– Nos la han descrito como una persona muy reservada -dijo Kate.
– Sí, lo era. Al pensar en ella, como por supuesto he hecho desde que recibí la noticia, me imagino a alguien cargando con un secreto que necesitaba guardar y que le impedía establecer relaciones íntimas. Al cabo de veinte años la conocía poco más o menos como al principio.
Benton, que había estado mostrando un vivo interés por el mobiliario de la oficina, sobre todo por unas fotografías de escritores alineadas en una pared, dijo:
– Esto parece algo poco habitual entre una agente y un escritor. Siempre he pensado que, para que funcione, la relación ha de ser especialmente estrecha.
– No forzosamente. Ha de haber cariño y confianza, y el mismo punto de vista acerca de lo que es importante. Todos somos diferentes. Con algunos de mis autores he llegado a trabar una buena amistad. Muchos necesitan un grado muy elevado de implicación personal. A veces quieren que hagas el papel de madre confesora, asesora financiera, consejera matrimonial, editora, albacea literaria, de vez en cuando cuidadora de niños. Rhoda no precisaba ningún servicio de éstos.
– Por lo que usted sabe, ¿tenía enemigos? preguntó Kate.
– Era una periodista de investigación. Quizá llegó a molestar a ciertas personas. Nunca me dio a entender que se hubiera sentido alguna vez en peligro físico. No me consta que nadie la hubiera amenazado. Una o dos personas manifestaron su intención de iniciar acciones legales, pero yo le aconsejé que no dijera ni hiciera nada, y, tal como suponía, nadie recurrió a la justicia. Rhoda no escribía nada que pudiera tacharse de falso o calumnioso.
– ¿Ni siquiera un artículo en la Paternoster Review en que acusaba a Annabel Skelton de plagio? -preguntó Kate.
– Hubo quien utilizó ese artículo como arma arrojadiza contra el periodismo moderno en general, pero muchos reconocieron que era un trabajo serio sobre un tema interesante. Recibí la visita de una de las personas agraviadas, Candace Westhall, pero no entabló acciones judiciales. Tampoco habría podido hacerlo. Los párrafos que la ofendían estaban escritos en un lenguaje moderado y su veracidad era innegable. Esto pasó hace unos cinco años.
– ¿Sabía usted que la señorita Gradwyn había decidido quitarse la cicatriz? -dijo Benton.
– No, no me dijo nada. Jamás me habló de la cicatriz.
– ¿Y de sus planes? ¿Pensaba cambiar de actividad?
– Me temo que no puedo hablar de esto. En todo caso, no había nada definitivo, y creo que sus planes estaban todavía en fase de elaboración. En vida, no habría querido que hablara de ellos con nadie salvo con ella; comprenderán que no hable tampoco ahora. Pero les aseguro que no guardan ninguna relación con su muerte.
Ya no quedaba nada por decir, y la señora Melbury estaba dejando claro que tenía cosas que hacer.
Mientras salían de la oficina, Kate dijo:
– ¿Por qué esas dudas sobre sus planes?
– A lo mejor ella pensaba en escribir una biografía. Si la persona en cuestión estaba viva, podía haber tenido un motivo para impedirlo antes de que Gradwyn comenzara siquiera.
– Tal vez. Pero a menos que estés sugiriendo que esta persona hipotética consiguió averiguar lo que la propia señora Melbury no sabía, es decir, que la señorita Gradwyn estaría en la Mansión, y que también consiguió convencer a la víctima o a otra persona para que la dejaran entrar, lo que la señorita Gradwyn tuviera pensado respecto a su futuro no va a ayudarnos.
Mientras se abrochaban los cinturones, Benton dijo:
– Me ha gustado bastante.
– Pues cuando escribas tu primera novela, lo cual sin duda harás dado tu abanico de intereses, ya sabes con quién has de ponerte en contacto.
Benton se echó a reír.
– Vaya día, señora. Pero al menos no regresamos con las manos vacías.
