P. James - Muerte en la clínica privada

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– Boyton llega el jueves pasado -dijo Benton- y pasa por la Casa del Romero para averiguar la dirección de Grace Holmes en Toronto. Y fue después de esta visita cuando Candace Westhall supo que, por muy ridículas que fueran las primeras sospechas de Boyton, ahora éste estaba centrando la atención en el testamento. Fue Mog quien nos habló de la visita de Boyton a la Casa del Romero. ¿También fue con el chisme a Candace? Esta al parecer viaja a Toronto para darle a la señora Holmes una cantidad del legado del profesor Westhall, algo que se podía haber resuelto perfectamente por carta, teléfono o correo electrónico. ¿Por qué esperó tanto a recompensarla por sus servicios? ¿Y por qué era tan importante ver a Grace Holmes en persona?

– Si está pensando en una falsificación -dijo Kate-, hay un motivo claro, sin duda. Supongamos que en un testamento hay defectos de poca importancia que pueden corregirse. Los legados pueden modificarse si todos los albaceas dan su consentimiento, ¿no? Sin embargo, la falsificación es delito. Candace Westhall no podía arriesgarse a poner en peligro el prestigio y la herencia de su hermano. Pero si Grace Holmes aceptó dinero de Candace Westhall a cambio de su silencio, dudo mucho que alguien vaya a sacarle la verdad ahora. ¿Por qué iba a hablar? Quizás el profesor estaba siempre redactando testamentos y de pronto cambió de opinión. Todo lo que ella debe hacer es decir que firmó varios testamentos hológrafos y que no recuerda los detalles. Ayudó a cuidar al viejo profesor. Sin duda aquellos años no fueron fáciles para los Westhall. Ella seguramente pensaría que desde el punto de vista moral era correcto que heredaran el dinero el hermano y la hermana. -Miró a Dalgliesh-. Señor, ¿sabemos lo que estipulaba el testamento anterior?

– Precisamente se lo he preguntado al abogado cuando he hablado con él. La fortuna estaba dividida en dos partes. Robin Boyton recibiría la mitad en reconocimiento del hecho de que sus padres y él habían sido tratados injustamente por la familia; la otra mitad se dividiría a partes iguales entre Marcus y Candace.

– ¿Y él estaba enterado de esto, señor?

– Lo dudo mucho. Espero saber más el viernes. He quedado con Philip Kershaw, el abogado que se ocupó de ese testamento y del más reciente. Es un hombre enfermo que vive en una residencia de ancianos situada en las afueras de Bournemouth, pero ha accedido a recibirme.

– Es un motivo claro, señor -dijo Kate-. ¿Está pensando en detenerla?

– No, Kate. Sugiero interrogarla mañana bajo advertencia y grabar la sesión. Aun así, esto va a ser peliagudo. Sería desaconsejable, quizás incluso inútil, revelar estas nuevas sospechas sin más pruebas que las que tenemos. Sólo tenemos la declaración de Coxon de que Boyton estaba abatido tras la primera visita y lleno de júbilo antes de la segunda. Y el mensaje de texto a Rhoda Gradwyn podría significar cualquier cosa. Por lo visto, era un joven un tanto inestable. Bueno, esto ya lo comprobamos por nosotros mismos.

– Estamos avanzando, señor -dijo Benton.

– Pero sin pruebas físicas concluyentes sobre la posible falsificación o las muertes de Rhoda Gradwyn y Robin Boyton. Y para complicar más las cosas, tenemos en la Mansión a una asesina convicta. Esta noche ya no haremos más progresos y además estamos cansados, así que podemos dar por acabado el día.

Faltaba poco para la medianoche, pero Dalgliesh siguió avivando el fuego. Sería inútil ir a acostarse estando su cerebro tan agitado. Candace Westhall tuvo la oportunidad y los medios para cometer ambos asesinatos, era efectivamente la única persona que podía engatusar a Boyton para que fuera a la vieja despensa cuando estuviera segura de que estarían solos. Tenía la fuerza necesaria para meterlo en el congelador, se había asegurado de que sus huellas en la tapa tuvieran una explicación y había procurado que, al descubrirse el cadáver, alguien estuviera con ella y se quedara a su lado hasta que llegara la policía. Pero todo esto venía a ser un conjunto de datos circunstanciales, y Candace era lo bastante inteligente para saberlo. De momento Dalgliesh no podía hacer otra cosa que interrogarla bajo advertencia.

