Hace más o menos un mes, a Robin se le ocurrió una idea insólita. Mi padre murió sólo treinta y cinco días después de que lo hiciera mi abuelo. Si los días hubieran sido menos de veintiocho, habría habido un problema con el testamento, que incluía una cláusula según la cual un beneficiario, para heredar, debía sobrevivir veintiocho días al testador. Como es lógico, si mi padre no se hubiera beneficiado del testamento del abuelo, nosotros no habríamos heredado nada. Robin consiguió una copia del testamento del abuelo y concibió la extravagante idea de que nuestro padre había muerto un poco antes de transcurrido el período de veintiocho días, y que Marcus y yo, o uno de los dos, habíamos escondido el cadáver en el congelador de la Casa de Piedra, y lo habíamos descongelado al cabo de unas dos semanas y entonces habíamos llamado al viejo doctor Stenhouse para que firmara el certificado de defunción. El congelador se estropeó finalmente el pasado verano, pero en la época de la que hablo, aunque apenas se utilizaba, funcionaba todavía.
– ¿Cuándo le expuso a usted por primera vez esa idea? -preguntó Dalgliesh.
– Durante los tres días en que Rhoda Gradwyn estuvo aquí con motivo de su visita preliminar. Él llegó a la mañana siguiente y creo que tenía intención de verla, pero ella se mantuvo firme en que no quería visitas, y por lo que sé, a él no se le dejó entrar en la Mansión en ningún momento. Quizás ella estaba detrás de todo. No tengo dudas de que actuaban en connivencia; de hecho, él más o menos lo admitió. ¿Por qué, si no, escogió Gradwyn la Mansión, y por qué era tan importante para Robin estar aquí con ella? El plan acaso fuera una diablura para ella, difícilmente pudo haberlo tomado en serio, pero para él no era ninguna broma.
– ¿Cómo le planteó él la cuestión?
– Dándome un viejo libro. Untimely Death, de Cyril Hare. Es una novela policíaca en la que se falsifica el momento de una muerte. Me lo trajo tan pronto llegó, diciéndome que, en su opinión, yo lo encontraría interesante. La verdad es que yo lo había leído hacía muchos años y por lo que sé está agotado. Le dije a Robin que no tenía interés en volver a leerlo y se lo devolví. Entonces supe qué se proponía.
– Está claro que era una idea absurda -dijo Dalgliesh-, apropiada para una novela ingeniosa pero no para la situación de aquí. El no creería que en ella hubiera nada de verdad.
– Oh, desde luego que lo creía. De hecho, había diversas circunstancias que, podría decirse, añadían credibilidad a la fantasía. La idea no era tan ridícula como parece. No creo que hubiéramos podido mantener el engaño durante mucho tiempo, pero durante unos días o una semana, quizá dos, habría sido perfectamente posible. Mi padre era un paciente dificilísimo que aborrecía la enfermedad, no soportaba la compasión y se negaba en redondo a recibir visitas. Lo cuidé con ayuda de una enfermera retirada, que ahora vive en Canadá, y una vieja asistenta que murió hace más de un año. Al día siguiente de que Robin se fuera recibí una llamada del doctor Stenhouse, el médico de cabecera que había atendido a mi padre. Robin lo había ido a ver con alguna excusa para intentar averiguar cuánto tiempo llevaba muerto mi padre antes de que lo llamaran. El médico nunca había sido un hombre complaciente, y una vez jubilado era incluso menos tolerante con los idiotas que cuando ejercía, y me imagino muy bien la respuesta que obtuvo Robin por su impertinencia. El doctor Stenhouse dijo que no respondía a preguntas sobre pacientes cuando estaban vivos ni tampoco cuando estaban muertos. Imagino que Robin acabó convencido de que el viejo doctor, si no chocheaba cuando firmó el certificado de defunción, o bien había sido engañado o bien era cómplice. Probablemente supuso que habíamos sobornado a Grace Holmes, la enfermera que emigró a Canadá, y a la asistenta, Elizabeth Barnes, ya fallecida.
