P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Al momento ella estaba en sus brazos estremeciéndose con la fuerza de su llanto. La cara que se apretaba contra la de él estaba empapada de lágrimas. Dalgliesh la mantuvo abrazada hasta que se tranquilizó, y luego dijo:

– Cariño, ¿has de regresar esta noche? Es un largo trecho. Yo puedo dormir perfectamente en este sillón.

Como había hecho en una ocasión, recordó, en Saint Anselm's College, poco después de conocerse. Emma se alojaba al lado, pero tras el asesinato él se había acomodado en un sillón de la sala de estar para que ella se sintiera a salvo en la cama de él mientras procuraba dormir. Se preguntó si Emma también lo estaba recordando.

– Conduciré con cuidado -dijo Emma-. Vamos a casarnos dentro de cinco meses. No correré el riesgo de matarme antes.

– ¿De quién es el Jaguar?

– De Giles. Está en Londres asistiendo a un congreso de una semana y llamó para saludar. Va a casarse, y supuse que quería hablarme de ello. Cuando se enteró de lo sucedido y de que yo quería venir aquí, me prestó el coche. Clara necesitaba el suyo para visitar a Annie y el mío está en Cambridge.

Dalgliesh sintió una súbita punzada de celos, tan intensa como poco grata. Ella había roto con Giles antes de conocerle a él. Giles le había propuesto matrimonio, y ella no había aceptado. Era todo lo que Dalgliesh sabía. Nunca se había sentido amenazado por nada del pasado de Emma, ni ella tampoco por el de él. ¿A qué venía pues esta repentina respuesta primitiva ante lo que al fin y al cabo era un gesto generoso y amable? No quería pensar mal de Giles, y además ahora el hombre tenía su cátedra en alguna universidad del norte, convenientemente lejos. Entonces, ¿por qué demonios no podía quedarse donde estaba? Se sorprendió a sí mismo pensando desconsolado que Emma quizá se sentía cómoda conduciendo un Jag; al fin y al cabo no sería la primera vez. Conducía el de él.

Dominándose, dijo:

– Hay un poco de sopa y jamón; prepararé unos bocadillos. Quédate junto al fuego, ya lo traigo todo.

Incluso ahora, en lo más hondo de la pena, cansada y con los ojos pesados, Emma era hermosa. El hecho de que esa idea, por su egocentrismo, su incitación al sexo, le asaltara tan rápidamente le dejó consternado. Ella había venido a él en busca de consuelo, y él no podía darle el único consuelo que ella ansiaba. Esta avalancha de ira y frustración por su impotencia, ¿no era la atávica arrogancia masculina según la cual el mundo es un lugar cruel y peligroso pero ahora tienes mi amor y voy a protegerte? La reticencia respecto a su trabajo, ¿no era más un deseo de proteger a Emma de las peores realidades de un mundo violento que una respuesta a la renuencia de Emma ante la idea de implicarse? De todos modos, también el mundo de ella, académico y al parecer muy enclaustrado, tenía sus brutalidades. La reverenciada paz del Trinity Great Court era una ilusión. Pensó: Nos lanzan violentamente al mundo con sangre y dolor; y pocos de nosotros morimos con la dignidad que esperamos y por la que algunos rezamos. Con independencia de si decidimos considerar la vida como una felicidad inminente interrumpida sólo por las penas y las decepciones inevitables, o como el proverbial valle de lágrimas con breves interludios de alegría, el dolor vendrá, salvo a unos cuantos cuyas embotadas sensibilidades los vuelven aparentemente impermeables a la dicha o a la tristeza.

Comieron juntos sin cruzar apenas palabra. El jamón estaba tierno, y Dalgliesh lo amontonó generoso en el pan. Se tomó la sopa casi sin saborearla, sabiendo sólo vagamente que estaba buena. Ella consiguió comer y en veinte minutos estuvo lista para irse.

Tras ayudarla a ponerse la chaqueta, él dijo:

– ¿Me llamarás cuando llegues a Putney? No quiero ser pesado, pero necesito saber que has llegado a casa sin novedad. Luego hablaré con el detective Howard.

– Llamaré -dijo ella.

La besó en la mejilla casi por cortesía y la acompañó al coche. Luego se quedó de pie mirando cómo éste desaparecía camino abajo.

