P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Aceptando al fin que no tenía esperanzas de dormir, se levantó de la cama, se puso los pantalones y un jersey grueso y se lio una bufanda al cuello. Quizás un paseo rápido y vigoroso por el camino lo cansaría lo suficiente para que valiera la pena volver a acostarse.

A medianoche había caído un chaparrón breve pero fuerte, y el aire olía a limpio y fresco, pero no hacía mucho frío. Andaba a zancadas bajo un cielo cubierto de estrellas, sin otro sonido que el de sus pasos. Luego notó, como un presentimiento, que se levantaban ráfagas de aire. La noche cobraba vida mientras el viento silbaba a través de los setos pelados y hacía crujir las ramas altas de los árboles, sólo para amainar tras el fugaz tumulto tan rápidamente como se había desencadenado. Y de pronto, al aproximarse a la Mansión, vio llamas. ¿Quién estaría haciendo una hoguera a las tres de la madrugada? Se quemaba algo en el círculo de piedras. Sacó el móvil del bolsillo, llamó a Kate y Benton, y, con el corazón aporreándole el pecho, echó a correr hacia el fuego.

4

No puso el despertador a las dos y media, temerosa de que, por deprisa que acallara su ruido, lo oyera alguien. Pero no necesitaba ningún despertador. Durante años había sido capaz de despertarse a una hora determinada, igual que podía fingir sueño de forma tan convincente que su respiración se volvía poco profunda y ella misma apenas sabía si estaba despierta o dormida. Las dos y media era una buena hora. Medianoche era la hora de las brujas, la hora poderosa del misterio y las ceremonias secretas. Sin embargo, el mundo ya dormía a medianoche. Y si el señor Chandler-Powell estaba inquieto, quizá saldría a dar un paseo a las doce, pero no andaría por ahí a las dos y media, ni tampoco los más madrugadores. Mary Keyte fue quemada a las tres de la tarde del 20 de diciembre, pero la tarde estaba descartada para su acto de expiación vicaria, la ceremonia final de identificación que silenciaría para siempre la atribulada voz de Mary Keyte y le daría paz. Las tres de la madrugada sería una buena hora. Y Mary Keyte lo entendería. Lo importante era rendirle el último homenaje, volver a representar lo más fielmente que se atreviera aquellos terribles minutos finales. El 20 de diciembre era tanto el día idóneo como acaso su última oportunidad. Podría ser muy bien que la señora Rayner la pasara a buscar mañana. Estaba lista para irse, cansada de que le dieran órdenes como si fuera la persona menos importante de la Mansión cuando, ojalá lo supieran, era la más poderosa. No obstante, pronto habría terminado toda servidumbre. Sería rica y pagaría a gente para que cuidara de ella. Pero primero estaba esta despedida final, la última vez que hablaría con Mary Keyte.

Menos mal que había hecho los planes con antelación. Tras la muerte de Robin Boyton, la policía había precintado las dos casas. Sería arriesgado siquiera visitarlas después de anochecer, e imposible abandonar en cualquier momento la Mansión sin que la viera el equipo de seguridad. Pero había actuado tan pronto como la señorita Cresset le dijo que llegaba un huésped al Chalet Rosa el mismo día que la señorita Gradwyn había ingresado para ser operada. Su trabajo consistía en fregar los suelos o pasar la aspiradora, quitar el polvo y abrillantar muebles, y hacer la cama antes de que llegara la persona en cuestión. Todo había cuadrado. Todo había salido según lo planeado. Incluso tenía el cesto de mimbre con ruedas para llevar la ropa limpia y recoger las sábanas y toallas sucias, el jabón para la ducha y el lavabo y la bolsa de plástico con los productos de limpieza. Podría utilizar el cesto para acarrear dos de las bolsas de astillas desde el cobertizo del Chalet Rosa, una cuerda para tender que había ahí tirada, y dos botes de parafina envueltos con periódicos viejos que llevaba siempre para aplicar la parafina sobre los suelos recién fregados. La parafina, aunque estuviera bien guardada, tenía un olor fuerte. Pero ¿en qué lugar de la Mansión podía esconderla? Decidió meter los botes en dos bolsas de plástico y, después de oscurecer, esconderlos bajo la hierba y las hojas de la zanja que había junto al seto. La zanja era lo bastante profunda para impedir que los botes se vieran, y el plástico los mantendría secos. Podía guardar la leña y la cuerda en su maleta grande, debajo de la cama. Allí nadie las encontraría. Ella era la responsable de limpiar su habitación y hacer su cama, y en la Mansión todos eran muy puntillosos con respecto a la privacidad.

