El culpable no se daba cuenta de lo que estaba haciendo pero tampoco rememoraba los detalles con posterioridad. El olvido era total. En cambio, lo que le había ocurrido a Voitóvich no se parecía a ningún cuadro clínico conocido en la ciencia médica. Pero sí tenía una gran semejanza con la monstruosa situación en que el individuo en cuestión no ha cometido ningún crimen pero más tarde le cuentan, con los pormenores de rigor, cómo ocurrió todo, y él se lo repite escrupulosamente al juez de instrucción. Pero ¿para qué lo habría hecho? ¿Por qué motivo habría asumido la culpa ajena? Y si, en efecto, esto fue lo que hizo, ¿QUIÉN pudo habérselo contado mientras estaba recluido en el calabozo? Sería interesante ver qué ponía la nota que Voitóvich redactó antes de morir. Lástima que se hubiera perdido junto con el sumario…

Por fin, todos los corchetes estaban en su sitio y Nastia se dedicó a buscar el fular de seda rojo con desgana. Al hurgar en el armario encontró un montón de cosas útiles, unas las había dado por perdidas hacía tiempo y se había olvidado de la existencia de otras al día siguiente de haberlas comprado. Por ejemplo, descubrió que tenía como mínimo cinco pares de medias nuevas, dos paquetes de pañuelos chinos, unos magníficos y gruesos calentadores que llevaba años buscando con desesperación y que tan buen servicio le rendían cuando en el piso hacía frío. También encontró unas zapatillas de invierno con forro de piel que había comprado hacía dos años y que continuaban dentro de su bolsa de plástico, que seguía sellada. Nastia se acordó de que las había comprado en verano y las había guardado en la maleta pensando sacarlas de allí en invierno, con lo que la hoja de servicio de las maravillosas zapatillas peludas de color lila se había cerrado en aquel mismo instante sin pena ni gloria. Se alegró especialmente de ese hallazgo porque era muy friolera y en casa siempre hacía frío. Al final, también apareció el fular. Ahora sólo faltaba ocuparse del pelo, tras lo cual podría irse a la cama con la conciencia tranquila.

3

El vuelo de Madrid llevaba un retraso de tres cuartos de hora. Nastia dio varias vueltas por el aeropuerto, no aguantó más y llamó a Yura Korotkov.

– ¡Aska! -la saludó Yura con alegría-. ¿Dónde te has metido a esas horas? Llevo llamándote desde las ocho de la mañana y no estás. Quise llamarte anoche pero volví tarde a casa y no me atreví a despertarte.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Hay novedades?

– Según cómo se mire. ¿Sabes quién es aquel gamberro de la conducta antisocial? ¿El del sumario que le han mangado a Baklánov?

– No. Tengo su nombre pero no me dice nada. ¿Quién es?

– El asesor de imagen de Vladímir Tarsukov.

– ¿Qué dices? ¿Del mismísimo Tarsukov?

– ¡Pues claro! Me gustaría saber qué clase de oficio le ha mandado el descerebrado de Baklánov a la presidencia, pero sospecho que el papel en cuestión nunca se materializó. No tiene agallas para mandarle comunicados a Tarsukov. Pero aunque se lo hubiese mandado, supongo que el propio Vladímir Ignátievich se habría encargado de que no lo leyese nadie más que él. ¿Te imaginas el escándalo si sale a la luz que Tarsukov, el orgullo y la gloria de la política económica de todas las Rusias, ha esculpido su imagen pública aconsejado por un delincuente común? Las amas de casa nacionales le adoran, y ¡zas!, ¡qué disgusto tan grande!

– Vaya, vaya, Yura, eso sí que es una sorpresa -gruñó Nastia, secretamente contenta porque tenía en qué ocupar la cabeza mientras el lujoso aerobús con el gracioso madrileño a bordo se acercaba a Moscú.

– ¿Qué planes tienes para hoy? -preguntó Korotkov.

– ¿Planes? Mis planes están por determinar. Estoy en Sheremetievo, tengo que recoger a un amigo de mamá que viene desde Madrid, luego tengo que acompañarle al hotel y, después de esto, el programa se acomodará a la conveniencia de ambas partes. ¿Qué me propones?

– Que nos encontremos en la ELEP [4]-dijo Korotkov-. Lleva allí a tu temperamental español, enséñale nuestros festejos populares con coros y danzas, y de paso discutiremos algunos asuntillos.

Nastia comprendió que en casa de Yura se había organizado la pelotera de turno y que necesitaba un sitio a donde escaparse. Normalmente en estos casos se refugiaba en el despacho. Lo que le proponía era, en realidad, lo mismo.

– ¿Vas al despacho? -le preguntó Nastia.

– ¿Ya lo has adivinado? -contestó Korotkov mustio-. Adónde voy a ir si no; está claro que voy al despacho.

– Quedamos a las cuatro delante de aquel chiringuito donde este verano comimos shashlyks [5] . ¿Te acuerdas?

– Claro que sí -respondió el joven animándose-. Gracias, Aska, sabía que podía contar contigo. Voy a llamar a Lusia, por si la dejan salir de casa. Se encargará de entretener a tu Escamillo mientras tú y yo charlamos.

La media hora de espera que le quedaba todavía a Nastia la pasó en el coche. Bajó la ventanilla, se reclinó en el asiento, encendió un pitillo y cerró los ojos. Tres casos. Tres sumarios. ¿Cuál de los tres? Desde luego, el de la conducta antisocial ahora cobraba un aspecto completamente distinto. Era el único que de veras merecía la pena robar. Había demasiado en juego, sobre todo teniendo en cuenta la situación política del momento. La guerra de Chechenia había dejado notar sus efectos, y mucho, en la distribución de fuerzas en las altas esferas. Tarsukov se había apuntado al bando del presidente, y una piedra tirada a su tejado se convertiría en una bomba que pondría bajo amenaza al líder legítimamente elegido. La carpeta con los materiales de una causa penal que arrojaba sombras de duda sobre uno de los acólitos del presidente resultaba igual de atractiva tanto para el propio Tarsukov como para sus adversarios. Tarsukov la necesitaba para ocultarla; sus adversarios, para hacer público su contenido. Tanto en un caso como en otro, el robo representaba un modo perfectamente aceptable de resolver el problema. Aunque, pensándolo bien, Tarsukov lo tendría mucho más fácil si emplease los viejos y probados métodos: dinero y llamadas telefónicas. Sólo en el caso de que le fallasen, no le quedaría más remedio que recurrir al robo. Pero con una reserva: había que formarse una idea muy exacta del talante del juez de instrucción Baklánov y tener la seguridad de que no armaría la de Dios es Cristo con motivo de la sustracción de los sumarios. Había que saber a ciencia cierta que Oleg Nikoláyevich Baklánov era un necio y un cobarde. Por lo demás, tal conocimiento difícilmente podría calificarse de arcano impenetrable. Quien tomó la decisión de robar los documentos debía ser buen psicólogo y supo anticipar la reacción del juez. ¿O se puso de acuerdo con él, ofreciéndole un pastón a modo de recompensa por los disgustos que le acarrearía? ¡Menudos disgustos! Un expediente disciplinario por motivo de negligencia grave no era una simple sanción, por dura que fuese. Claro estaba que no le meterían en la cárcel pero le amargarían la vida en serio. No, esta versión de los hechos no acababa de sostenerse en pie.

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