Fue entonces cuando se le ocurrió una idea y actuó movido por la misma antes de pensarlo dos veces y poner en duda su sensatez. Al parecer, Jeremy Coxon bebía hasta altas horas en su pub habitual. Quizás aún tenía el móvil conectado. Si no, volvería a intentarlo por la mañana.

Jeremy Coxon estaba en el pub. El ruido de fondo impedía una conversación coherente. Cuando Coxon supo que era Dalgliesh quien llamaba, dijo:

– Espere un momento, voy afuera. Aquí no le oigo bien. -Y al cabo de un minuto, añadió-: ¿Hay alguna noticia?

– De momento no -contestó Dalgliesh-. Si hay algún avance, nos pondremos en contacto con usted. Lamento llamarle tan tarde. Se trata de algo diferente pero importante. ¿Recuerda usted qué estaba haciendo el 7 de julio?

Hubo un silencio. Luego Coxon dijo:

– ¿Se refiere al día de los atentados?

– Sí, el 7 de julio de 2005.

Hubo otra pausa en la que Dalgliesh pensó que Coxon estaba resistiéndose a la tentación de preguntar qué tenía que ver el 7 de julio con la muerte de Robin. Después dijo:

– Pues claro. Es como el 11 de septiembre o el día que mataron a Kennedy. Uno se acuerda de estas cosas.

– En esa época, Robin Boyton era amigo suyo, ¿verdad? ¿Recuerda qué hizo él el 7 de julio?

– Recuerdo que me contó lo que hizo. Se encontraba en el centro de Londres. Apareció en el piso de Hampstead donde vivía yo entonces justo antes de las once de la noche y me tuvo ahí hasta las tantas contándome cómo se había escapado por los pelos y su larga caminata hasta Hampstead. Había estado en Tottenham Court Road, cerca del autobús donde explotó aquella bomba. Se le pegó una viejecita muy conmocionada, y estuvo un rato con ella tranquilizándola. Ella le dijo que vivía en Stoke Cheverell y que había ido a Londres el día anterior a ver a una amiga e ir de compras. Tenía previsto regresar al día siguiente. Robin quería quitársela de encima y consiguió parar un solitario taxi frente a Heal's, le dio veinte libras para la carrera, y ella se marchó ya bastante calmada. Típico de Robin. Dijo que mejor soltar veinte pavos que tener que cargar con la vieja el resto del día.

– ¿Le dijo cómo se llamaba?

– No. No sé el nombre de la señora ni la dirección de la amiga… ni, ya puestos, la matrícula del taxi. No fue nada del otro mundo, pero sucedió.

– ¿Es todo lo que recuerda, señor Coxon?

– Es todo lo que él me contó. Hay otro detalle. Me parece que sí mencionó que ella era una criada jubilada que ayudaba a sus primos a cuidar a un pariente anciano que les habían endilgado. Lamento no ser de más ayuda.

Dalgliesh le dio las gracias y cerró el móvil. Si lo que Coxon le había dicho era exacto y si la mujer era Elizabeth Barnes, de ninguna manera podía haber firmado el testamento el 7 de julio de 2005. Pero ¿era Elizabeth Barnes? Podía haber sido cualquier mujer del pueblo que trabajara en la Casa de Piedra. Boyton les habría podido ayudar a localizarla. Pero estaba muerto.

Ya eran más de las tres. Dalgliesh seguía despierto e inquieto. El recuerdo que tenía Coxon del 7 de julio era de oídas, y ahora que Boyton y Elizabeth Barnes estaban muertos, ¿qué posibilidad había de localizar a la amiga con la que ella había estado o el taxi que la había llevado? El conjunto de su teoría sobre la falsificación se basaba en datos incidentales. No le gustaba nada efectuar una detención si no iba acompañada de una acusación de asesinato. Si la investigación fracasaba, el acusado quedaba manchado por la sospecha, y el agente adquiría fama de emprender acciones imprudentes y prematuras. ¿Iba a ser uno de esos casos tan poco gratificantes, que por cierto no escaseaban, en que se sabía la identidad de un asesino pero no había pruebas suficientes para practicar una detención?

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