P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– No, y no me sorprende. Es decir, no me sorprende que no me lo dijera. Seguramente ella le pidió que guardara el secreto. Robin era capaz de guardar un secreto si pensaba que le convenía. Sólo me dijo que pasaría unos días en el chalet de huéspedes de Stoke Cheverell. En ningún momento mencionó que Rhoda estaría allí.

– ¿Cuál era su estado de ánimo? -preguntó Kate-. ¿Parecía entusiasmado o tuvo usted la impresión de que era sólo una visita rutinaria?

– Como he dicho, tras la primera visita regresó abatido, pero cuando se fue el pasado jueves por la noche estaba excitado. Pocas veces lo he visto más contento. Dijo algo de que a la vuelta me traería buenas noticias, pero no lo tomé en serio las buenas noticias de Robin al final solían ser noticias malas o inexistentes.

– Aparte de esa primera llamada, ¿volvió a hablar con usted desde Stoke Cheverell?

– Sí. Me llamó después de que ustedes le interrogaran. Dijo que habían sido muy duros con él, no especialmente considerados con un hombre que lloraba la pérdida de una amiga.

– Lamento que se sintiera así -dijo Kate-. Pero no presentó ninguna queja formal sobre el trato recibido.

– ¿Lo habría hecho usted en su lugar? Sólo se enemistan con la policía los idiotas o los muy poderosos. Al fin y al cabo, ustedes no le agredieron con cachiporras. Sea como sea, me telefoneó después del interrogatorio en el chalet y yo le dije que viniera y que dejara que la policía le acribillara a preguntas aquí, donde yo procuraría que estuviera presente mi abogado si era preciso. No era una propuesta totalmente desinteresada. Estábamos hasta arriba de trabajo y lo necesitábamos. Me dijo que estaba decidido a quedarse toda la semana que había reservado. Habló de no abandonarla en la muerte. Un poco histriónico, pero así era Robin. Naturalmente, entonces él ya sabía más cosas sobre el asunto: me dijo que la habían encontrado muerta a las siete y media de la mañana del sábado y que parecía un crimen con complicidad interna. Después yo lo llamé varias veces al móvil y no hubo respuesta. Dejé mensajes diciendo que me llamara, pero en vano.

– Según ha dicho usted antes -dijo Benton-, la primera vez que llamó parecía asustado. ¿No le pareció extraño que quisiera quedarse habiendo un asesino suelto?

– Sí. Le pregunté por qué, y me contestó que tenía un asunto inacabado.

Hubo un silencio. La voz de Kate fue indiferente adrede.

– ¿Un asunto inacabado? ¿No le dio ninguna pista?

– No, y no pregunté. Como he dicho, Robin podía ser muy histriónico. Quizá pensaba echar una mano en la investigación. Había estado leyendo una novela policíaca que seguramente encontrarán en su habitación. Querrán ver su habitación, imagino.

– Sí -dijo Kate-, en cuanto hayamos acabado de hablar con usted. Hay otra cosa. ¿Dónde estuvo usted entre las cuatro y media del último viernes por la tarde y las siete y media de la mañana siguiente?

Coxon no mostró ninguna señal de preocupación.

– Sabía que al final me lo preguntaría. Estuve dando clases aquí desde las tres y media hasta las siete y media, tres parejas, con intervalos entre las sesiones. Después me preparé unos espaguetis a la boloñesa, vi la televisión hasta las diez y fui al pub. Gracias a un gobierno benévolo que nos permite beber hasta las tantas, esto es lo que hice. Atendía la barra el dueño, quien podrá confirmar que estuve allí hasta eso de la una y cuarto. Y si tienen la amabilidad de decirme a qué hora murió Robin, quizá pueda presentar una coartada igual de válida.

– Aún no sabemos con exactitud cuándo murió, señor Coxon, pero fue el lunes, seguramente entre la una y las ocho.

– Miren, lo de la coartada por la muerte de Robin es ridículo, pero supongo que deben preguntarlo. Menos mal que no tengo ningún problema. Almorcé aquí a la una y media con uno de mis profesores interinos, Alvin Brent, lo han conocido al llegar. A las tres tenía una sesión de tarde con dos clientes nuevos. Puedo darles sus nombres y direcciones, y Alvin confirmará lo del almuerzo.

