Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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Sin embargo, en cuanto Dotsenko salió de su piso, la sonrisa se borró de su rostro al instante. Lo que empezaba a vislumbrar tras escuchar el relato de la testigo no le hacía ni pizca de gracia.

Llamó a Nastia desde la primera cabina telefónica que encontró en su camino.

– Anastasia Pávlovna, me temo que tendré que molestarla.

– ¿Qué sucede? ¿Ha ido a ver a Tovkach?

– Sí, y ahora tengo que ir al centro médico americano. Definitivamente, aquí hay gato encerrado.

– ¿Me necesita de intérprete? -adivinó Nastia.

– Bueno, si no es pedir demasiado -dijo Misha sonriendo blandamente.

Llegaron al Centro de Diagnósticos cuando ya estaban a punto de cerrar. Les llevaron a ver al administrador sin pérdida de tiempo, y luego se dirigieron al Departamento de Información y Control, donde obtuvieron el listado de todas las consultas médicas que se habían efectuado en el Centro de Diagnósticos a hijos de los empleados del banco Exim, y al final pudieron ver a los médicos que habían atendido a los niños que había llevado allí Galaktiónov.

– Yo advertí a los padres enseguida de que no había esperanza de que el niño se recuperase -declaró el primero de los médicos entrevistados sin apartar la mirada del monitor donde aparecían todos los datos del niño examinado al que se había diagnosticado leucemia-. ¿Qué otros niños le interesan?

– Éstos -respondió Nastia tendiéndole una lista que incluía siete nombres.

El Departamento de Información y Control le había proporcionado esta lista de los hijos de los empleados del banco Exim.

– Todos pertenecen a casos de enfermedades de la sangre, doctor Farrell.

– Desgraciadamente, ninguno de esos niños tenía la menor posibilidad de recuperación -anunció Farrell encogiéndose de hombros-. Y en cada caso así se lo dije a los padres.

– ¿Recuerda si venían acompañados siempre por el mismo intérprete?

– Sí, me acuerdo bien porque aquel hombre no tenía aspecto de intérprete. Se llamaba Alexandr, ¿no es así?

– Sí. ¿Por qué dice que el hombre no tenía aspecto de intérprete?

– ¿Sabe?, los intérpretes suelen comportarse con indiferencia. Los problemas de la gente a la que ayudan con su traducción no les importan. En cambio, Alexandr daba la impresión de estar interesado en la suerte de cada niño. No sé cómo se lo explicaría… Llevaba al niño de la mano, le acariciaba el pelo, mantenía una actitud protectora o algo así. También con los padres se mostraba muy atento y solícito, incluso diría que los mimaba especialmente. Piense cómo es esto, escuchar el veredicto que te dice que para tu hijo no hay esperanza, que no se pondrá bien nunca sino que lo más probable es que muera en un futuro casi inmediato. Pero Alexandr sabía encontrar las palabras justas, que animaban a los padres a recibir la terrible noticia con valentía y fortaleza. Por supuesto, algunos lloraban, pero cuando Alexandr estaba delante nunca se producían ni ataques de histeria ni desmayos.

– Gracias, doctor Farrell -dijo Nastia.

Con una nueva lista de los hijos de los empleados del banco Exim en ristre, fueron a ver al médico siguiente, al doctor Totenheim, oncólogo. Nastia tenía en el bolso dos listas más, cuyas cabeceras contenían, respectivamente, los nombres del «doctor Robinson, enfermedades del cerebro» y del «doctor Linnes, enfermedades de la columna vertebral».

No escucharon nada nuevo. Todos los hijos de los empleados del banco Exim habían llegado acompañados por un tal Alexandr, un hombre sumamente atento y amable, y todos esos niños padecían enfermedades incurables. En algunos casos se advertía a los padres de que sin intervención quirúrgica al niño le quedaban uno o dos años de vida; una operación realizada con éxito le regalaría, cuando no una existencia completamente normal, sí una vida larga, aunque todo parecía indicar que el niño, con toda seguridad, no soportaría esa operación. En otros casos se les dijo con franqueza que el pequeño se estaba muriendo y que únicamente un milagro podría salvarle. Y en otros casos más se les anunció que sí había una probabilidad, no muy grande, pero la había. Esos casos habían sido pocos, sólo tres de los veintinueve. Pero, a pesar de todo, los hubo.

– Veo que hay algo que no le gusta -observó uno de los médicos, el doctor Robinson-. Su expresión la delata.

