Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– Papá, no te preocupes, tengo el vídeo desde el mes de octubre. No es mío, es decir, no del todo…

– Anastasia, ¿de qué me estás hablando? ¿Es que ahora tenemos secretos?

– Papá, escucha…

De golpe sintió que las lágrimas, por traición, le asomaban a los ojos y que un calambre asqueroso -el anuncio de un inminente llanto- le inmovilizaba los labios. No podía ponerse a contarle la historia de Bokr [7], pues se echaría a llorar enseguida. Aquel hombrecillo pequeño y divertido, el presidiario lingüista e intelectual, cumplidor, imaginativo, dueño de su palabra, poseía todas las cualidades que se esperaban de un hombre de verdad. Ecuánime, reservado, dotado de tacto y comedimiento. Absurdo y a veces conmovedor, que reía con una risa estridente y alocada. Le trajo ese vídeo para que pudiera ver las cintas que filmaba obedeciendo sus órdenes cuando Nastia se ocupaba de una investigación extraoficial. Se lo trajo pero luego no se lo llevó porque le mataron. Murió en un hospital, delante de Nastia. Tal vez, algún día aprendería a hablar de él con calma, sin sucumbir a la histeria. Tal vez algún día…

– Te lo contaré luego. Eso es todo, papá, me estoy cayendo de sueño. Un beso -dijo en un tono relativamente normal para que Leonid Petróvich no se percatara de nada.

Colocó con suavidad el auricular sobre la horquilla, apagó deprisa el televisor y la luz, se derrumbó encima de la cama, hundió la cara en la almohada y dio rienda suelta a los sollozos.

3

Bajó de la cama moviéndose con cuidado para no despertar a la mujer y se deslizó hacia el pasillo de puntillas. Cerró tras de sí la puerta del dormitorio, respiró hondo, en el cuarto de baño descolgó del gancho el albornoz de listas oscuras y entró en la habitación que hasta hacía poco había sido de su hija y que, ahora que se había casado y vivía con la familia del marido, se había convertido en su estudio.

Lo había decorado con amor y sentido común. Compró las estanterías y luego las colgó personalmente en las paredes, recorrió tiendas de muebles hasta encontrar un escritorio a su gusto, grande y con una fila de cajones a cada lado, donde pudiera colocar ordenadamente todos los papeles y documentos sin confundir ni perder nada. La luz del día no le agradaba, por lo que hizo instalar en el estudio unas tupidas cortinas oscuras que siempre permanecían corridas y no dejaban pasar casi nada de luz, con lo que el cuarto se mantenía en una reconfortante penumbra.

También había sido él mismo quien perforó la pared que había junto al escritorio para instalar allí una pequeña caja fuerte. No guardaba en ella nada especial, para los documentos secretos utilizaba la de su despacho, pero quería crear la sensación de retraimiento, de aislamiento del mundo exterior, de sus familiares, la seguridad de que si le apetecía ocultarles algo, podría hacerlo. Lo que más odiaba era estar a la vista, cuando todo el mundo lo sabía todo de él. Esto no se aplicaba únicamente a los extraños sino, en la misma medida, a su mujer. La idea de que alguien supiese demasiadas cosas de él le resultaba insoportable, no porque tuviese algo que ocultar sino porque le producía el mismo efecto que si se encontrase desnudo en medio de la gente perfectamente vestida. Desde la edad más tierna defendía su derecho a poseer un secreto propio, puesto que en la barraca, donde vivían apiñados, sin caber ni de pie, se imponía la condición de indiscreción forzosa. Si a uno le daba diarrea, todos los demás se enteraban enseguida porque para ir al retrete, situado en el patio, se tenía que pasar debajo de todas las ventanas. En aquella barraca no se podía ocultar nada, ni una sola palabra, ni un solo gesto, por insignificante que fuera. Su infancia le había llenado de odio hacia la gente y había forjado su talante patológicamente retraído.

Ese estudio acabó por convertirse en su verdadera casa, en su refugio, en el único lugar donde encontraba al menos un simulacro de paz.

