P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Cogió la cuerda de tender y comenzó a atarse a la piedra central. Resultaba más complicado de lo que había previsto, pero al final descubrió que lo mejor era rodear la piedra dos veces con la cuerda y luego pasar dentro del doble anillo que formaba la cuerda, subir ésta a lo largo de su cuerpo y apretarla. Le ayudó el hecho de que la piedra central, su altar, fuera más alta pero más lisa y estrecha que las otras. Hecho esto, se ató la cuerda en la parte delantera de la cintura dejando que los largos extremos quedaran colgando. Tras coger las cerillas del bolsillo, permaneció rígida un momento, con los ojos cerrados. El viento soplaba, y de pronto todo estuvo en calma. Dijo a Mary Keyte: «Esto es para ti. Es en tu memoria. Es para decirte que sé que eras inocente. Me van a separar de ti. Es la última vez que te visito. Háblame.» Pero esa noche no respondió ninguna voz.

Prendió una cerilla y la arrojó al círculo de leña, pero el viento apagó la llama tan pronto se hubo encendido. Lo intentó una y otra vez con manos temblorosas. Estaba a punto de llorar. No funcionaría. Tendría que acercarse más al círculo y luego correr hacia la piedra del sacrificio y atarse de nuevo. Pero ¿y si el fuego tampoco así se encendía? Mientras miraba el sendero, los grandes troncos de los limeros parecían crecer y acercarse unos a otros; sus ramas superiores se fundían y se enredaban agrietando la luna. El camino se estrechó formando una caverna, y el ala oeste, que había sido una forma lejana y oscura, se disolvió en la oscuridad.

Ahora alcanzaba a oír la llegada de multitud de vecinos del pueblo. Se abrían paso a empujones por la estrechada senda de los limeros, sus voces distantes elevándose en un grito que le aporreaba los oídos. «¡Quemad a la bruja! ¡Quemad a la bruja! Ella mató nuestro ganado. Envenenó a nuestros niños. Asesinó a Lucy Beale. ¡Quemadla! ¡Quemadla!» Ya estaban en el muro. Pero no saltaron. Se apelotonaron junto a él, la muchedumbre fue creciendo y, con las bocas abiertas como una colección de calaveras, le gritaron su odio.

Y de repente cesó el griterío. Una figura se separó del grupo, saltó el muro y se le acercó. Una voz que ella conocía habló suavemente con tono de reproche: «¿Cómo se te ha ocurrido pensar que dejaría que hicieras esto sola? Sabía que no la decepcionarías. Pero tal como lo haces no saldrá bien. Yo te ayudaré. He venido en calidad de verdugo.»Ella no lo había planeado así. La acción tenía que ser única y exclusivamente suya. Aunque quizá sería bueno tener un testigo, y al fin y al cabo éste era un testigo especial, el que comprendía, aquel en quien ella podía confiar. Ahora ella poseía el secreto de otro, un secreto que le daría poder y la haría rica. Que estuvieran juntos quizás era lo más acertado. El verdugo escogió una astilla fina, la protegió del viento, la encendió y la sostuvo en alto, luego se desplazó por el círculo y la metió entre la leña. De repente brotó una llama y el fuego corrió como un ser vivo, chisporroteando, crepitando y soltando chispas. La noche cobró vida, y ahora las voces del otro lado del muro alcanzaron un crescendo, y ella experimentó un momento de triunfo extraordinario, como si se estuviera consumiendo el pasado, el de ella y el de Mary Keyte.

El verdugo se le acercó más. Ella se preguntó por qué aquellas manos eran tan pálidas y sonrosadas, tan traslúcidas. ¿Ya qué venían los guantes quirúrgicos? Entonces las manos agarraron el extremo de la cuerda de tender y, con un movimiento rápido, la arrollaron alrededor de su cuello. A continuación la apretaron con un tirón violento. Ella notó una salpicadura fría en la cara. Le estaban tirando algo. Se intensificó el tufo de la parafina, sus gases la asfixiaban. Sentía caliente en la cara el aliento del verdugo, y los ojos que la miraban fijamente eran como de mármol jaspeado. Los iris parecieron crecer de tal modo que no había rostro, nada salvo charcos oscuros en los que veía sólo un reflejo de su propia desesperación. Intentó gritar, pero no tenía aliento ni voz. Tiró de los nudos que la ataban, pero no tenía fuerza en las manos.