– ¿Sabe?, en nuestro país no se suele hablar con el paciente del pronóstico, sobre todo cuando se trata de decirle que ese pronóstico es negativo. Nuestros médicos tratan a sus pacientes con más… tal vez con más compasión. El enfermo no debe perder la esperanza, si no…

– El enfermo debe conocer la verdad sobre sí mismo y sobre su vida -la interrumpió con brusquedad Robinson, hombre de piel oscura, baja estatura, facciones cinceladas y pelo espeso y lacio-. Si no, sumergirá a sus allegados en un abismo de desbarajustes económicos y legales. Le ruego que me disculpe la franqueza, miss, pero en su poco civilizado país la gente no ha empezado todavía a entender esta clase de razonamientos. Cuando cada uno de ustedes tenga al menos una cosita pequeñita en propiedad y, en consecuencia, asuma ciertos derechos y obligaciones, y se vea obligado a pensar en herederos y sucesores, cuando se implante aquí un sistema de seguros amplio y complicado, entonces nos comprenderán. Pero no antes. ¿Puedo ayudarla en alguna cosa más?

Tras abandonar el Centro de Diagnósticos, Nastia y Dotsenko fueron a toda prisa a la Fundación de Ayuda a la Infancia creada por Alemania para los niños que necesitaban algún tratamiento médico. Para ser admitido en la fundación, el niño debía ser examinado por los especialistas del Centro de Diagnósticos. A los padres, esa revisión médica les salía gratis, ya que era el banco intermediario el que mandaba a los niños al centro y el que corría con todos los gastos. Luego, tras obtener el dictamen de los médicos del centro, los padres acudían a la fundación. Allí, los documentos presentados eran estudiados y se seleccionaba entre los niños a los que serían enviados a las mejores clínicas de Occidente. La fundación asumía parte de los costes del tratamiento aunque su función principal consistía en conceder al enfermo la posibilidad de desplazarse al extranjero e ingresar en una clínica que contase con especialistas necesarios. La fundación determinaba también el importe que los padres del niño enfermo debían abonar en concepto de tratamiento. Pero si el niño moría durante su estancia en la clínica, a los padres se les reembolsaba casi íntegramente el pago previamente satisfecho.

Lo que les contaron en la fundación les angustió más todavía. De los veintinueve padres que Alexandr Galaktiónov llevó al Centro de Diagnósticos, veintiséis presentaron sus solicitudes a la fundación. Cuatro de éstas fueron denegadas, los otros veintidós niños fueron enviados a centros médicos extranjeros. Fallecieron todos. Los padres de tres pequeños nunca acudieron a la fundación. Los niños en cuestión eran justamente aquellos que tenían una probabilidad, aunque mínima, de recuperación.

– Ya es suficiente, Misha, no lo aguanto más-declaró Nastia con un suspiro cuando salieron del lujoso edificio que albergaba la fundación alemana-. Tengo la sensación de que me han tirado a una cloaca. Ahora sólo nos falta ir a ver a las veintidós familias que perdieron a sus hijos, y preguntarles si han cobrado el dinero que la fundación devolvió. Estoy segura de que no han cobrado nada. Firmaron papeles mirándolos sin ver, con los ojos cegados por el dolor, y eso fue todo. No hablan ni leen ni alemán ni inglés. De todos los padres que acudían al banco intermediario para solicitar ayuda, ese cabrón escogía sólo a aquellos cuyos hijos padecían enfermedades especialmente graves, y probablemente terminales, que no sabían idiomas extranjeros y precisaban los servicios de un intérprete. El médico les dice que el niño no vivirá, y ¿qué les cuenta Galaktiónov a los padres? Aprovechando su ignorancia general y su desconocimiento del idioma, les calienta la cabeza con enorme agilidad. Por eso a los médicos les sorprendía tanto que sus trágicos veredictos nunca provocasen ni llantos ni crisis nerviosas a los padres. Pero lo más repugnante de todo es que abusaba de la confianza de un padre o una madre cuyo hijo se estaba muriendo y que tanto deseaba que le dieran al menos alguna esperanza. La esperanza de un milagro. En esta situación, la gente tiende a abandonar la actitud crítica y a creerse a pies juntillas cualquier disparate, sólo porque quieren creérselo con locura. Y ese sinvergüenza se aprovechaba de su estado de ánimo. Cuando un niño moría, el banco recibía de la fundación la transferencia del dinero que se devolvía a los padres. Galaktiónov les llevaba papeles, les señalaba con el dedo dónde tenían que firmar y pronunciaba unas palabras de condolencia. Los padres ni se enteraban de lo que estaban firmando, se marchaban y Galaktiónov se metía el dinero en su propio bolsillo. ¡Bazofia humana!

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