P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Kate había tenido una discreta plática con el reverendo Matheson y su hermana. A ambos les habían parecido extrañas sus preguntas sobre la única visita del párroco al profesor Westhall, pero confirmaron que en efecto habían estado en la Casa de Piedra y que el cura había visto al paciente. Benton había telefoneado al doctor Stenhouse, quien ratificó que Boyton le había hecho preguntas sobre la hora de la muerte, una impertinencia a la que él no había contestado. La fecha del certificado de defunción era correcta, igual que su diagnóstico. El hombre no había mostrado curiosidad por el hecho de que se le formularan preguntas tanto tiempo después del suceso, seguramente, pensó Benton, porque Candace Westhall se había puesto en contacto con él.

Los integrantes del equipo de seguridad se habían mostrado dispuestos a cooperar, pero no habían sido de gran ayuda. Su jefe señaló que se estaban concentrando en los desconocidos, en especial miembros de la prensa que llegaban a la Mansión, no en las personas con derecho a estar allí. Sólo uno de los cuatro miembros del equipo había estado en la caravana aparcada enfrente de la verja en el momento en cuestión, y no recordaba haber visto a nadie abandonar la Mansión. Los otros tres se habían dedicado a patrullar el linde que separaba los terrenos de la Mansión de las piedras y el campo donde ellos estaban por si éste constituyera un acceso conveniente. Dalgliesh no hizo intento alguno de presionarles. Al fin y al cabo no eran responsables ante él sino ante Chandler-Powell, que era quien les pagaba.

Dalgliesh dejó que Kate y Benton condujeran la conversación durante la mayor parte de la noche.

– La señorita Westhall dice que no habló con nadie sobre las sospechas de Boyton de que ellos habían falsificado la fecha de la muerte de su padre -dijo Benton-. Parece lógico. Pero Boyton se lo había confiado a alguien, en la Mansión o en Londres. En cuyo caso esa persona podría haber utilizado esa información para matarlo y luego contar más o menos la misma historia que la señorita Westhall.

El tono de Kate fue tajante.

– Me cuesta imaginar a nadie de fuera matando a Boyton, londinense o no. De esta manera, al menos. Pensemos en los aspectos prácticos. Habría tenido que concertar una cita con su víctima en la Casa de Piedra una vez seguro de que los Westhall no estaban allí y de que la puerta estaría abierta. ¿Qué excusa podía dar para atraer a Boyton hasta la casa vecina? ¿Y por qué matarlo allí en todo caso? Londres habría sido más sencillo y seguro. Cualquier habitante de la Mansión se habría topado con las mismas dificultades. Sea como fuere, no tiene sentido hacer conjeturas hasta que no tengamos el informe de la autopsia. A primera vista, el accidente parece una explicación más verosímil que el asesinato, sobre todo teniendo en cuenta la declaración de los Bostock sobre el gran interés de Boyton en el congelador, lo que da cierto crédito a la explicación de la señorita Westhall… siempre y cuando, claro, no estén mintiendo.

Intervino Benton.

– Pero usted estaba allí, señora. Estoy seguro de que no mentían. No creo que particularmente Kim tenga ingenio suficiente para inventarse una historia así y contarla de forma tan convincente. Yo me quedé totalmente convencido.

– En aquel momento también yo, pero no debemos cerrarnos a ninguna posibilidad. Y si esto es un asesinato, no un simple percance, ha de estar ligado a la muerte de Rhoda Gradwyn. Dos asesinos en la misma casa al mismo tiempo es algo difícil de creer.

– Pero a veces ha sucedido, señora -dijo Benton con calma.

– Si nos atenemos a los hechos -dijo Kate- y de momento pasamos por alto los motivos, las claras sospechosas son la señorita Westhall y la señora Frensham. ¿Qué estaban haciendo realmente en estas dos casas, abriendo armarios y luego el congelador? Es como si supieran que Boyton estaba muerto. ¿Y por qué hacían falta las dos para buscar?