Apenas consciente, se desplomó contra la cuerda y esperó la muerte: la muerte de Mary Keyte. Y entonces oyó lo que sonaba como un sollozo seguido de un chillido tremendo. No podía ser su propia voz; la había perdido. De pronto, el bote de parafina fue alzado y arrojado al seto. Vio un arco de fuego, y el seto estalló en llamas.

Y ahora estaba sola. Medio desmayada, empezó a tirar de la cuerda que le rodeaba el cuello, pero no tenía fuerza para levantar los brazos. La gente se había marchado. El fuego empezaba a extinguirse. Se desplomó contra sus ataduras, las piernas dobladas, y no supo nada más.

De repente se alzaron voces, vio un resplandor de antorchas que la deslumbraban. Alguien franqueó el muro de piedra, corrió hacia ella, y saltó por encima del fuego agonizante. Sintió unos brazos a su alrededor, los brazos de un hombre, y oyó la voz de él.

– Estás bien. Ha pasado el peligro. ¿Me entiendes, Sharon? Ha pasado el peligro.

5

Antes de llegar a las piedras, oyeron el sonido del coche que arrancaba. No tenía sentido intentar seguirle a la desesperada. Sharon era la máxima prioridad. Dalgliesh se dirigió a Kate.

– Quédate aquí y encárgate de todo. Consigue una declaración en cuanto Chandler-Powell diga que ella está en condiciones. Benton y yo perseguiremos a la señorita Westhall.

Los cuatro hombres de seguridad, alertados por las llamas, se afanaban alrededor del seto encendido, que, humedecido por la lluvia anterior, enseguida quedó apagado y convertido en ramitas carbonizadas y humo acre. Ahora una nube baja se desplazó descubriendo la cara de la luna y la noche adoptó un aspecto sobrenatural. Las piedras, plateadas por la anómala luz lunar, brillaban como tumbas espectrales, y las figuras, que Dalgliesh sabía que eran Helena, Lettie y los Bostock, se transformaron en formas incorpóreas que desaparecieron en la oscuridad. Dalgliesh observó cómo Chandler-Powell, hierático en su largo batín y acompañado por Flavia, acarreaba a Sharon al otro lado del muro, y luego los tres desaparecían también por la senda de los limeros. Fue consciente de que alguien se quedaba, y de súbito a la luz de la luna surgió la cara de Marcus Westhall, semejante a una imagen flotante e incorpórea, el rostro de un hombre muerto.

Dalgliesh se le acercó y le dijo:

– ¿Adonde es probable que ella vaya? Hemos de saberlo. La dilación no servirá de nada.

Cuando se alzó, la voz de Marcus fue ronca.

– Irá al mar. Le encanta el mar. Estará donde le gusta nadar. Kimmeridge Bay.

Benton se había puesto rápidamente los pantalones y se había embutido a duras penas un grueso jersey mientras corría hacia el fuego. Ahora Dalgliesh se dirigió a él.

– ¿Recuerdas la matrícula del coche de Candace Westhall?

– Sí, señor.

– Ponte en contacto con la delegación local de tráfico. Que empiecen a buscar. Sugiéreles que empiecen por Kimmeridge. Nosotros iremos en el Jag.

– Bien, señor. -Y en un instante Benton estaba corriendo con brío.

Marcus había recuperado la voz. Andaba a trompicones detrás de Dalgliesh, torpe como un viejo, gritando con voz quebrada:

– Voy con usted. ¡Espéreme! ¡Espéreme!

– No hace falta. Al final la encontraremos.

– Debo ir. Tengo que estar allí cuando la encuentren.

Dalgliesh no perdió tiempo discutiendo. Marcus Westhall tenía derecho a estar con ellos y podía ayudar a identificar el tramo correcto de playa.

– Póngase un abrigo, pero apúrese.

Su coche era el más rápido, aunque la velocidad apenas era importante, ya que tampoco se podía correr en la sinuosa carretera rural. Tal vez fuera ya demasiado tarde para llegar al mar antes de que ella caminara hacia la muerte, si ahogarse era lo que tenía pensado. Era imposible saber si su hermano decía la verdad, pero, recordando su rostro angustiado, Dalgliesh pensó que seguramente sí. Benton tardó sólo unos minutos en ir a buscar el Jaguar a la Vieja Casa de la Policía y estaba esperando cuando Dalgliesh y Westhall llegaron a la carretera. Sin decir palabra, Benton abrió la portezuela trasera para que entrara Westhall y Dalgliesh le siguió. Ese pasajero era demasiado imprevisible para dejarle solo en la parte posterior de un coche.

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