De nuevo junto a la chimenea, se quedó mirando las llamas. ¿Tenía que haber insistido en que se quedara a pasar la noche? Pero insistir era impropio de su relación. ¿Y quedarse dónde? Estaba su dormitorio, pero ¿habría querido ella dormir ahí, distanciada por las complicadas emociones y las inhibiciones tácitas que los mantenían separados cuando él trabajaba en un caso? ¿Le habría gustado a ella verse frente a Kate y Benton mañana por la mañana o quizás esta noche? No obstante, le preocupaba su seguridad. Emma conducía bien, y si se sentía cansada descansaría, pero la idea de ella en un área de descanso, aun con la precaución de haber cerrado bien las puertas, lo dejaba intranquilo.

Se puso otra vez en movimiento. Tenía cosas que hacer antes de citar a Kate y Benton. Primero debía ponerse en contacto con el detective Andy Howard para que le diera las últimas noticias. Howard era un agente razonable y experto. No consideraría la llamada como una distracción inoportuna y aún menos como un intento de influir. Luego llamaría o escribiría a Clara para que transmitiera un mensaje a Annie. Pero telefonear era casi tan inapropiado como mandar un fax o un e-mail. Algunas cosas debían expresarse mediante una carta escrita a mano o con palabras que costaran algo de tiempo y cuidadosa reflexión, frases indelebles con las que hubiera cierta esperanza de dar consuelo. Pero Clara quería sólo una cosa, que él no podía darle. Telefonear ahora, que ella oyera de él la mala noticia, sería insoportable para ambos. La carta podía aguardar a mañana; entretanto Emma volvería con Clara.

Tardó un rato en poder ponerse en contacto con el detective Andy Howard.

– Annie Townsend está mejorando, pero el camino será largo, pobre chica. La doctora Lavenham, a quien conocí en el hospital, me dijo que usted tenía interés en el caso. Quería llamarle para hablar del asunto.

– Hablar conmigo no era en absoluto primordial. Y sigue sin serlo. No quiero entretenerle, pero deseaba tener alguna información más actualizada que la que me ha dado Emma.

– Bueno, hay buenas noticias, si es que en este asunto puede haber algo bueno. Tenemos el ADN. Con suerte, estará en la base de datos. Seguro que el hombre tiene antecedentes. Fue una agresión brutal, pero la violación no se completó. Probablemente iba demasiado borracho. Para ser una mujer tan menuda, se defendió con gran coraje. Le llamaré en cuanto tenga alguna noticia más. Y naturalmente estaremos estrechamente en contacto con la señorita Beckwith. El tipo seguramente es de por aquí. Desde luego supo adonde arrastrarla. Ya hemos empezado con el puerta a puerta. Cuanto antes mejor, con ADN o sin él. ¿Le van bien a usted las cosas, señor?

– No del todo. De momento no tenemos una pista clara. -No mencionó la última muerte.

– Bueno, aún es pronto, señor -dijo Howard.

Dalgliesh coincidió en que era muy pronto aún, y tras dar las gracias a Howard, colgó.

Llevó los platos y las tazas a la cocina, los lavó, los secó y luego llamó a Kate.

– ¿Ya habéis comido?

– Sí, señor. Acabamos de terminar.

– Pues entonces venid, por favor.

13

Cuando llegaron Kate y Benton, estaban los tres vasos en la mesa y el vino descorchado. Sin embargo, para Dalgliesh fue una reunión poco satisfactoria, por momentos casi enconada. No dijo nada sobre la visita de Emma, pero pensó que a lo mejor sus subordinados estaban enterados de la misma. Quizás habían oído pasar al Jaguar frente a la Casa de la Glicina y les había llamado la atención un coche que llegara de noche por la carretera de la Mansión, pero nadie dijo nada.

La conversación seguramente fue insatisfactoria porque, tras la muerte de Boyton, corrían peligro de precipitarse en las conjeturas. Había pocas novedades que comentar sobre el asesinato de la señorita Gradwyn. Había llegado el informe de la autopsia, con la prevista conclusión de la doctora Glenister de que la causa de la muerte era estrangulamiento por un asesino diestro que llevaba guantes finos. Esto último apenas era una información necesaria dado el fragmento hallado en el baño de una de las suites vacías. La doctora confirmaba su primera estimación de la hora de la muerte. La señorita Gradwyn había sido asesinada entre las once y las doce y media.

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