– Al margen de cuáles fueran sus intenciones -dijo Dalgliesh-, no trasladaron ahí el cadáver. Todo indica que murió donde fue encontrado. No considero las acciones de las dos tan extrañas, Kate. Cuando está en tensión, la gente se comporta de forma irracional, y ambas mujeres estaban estresadas desde el sábado. Quizá temían inconscientemente una segunda muerte. Por otro lado, tal vez una de ellas necesitó asegurarse de abrir el congelador. Un acto muy lógico si hasta entonces la búsqueda había sido minuciosa.

– Asesinato o no -dijo Benton-, las huellas dactilares no nos servirán de mucho. Las dos abrieron el congelador. Una de ellas quizá tuvo buen cuidado de hacerlo. ¿Habría habido huellas en todo caso? Noctis llevaría guantes.

Kate se estaba impacientando.

– No si estaba empujando a Boyton vivo al interior del congelador. ¿No te habría parecido un poco raro si tú hubieras sido Boyton? ¿Y no es prematuro empezar a usar la palabra Noctis? No sabemos si fue un asesinato.

Los tres estaban cada vez más cansados. El fuego empezaba a apagarse, y Dalgliesh decidió que ya era hora de terminar. Mirando atrás, tuvo la sensación de que estaba viviendo un día que no se acababa nunca.

– Sería cuestión de acostarse relativamente temprano -dijo-. Mañana hay mucho que hacer. Yo me quedaré aquí, pero quiero que tú, Kate, y Benton interroguéis al socio de Boyton. Al parecer, éste se estaba alojando en Maida Vale, de modo que sus papeles y pertenencias deberían estar allí. No vamos a llegar a ningún sitio hasta que no sepamos qué clase de hombre era y, si es posible, por qué estaba aquí. ¿Habéis podido concertar ya una cita?

– Puede vernos a las once, señor -dijo Kate-. No he dicho quiénes vamos. Él ha dicho que cuanto antes mejor.

– Muy bien. A las once en Maida, pues. Hablaremos antes de que os marchéis.

Por fin la puerta se cerró tras ellos. Colocó el guardallamas frente al agonizante fuego, se quedó un momento mirando fijamente los últimos parpadeos, y luego subió cansinamente las escaleras y se acostó.

CUARTA PARTE

19-21 de diciembre
Londres, Dorset

1

El domicilio de Jeremy Coxon en Maida Vale se integraba en una hilera de bonitos chalés eduardianos con jardines que bajaban hasta el canal, era como una pulcra casa de juguete que hubiera crecido hasta alcanzar el tamaño adulto. El jardín delantero, que incluso en su aridez invernal mostraba signos de una plantación cuidadosa y la esperanza de la primavera, estaba dividido en dos por un camino de piedra que conducía a una puerta principal lustrosamente barnizada. A primera vista no era una casa que Benton asociara a lo que sabía de Robin Boyton o esperara de su amigo. En la fachada se apreciaba cierta elegancia femenina, y recordó haber leído que era en esa parte de Londres donde los caballeros Victorianos y eduardianos instalaban a sus amantes. Al recordar el cuadro El despertar de la conciencia , de Holman Hunt, le vino a la cabeza una sala de estar abarrotada, una joven de ojos brillantes levantándose de la banqueta del piano mientras su repantingado amante, con una mano en las teclas, extendía el brazo hacia ella. Los últimos años había sorprendido en sí mismo cierta afición a la pintura de género Victoriano, pero esa representación febril y, según él, poco convincente del remordimiento no era de sus preferidas.

Cuando descorrían el pestillo de la verja, se abrió la puerta y una joven pareja fue conducida afuera suave pero firmemente. Los seguía un hombre de edad avanzada, atildado como un maniquí, con unos esponjados cabellos blancos y un bronceado que no podía deberse a ningún sol de invierno. Vestía traje y chaleco, cuyas exageradas rayas reducían aún más su exigua figura. Pareció no advertir la presencia de los recién llegados, pero su aflautada voz les llegó con claridad desde la otra punta del camino.

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