»Sin embargo, había algo que él no sabía. La noche antes de morir, mi padre pidió ver al párroco de la parroquia, el reverendo Clement Matheson, que aún lo es. Naturalmente acudió enseguida; lo acompañó en coche su hermana mayor Marjorie, que le lleva la casa y podría decirse que personifica la iglesia militante. Nadie habrá olvidado aquella noche. El padre Clement llegó preparado para dar la extremaunción y sin duda consolar a un alma penitente. Sin embargo, mi padre reunió fuerzas para arremeter por última vez contra todas las creencias religiosas, en especial el cristianismo, con mordaz referencia a la propia Iglesia del padre Clement. Esto no era una información que Robin pudiera obtener en la barra del Cresset Arms. Dudo que el padre Clement o Marjorie hayan hablado nunca de ello excepto a Marcus y a mí. Fue una experiencia desagradable y humillante. Por suerte, los dos viven aún. Pero tengo otro testigo. Hace diez días visité brevemente Toronto para ver a Grace Holmes. Ella era una de las pocas personas a quien mi padre aguantaba, si bien en el testamento no le dejó nada, y cuando éste fue autentificado, quise darle una cantidad para compensarle por ese año terrible. Me dio una carta, que he entregado a mi abogado, en la que declara que estaba con mi padre el día que murió.
– Provista de esta información -dijo Kate con calma-, ¿no se enfrentó usted inmediatamente a Robin Boyton para desilusionarle?
– Quizá debería haberlo hecho, pero me hizo gracia quedarme callada y dejar que él se embrollara más. Si analizo mi conducta con toda la honestidad posible cuando trato de justificarme, creo que me alegró que él revelara algo de su verdadera naturaleza. Yo siempre había sentido cierta culpabilidad por el hecho de que su madre hubiera padecido tanto rechazo. Pero ya no sentía la necesidad de pagarle a él nada. Con este intento de chantaje, me había liberado de cualquier obligación futura. Más bien deseaba que llegara mi momento de triunfo, por insignificante que fuera, y su desengaño.
– ¿Llegó a exigirle dinero? -preguntó Dalgliesh.
– No, no llegó a este extremo. Si lo hubiera hecho, yo podría haberle denunciado a la policía por intento de chantaje, pero dudo que hubiera tomado esa vía. De todos modos, él insinuó con mucha claridad lo que tenía en mente. Pareció satisfecho cuando le dije que consultaría a mi hermano y estaríamos en contacto. No admití nada, por supuesto.
– ¿Su hermano sabe algo de esto? -preguntó Kate.
– Nada. Últimamente estaba muy inquieto porque quería dejar el empleo e irse a trabajar a África, y no vi ninguna razón para preocuparle con lo que básicamente era una estupidez. Y desde luego él no habría estado de acuerdo con mi plan de aguardar el momento oportuno para que la humillación de Robin fuera máxima. El carácter de Marcus es más digno de admiración que el mío. Creo que Robin estaba preparando el terreno para una acusación final, posiblemente una insinuación de que yo le entregara una cantidad concreta a cambio de su silencio. Creo que por eso se quedó aquí tras la muerte de Rhoda Gradwyn. Al fin y al cabo, tengo entendido que ustedes no podían retenerle legalmente a menos que hubiera algún cargo contra él, y además la mayoría de la gente estaría más que contenta de marcharse de la escena del crimen. Desde la muerte de Rhoda Gradwyn, estuvo rondando por los alrededores del Chalet Rosa y el pueblo, a todas luces agitado y, a mi juicio, asustado. Pero necesitaba llevar la cuestión a un punto crítico. No sé por qué trepó al congelador. Tal vez para ver si era factible que el cadáver de mi padre hubiera estado guardado ahí. Después de todo, mi padre era bastante más alto que Robin, incluso tras achicarse a causa de la enfermedad. Robin quizá tuvo entonces la idea de citarme en la vieja despensa y luego abrir despacio el congelador y aterrorizarme para que confesara. Éste es exactamente el tipo de gesto dramático que le habría gustado.
Читать дальше