Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– ¿Y aquellos tres? -añadió Misha huraño, cogiendo a Nastia del brazo porque, absorta en su ira, ni se daba cuenta de que se metía en todos los charcos profundos, en los que el agua negra se mezclaba con la nieve sucia y húmeda-. ¿Qué les debió de decir? ¿Que no se podía enviar a sus hijos a curarse? ¿Por qué no fueron a presentar sus solicitudes a la fundación?

– Podríamos, por supuesto, preguntárselo a ellos, pero ya está claro que les contó alguna milonga. Les debió de contar que clínicas como la que necesitaban no existían o que las enfermedades de esa clase no tenían cura, o que su caso particular no cumplía con algún requisito. ¿Para qué iba a enviarlos al extranjero si había posibilidad de que el niño se curase? En este caso no se embolsaría la pasta.

– Pero si no perdía nada -objetó Misha-. No era él quien les pagaba el tratamiento. Podría haberlos mandado a la clínica, ¿qué le importaba?

– Nada. Esto es lo más asqueroso de todo. Probablemente, creía que las fundaciones benéficas existían con el único fin de engordarles las carteras a todos los espabilados Galaktiónov de este mundo, y no para ayudar a la gente y hacer bien. Ni se le pasó por la cabeza pensar que, ya que el banco había pagado de todos modos la consulta con el especialista para el niño que tenía una posibilidad de recuperación, ¿por qué no dejar que la fundación hiciese el resto? La fundación era para él un medio para desplumar a los desgraciados padres. ¿Se acuerda de cómo lo dijo la mujer de Galaktiónov, cuando vendió una vieja cerradura metida en la caja de cámara fotográfica?

– ¿«Me habría perdido todo el respeto a mí mismo»?

– Exactamente. Ya lo ve, Míshenka, ahora tengo la absoluta certeza de que, si el sumario de Dima Krasnikov, en efecto, fue a parar a las manos de Galaktiónov, Líkov está diciendo la verdad. Un sujeto de su calaña es muy capaz de anunciar a los cuatro vientos un secreto ajeno, de echárselo a un pedigüeño como si fuera un hueso de la mesa del gran señor, con tal de no apoquinar.

Misha tuvo el detalle de guiarla por la calle dando rodeos alrededor de los charcos grandes.

– ¿Va a su casa? -preguntó cuando se acercaron a la parada de autobús, y bizqueó los ojos intentando distinguir los números de las líneas apenas visibles en las tinieblas nocturnas.

– No, todavía debo pasar por el despacho. Esta mañana he salido corriendo en cuanto me ha llamado, y he dejado todos los papeles encima de la mesa, entre otros, los que tengo que llevarme a casa. ¿Y usted?

– Yo también voy para allá. Creo que éste nos sirve -dijo señalando con la cabeza el moderno Icarus que se acercaba a la parada repleto de gente-. Adelante, Anastasia Pávlovna, nos dejará junto al metro.

– ¡Pero qué dice, Míshenka! -exclamó Nastia espantada al ver una muchedumbre de pasajeros en su interior y otra, casi igual de nutrida, de personas que se disponían a atacar el autobús desde la calle-. Esto sería mi muerte. No puedo estar entre empujones en un ambiente donde no se puede respirar, me dará un soponcio. Vamos andando, andando, sólo andando.

– Pero queda lejos -le advirtió con toda honradez Misha, conocedor como era de las leyendas que corrían por el departamento sobre la increíble pereza de Anastasia Kaménskaya-. Andando tardaremos unos veinte minutos.

– Da igual -declaró Nastia y movió la cabeza para recalcar su decisión-. Siempre será mejor que desmayarme y tener que oler amoníaco para volver a la vida.

Se encaminaron despacio por la calle oscura e inhóspita. La impresión que les había causado la profunda amoralidad de Alexandr Galaktiónov resultaba tan impactante que, por algún motivo, a los dos les partía el corazón no ya mencionarla sino tan sólo pensar en ella. La acera era ancha, Nastia avanzaba casi sin mirar al suelo y no sospechaba que, en realidad, a partir de ese día, estaba caminando sobre una tabla estrechísima, a ambos lados de la cual acechaba… la muerte.