Encendió la lámpara de sobremesa pero no la luz del techo, marcó el código en el tablero de la portezuela, abrió la caja fuerte, extrajo una abultada carpeta y se sentó a la mesa. Hojeó con movimientos mecánicos, sin leer, las primeras páginas. Aquí estaban. Las fotos.

Las fotografías eran en blanco y negro pero aun así permitían ver con claridad aquello que deseaba ver. El hermoso cuerpo de Yevguéniya Voitóvich mutilado con el enorme cuchillo de cazador, y la sangre, la sangre, la sangre… Incluso muerta, incluso muerta de esa muerte tan espantosa, la mujer conservaba su belleza, y su maravilloso rostro seguía siendo hermoso, perfecto y lleno del misterio que él nunca penetró. «Quiero a mi marido», le había repetido. Tontita. ¿Cuál era la esencia de tu amor? ¿Para qué le querías? ¿Para dejar que, al final de todo, su mano de carnicero te aniquilase y martirizase?

Después de aquellas dos conversaciones por teléfono tardó en recuperar la serenidad. Tenía la impresión de haber rozado algo incomprensible y enigmático, algo que, por más que se esforzara, escapaba a su comprensión. Y entonces, por primera vez en su vida, se asustó de verdad. Tal vez no estaba tan bien como creía. Tal vez su frialdad emocional, que a él le parecía perfectamente normal, era en realidad un horrible defecto, un vicio, una malformación, una insospechada anormalidad. Pero eso significaría que el propio concepto de su yo, que tan minuciosamente había construido, estaba equivocado, que toda su vida había sido un error, que por lo bajo la gente se reía de él y le compadecía como se compadecía a los minusválidos y a los monstruos.

La idea le sorprendió de tan dolorosa que era. Y se puso a erigir en torno a su yo un muro de contención. Yevguéniya Voitóvich era una joven bobita y hueca, que por simplicidad se había creído las palabras leídas en los libros y las imágenes vistas en el cine. El amor no existía, no lo había, lo único que había eran distintas formas de convivencia de personas que por unos motivos u otros se aguantaban mutuamente. Aquí estaba la prueba definitiva de que el amor no existía. Aquí estaba esta prueba, la tenía en la mano, la acercaba a la luz, la estaba mirando, y era real. El amor, en cambio, era un mito.

Volvió la página y releyó con atención las escuetas líneas:

… Las superficies cutáneas… están manchadas de sangre. El cadáver se presenta tibio al tacto. El rigor mortis está poco pronunciado… La temperatura del cuerpo tomada en el recto mediante termómetro químico capilar… Al golpear bruscamente con el mango del martillo de reflejos la zona delantera del hombro derecho no cubierta por la ropa, se observa la tumefacción de los tejidos musculares en el tercio medio… La herida rectilínea vertical navicular de 3,8 cm (juntando los bordes)… Horizontal… de 3,6 cm de largo… Vertical… de 3,9 cm de largo… Horizontal… de 16,4 cm de largo…

Comprendía que no debería tenerlo en casa. No era por eso para lo que había hecho robar el sumario. Necesitaba recuperar la nota que Voitóvich había escrito antes de morir. El juez instructor se había negado a enseñársela, cosa que le infundió malos presentimientos. ¿Qué ponía? ¿Qué habría escrito ese cretino antes de ahorcarse? Era preciso conseguir la nota a cualquier precio, para destruirla o para asegurarse de que su alarma estaba inmotivada. La consiguió, y en efecto, la nota contaba muchas cosas pero los únicos que podrían comprenderlas eran los que ya LO sabían. Y lo sabía poca gente. A todos los demás la nota les parecería un delirio incoherente de un hombre corroído por el arrepentimiento después de haber perpetrado el cruel asesinato. Galaktiónov había hecho el trabajo pulcramente, y además eljuez de instrucción le ayudó sin sospecharlo. Se acobardó y se calló que, infringiendo lo dispuesto por todas las ordenanzas, siempre dejaba abiertos tanto el despacho como la caja fuerte. En vez de cantar la palinodia, al parecer, organizó un pequeño incendio encima de la mesa como excusa para explicar la desaparición de los sumarios. Bien hecho, miedica, pequeño gorrión gris timorato, eres más listo que un listón.

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