– ¿A qué hora terminó la lección de la tarde? -preguntó Kate.

– Se supone que dura una hora, pero como después no tenía ningún compromiso la alargué un poco. Ya eran las cuatro y media cuando se marcharon. Luego trabajé aquí en la oficina hasta las seis, hora en que fui al pub, el Leaping Hare, un gastro-pub nuevo de Napier Road. Me encontré con un amigo, del que puedo darles su nombre y dirección, y estuve allí con él hasta eso de las once, cuando regresé andando a casa. Tengo que buscar los números de teléfono y las direcciones en mi agenda, pero si se esperan lo haré ahora mismo.

Aguardaron mientras se acercaba al escritorio, y, tras hojear la agenda unos minutos, cogió una hoja de papel del cajón, copió en ella la información y se la entregó.

– Si han de hacer la comprobación -dijo-, les agradeceré que dejen claro que no soy sospechoso. Ya es bastante duro intentar aceptar la pérdida de Robin…, si aún no me ha afectado quizá sea porque aún no me lo puedo creer, pero créanme que me afectará…, y no tengo ganas de que me miren como si fuera su asesino.

– Si se confirma todo lo que nos ha dicho -dijo Benton-, no creo que haya ningún riesgo de que eso ocurra, señor.

En efecto. Si los hechos eran exactos, el único rato en que Jeremy estuvo solo fue la hora y media comprendida entre el final de su clase y su llegada al pub, y esto no le daba tiempo siquiera de llegar a Stoke Cheverell.

– Nos gustaría echar un vistazo a la habitación del señor Boyton -dijo Kate-. Supongo que después de su muerte no ha sido cerrada con llave.

– No habría sido posible, pues no tiene cerradura -dijo Coxon-. De todos modos, ni se me ocurrió que hubiera que cerrarla con llave. Si así lo querían, debían haberme telefoneado. Repito, nadie me ha dicho nada hasta que ustedes han llegado.

– No creo que haya nada importante -dijo Kate-. Supongo que desde su muerte no habrá entrado nadie.

– Nadie. Ni siquiera yo. Cuando estaba vivo, el sitio me deprimía. Ahora no puedo soportarlo.

La habitación estaba en la parte trasera del descansillo. Era grande y de buenas proporciones, y tenía dos ventanas que daban a la extensión de césped con su arriate central y, más allá, al canal.

Sin entrar, Coxon dijo:

– Lamento este desorden. Robin se trasladó hace sólo dos semanas, y trajo aquí todo lo que poseía menos lo que regaló a Oxfam y lo que vendió en el pub, aunque no creo que hubiera muchos interesados.

Desde luego la estancia no era nada acogedora. A la izquierda de la puerta había un diván individual con montones de ropa para lavar. Las puertas abiertas de un armario de caoba dejaban ver camisas, chaquetas y pantalones apretujados en perchas metálicas. También había media docena de grandes cajas cuadradas con el nombre de una empresa de mudanzas y encima tres bolsas negras de plástico repletas. En el rincón a la derecha de la puerta, vieron pilas de libros y una caja de cartón llena de revistas. Entre las dos ventanas, un portátil y una lámpara regulable descansaban sobre una mesa de pie central con cajones y un armarito a cada lado. La habitación olía desagradablemente a ropa sucia.

– El portátil es nuevo -dijo Coxon-, se lo compré yo. En principio, Robin iba a ayudarme con la correspondencia, pero nunca se puso a ello. Creo que es lo único de la habitación que vale algo. Siempre fue desordenadísimo. Tuvimos una pequeña pelea justo antes de que saliera para Dorset. Yo me quejaba de que, antes de mudarse, al menos podía haber lavado la ropa. Ahora me siento un mezquino cabrón, claro. Supongo que siempre me sentiré de ese modo. Es irracional, pero es así. En cualquier caso, todo lo que tenía Robin, por lo que sé, está en este cuarto, y por lo que a mí respecta pueden ustedes revolver todo lo que quieran. No hay parientes que vayan a poner objeciones. Sí mencionó alguna vez a su padre, pero según parece no habían estado en contacto desde que Robin era pequeño. Verán que los dos cajones de la mesa están cerrados, pero no tengo la llave.

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