2

Al llegar a casa, lo primero que hizo Nastia fue meterse bajo la ducha caliente. Le parecía que la suciedad del alma de Galaktiónov, fallecido hacía ya algún tiempo, se le había metido en los poros de la piel. Obedeciendo al puro instinto, se lavó con ahínco, como si quisiera arrancársela.

Después de ducharse se sintió algo mejor. El dolor de la espalda se había atenuado, y habían desaparecido los desagradables escalofríos, esos compañeros suyos casi permanentes por culpa de la mala circulación. Nastia se preparó un café bien cargado, abrió una lata de conservas y cortó una rebanada de pan, pero de repente, al notar el olor de las conservas, guardó la lata en la nevera. No tenía apetito. En vez de comer, se metió entre pecho y espalda dos vasos llenos hasta los bordes de zumo de naranja helado que sacó de la nevera.

A pesar del café caliente, volvía a tener escalofríos. Se metió en la cama, se cubrió con dos mantas, enchufó el vídeo, introdujo la cinta de su concierto favorito que los tres grandes tenores -José Carreras, Plácido Domingo y Luciano Pavarotti- dieron en el Campeonato del Mundo de fútbol.

Nastia se dejó llevar con deleite por la brillante maestría de los cantantes, que en el campo, con O sole mio, estaban representando un auténtico espectáculo futbolístico, en el que intervenían un respetabilísimo y muy serio delantero centro, un risueño medio centro y un divertido e inquieto alevín que parecía corretear al lado del formidable veterano quejándose: «¡Deja ya de chupar pelota! ¡Pásamela a mí!». Había que poseer unas dotes cómicas extraordinarias para representar esas pasiones futboleras mientras interpretaban la popular canción napolitana. Y a modo de conclusión, por supuesto, sonó el Aria de Calaf, el gran Pavarotti nunca abandona el escenario de ningún concierto sin interpretarla. El público, sencillamente, no le deja. Nastia estaba dispuesta a ver una y otra vez, mil veces, cien mil veces, su cara ensimismada, que al final del aria iluminaba una sonrisa triunfal, y escuchar su espléndida voz que proclamaba: «Vxncerol Vincero!». En ese momento, ningún espectador dudaba de que ese sesentón rollizo y sudoroso, de poblada barba negra, dentadura de blancura deslumbrante e inevitable pañuelo en la mano, en efecto iba a derrotar al enemigo una vez se ponía al mando del ejército, tal como juraba el príncipe Calaf…

La ley de la vileza universal ordenaba que justamente en ese momento debía sonar el teléfono. Y, faltaría más, sonó.

– ¿Qué hay de tu vida, niña? -dijo la voz de Leonid Petróvich.

– Sin novedad.

– ¿Sigues pensando en casarte? ¿No has cambiado de idea?

– De momento, parece que no -bromeó Nastia sin ganas.

– Oye, ¿qué tienes allí? -preguntó el padrastro poniéndose en guardia al reconocer en el auricular la voz del famoso cantante-. ¿Es Pavarotti? ¿En qué canal lo dan? Espera, voy a poner la tele.

– Es el vídeo.

– ¿Desde cuándo tienes tú vídeo?

En la voz del padrastro resonó de repente la suspicacia. No se cansaba de repetirle a Nastia lo de «la doncella que honra pierde más feliz estará muerta». Un funcionario de policía no podía tener más que su nómina y las retribuciones por su actividad creativa y docente. Ni un céntimo debía provenir de otras fuentes. Aprobaba que Nastia aprovechase las vacaciones para ganar un dinerillo extra haciendo traducciones del inglés o francés para las editoriales, pero también estaba enterado de cómo y en qué gastaba sus ingresos, tanto los mensuales como los extraordinarios. De aquí que sabía muy bien que no se había comprado un vídeo y que no podía comprárselo a menos que pidiese un préstamo. Cosa que no sería propia de Nastia…

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