Cuando el reloj marcó las dos cuarenta, se preparó para salir. Se puso el abrigo más oscuro, que tenía una caja grande de cerillas en el bolsillo, y se envolvió la cabeza con una bufanda. Tras abrir la puerta despacio, se quedó de pie un instante sin atreverse apenas a respirar. La casa estaba en silencio. Ahora que ya no había peligro de que ningún miembro del equipo de seguridad patrullara de noche, podía moverse sin miedo de que ojos y oídos vigilantes estuvieran alerta. Sólo los Bostock dormían en la parte central de la Mansión, y no tenía por qué pasar frente a su puerta. Con las bolsas de astillas y la cuerda de tender enrollada alrededor del hombro, se desplazó en silencio, con pasos cuidadosos, por el pasillo, y luego por la escalera lateral hasta la planta baja, hacia la puerta oeste. Como antes, tuvo que ponerse de puntillas para descorrer el cerrojo. Se tomó su tiempo, procurando que ningún chirrido metálico alterara el silencio. Luego hizo girar la llave con cuidado, salió a las tinieblas nocturnas y cerró la puerta a su espalda.

Era una noche fría, titilaban las estrellas en lo alto, el aire p.i recia ligeramente luminoso, y unos jirones de nubes navegaban por el cielo hacia el brillante gajo de la luna. De pronto se levantó el viento, no soplaba de manera uniforme sino a ráfagas, como un aliento expulsado. Ella se desplazaba como un fantasma por la senda de los limeros, corriendo de un tronco a otro para ocultarse. De todos modos, en realidad no tenía miedo de que la vieran. El ala oeste estaba a oscuras, y no había otras ventanas que dieran a la senda. Cuando llegó al muro de piedra y las piedras blanqueadas por la luna estuvieron totalmente a la vista, una racha de viento silbó a lo largo del negro seto haciendo crujir las ramas desnudas y susurrar y oscilar la alta hierba más allá del círculo. Lamentó que el viento fuera tan irregular. Sabía que avivaría el fuego, pero su misma imprevisibilidad sería peligrosa. Esto iba a ser una conmemoración, no un segundo sacrificio. Debía procurar que el fuego no estuviera nunca muy cerca. Se lamió el dedo y lo levantó, intentando averiguar la dirección en que soplaba el viento, y acto seguido pasó entre las piedras tan silenciosamente como si temiera que hubiera alguien al acecho y dejó las bolsas de leña junto a la piedra central. Luego se dirigió a la zanja.

Tardó unos minutos en encontrar las bolsas de plástico con los botes de parafina; por alguna razón pensaba que los había dejado más cerca de las piedras, y la luna itinerante, con sus breves intervalos de luz y oscuridad, la desorientaba. Se deslizó agachada a lo largo de la zanja, pero sus manos tocaban sólo hierbajos y limo frío. Al fin encontró lo que buscaba y se llevó los botes hasta las bolsas de astillas. Ojalá hubiera cogido un cuchillo. El nudo de la primera bolsa estaba atado tan fuerte que debió dedicar unos minutos a deshacerlo hasta que por fin se abrió de golpe y las astillas se derramaron por el suelo.

Se puso a construir un círculo de leña dentro de las piedras. No debía estar demasiado desparramado, en cuyo caso el anillo de fuego sería incompleto, ni demasiado cerca por si prendía en ella. Inclinada y trabajando de manera metódica, al final concluyó el círculo a su entera satisfacción, y acto seguido desenroscó el tapón del primer bote de parafina con gran cuidado, y doblada en dos recorrió el círculo de astillas untándolas una por una. Reparó en que había sido demasiado generosa con la parafina, así que con el segundo bote fue más prudente. Ansiosa por encender el fuego y convencida de que la leña ya estaba bien rociada, utilizó sólo la mitad.

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