El viaje de vuelta a Dorset fue una pesadilla. Tardaron más de una hora en salir de Camden y llegar a la M3, donde quedaron atrapados en la procesión de coches que, casi pegados unos a otros, abandonaban Londres al término de la jornada laboral. Tras la salida 5, el lento desfile se detuvo porque se había averiado un autocar, lo que bloqueaba uno de los carriles, de modo que se quedaron parados casi una hora hasta que fue despejada la carretera. Como después de esto Kate no estaba dispuesta a detenerse para comer, ya eran las nueve cuando llegaron a la Casa de la Glicina, cansados y hambrientos. Kate llamó a la Vieja Casa de la Policía, y Dalgliesh les pidió que acudieran en cuanto hubieran comido. Tomaron a toda prisa la comida tan deseada, y resultó que el budín de carne y riñones de la señora Shepherd no había mejorado con la larga espera.
Eran las diez y media cuando se sentaban con Dalgliesh para informar sobre el día.
– Así que de la agente literaria no habéis averiguado nada aparte de lo que ya sabíamos -dijo Dalgliesh-, que Rhoda Gradwyn era una mujer reservada. Evidentemente, Eliza Melbury respeta esto en la muerte tal como hizo en la vida. A ver qué traéis de Jeremy Coxon. Empezaremos con lo menos importante, esta novela en rústica. ¿La has leído, Benton?
– Le he echado un vistazo en el coche, señor. Termina con una complicación legal que no he llegado a captar. Fue escrita por un juez; un abogado sí la entendería. El argumento tiene que ver, en efecto, con el intento fraudulento de ocultar el momento de una muerte. Da la impresión de que pudo ayudar a Boyton a urdir su plan.
– O sea, otro indicio de que en realidad Boyton vino a Stoke Cheverell con la intención de sacarles dinero a los Westhall, idea que, según Candace Westhall, le había llegado originariamente de Rhoda Gradwyn, quien le había hablado de la novela. Pasemos a una información más importante, lo que Coxon os ha dicho sobre el cambio de humor de Boyton. Dice que, tras su primera visita del 27 de noviembre, Boyton regresó a casa desanimado. ¿Por qué desanimado si Candace Westhall le había dado esperanzas? ¿Porque sospecharía que la idea de congelar el cadáver era un disparate? ¿Creemos realmente que Candace Westhall había decidido tomarle el pelo mientras planeaba denunciarlo de una manera más teatral? ¿Actuaría así una mujer sensata? Luego, antes de que Boyton volviera aquí el jueves en que Rhoda Gradwyn ingresó para ser operada, Coxon dice que su amigo estaba de mejor humor, más animado y optimista, y que hablaba de perspectivas de dinero. Envió el mensaje de texto suplicando a la señorita Gradwyn que lo recibiera diciéndole que se trataba de un asunto urgente. ¿Qué pasó, pues, entre la primera y la segunda visita para que cambiara toda la situación? Boyton fue a la Oficina de Autentificación de Holborn y obtuvo una copia del testamento de Peregrine Westhall. ¿Por qué, y por qué entonces? Ya debía de saber que no era beneficiario. ¿No podría ser que, una vez que Candace hubo echado por tierra la acusación de haber congelado el cadáver, le ofreciera realmente ayuda económica o de alguna manera le hiciera sospechar que ella quería poner fin a cualquier disputa sobre el testamento de su padre?
– ¿Está pensando en una falsificación, señor? -dijo Kate.
– Cabe la posibilidad. Ya es hora de echar una ojeada al testamento.
Dalgliesh extendió el documento sobre la mesa, y los tres lo estudiaron en silencio.
– El conjunto del testamento es hológrafo, con la fecha escrita en letras, siete de julio de dos mil cinco. El día de los atentados de Londres. Si alguien quería falsificar la fecha, ésta no habría sido la idónea. La mayoría de las personas recuerdan lo que estaban haciendo el 7 de julio, o el 11 de septiembre. Supongamos que el profesor Westhall escribió de su puño y letra tanto la fecha como el propio testamento. La escritura es característica, por lo que casi seguro que se detectaría una falsificación de esta magnitud. Pero ¿qué pasa con las tres firmas? Hoy he telefoneado a un miembro del bufete de abogados del profesor Westhall y le he preguntado por el testamento. Una signataria, Elizabeth Barnes, criada anciana con muchos años de servicio en la Mansión, ya ha muerto. La otra era Grace Holmes, que llevaba una vida solitaria en el pueblo y emigró a Toronto para vivir con una sobrina suya.
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