Salió discretamente de la habitación, cerró la puerta tras él, y cruzó el gran salón, ahora a oscuras, hasta la parte trasera de la casa, atravesó la cocina y salió al jardín por la puerta lateral. No sentía la fuerza del viento ni el frío. Pasó frente al viejo establo y luego cruzó el jardín clásico en dirección a la capilla de piedra.
Mientras se acercaba a través de la luz del amanecer, observó que en las piedras de delante de la puerta había una forma oscura. Habían tirado algo, algo que no debía estar allí. Confuso, se arrodilló y tocó la pegajosidad con dedos temblorosos. La olió y, alzando las manos, vio que estaban cubiertas de sangre. Se arrastró de rodillas y, tras levantarse a duras penas, logró descorrer el pasador. La puerta estaba cerrada con llave. Y entonces lo supo. Golpeó el batiente, sollozando, gritando el nombre de ella hasta quedarse sin fuerzas y cayó lentamente de rodillas, las enrojecidas palmas apretadas contra la inflexible puerta.
Y fue allí, todavía arrodillado en la sangre de ella, donde lo encontraron veinte minutos después.
Kate y Benton habían estado de servicio más de catorce horas, y cuando por fin fue retirado el cadáver, Dalgliesh les ordenó que descansaran un par de horas, cenaran pronto y se reunieran con él en la Vieja Casa de la Policía a las ocho. Ninguno dedicó ese rato a dormir. En la habitación cada vez más oscura, la ventana abierta a la luz evanescente, Benton yacía tan rígido como si sus nervios y músculos estuvieran tensados, listos para entrar en acción en cualquier momento. Las horas transcurridas desde el momento en que, tras recibir la llamada de Dalgliesh, habían vislumbrado el fuego y oído los gritos de Sharon parecían una eternidad. Los largos ratos de espera a que llegaran el patólogo, el fotógrafo y la furgoneta de la morgue, estaban jalonados por momentos recordados tan vívidamente que sentía que iban pasando en su cerebro como diapositivas en una pantalla: la delicadeza de Chandler-Powell y la enfermera Holland, mientras casi transportaban a Sharon por encima del muro de piedra y la ayudaban a recorrer la senda de los limeros; Marcus de pie solo en el bloque de pizarra, mirando hacia el mar gris y palpitante; el fotógrafo procurando rodear el cadáver para evitar la sangre; las articulaciones de los dedos que la doctora Glenister hacía crujir una a una para extraer la cinta del puño de Candace. Ahí estaba, tendido, sin ser consciente del cansancio pero sin tiendo aún el dolor en el brazo y el hombro magullados a causa de esa embestida final en la puerta de la capilla.
Él y Dalgliesh habían estrellado sus hombros contra el panel de roble, pero el cerrojo no había cedido. «Nos estamos estorbando -había dicho Dalgliesh-. Coge carrera, Benton.»Se había tomado su tiempo para escoger un recorrido que evitara la sangre, y con este fin retrocedió unos quince metros. La primera arremetida había hecho temblar la puerta. Al tercer intento, se abrió de par en par contra el cadáver. Después Benton se apartó mientras entraban Dalgliesh y Kate.
Yacía en el suelo, acurrucada como un niño dormido, el cuchillo al lado de la mano derecha. Tenía un solo corte en la muñeca, pero era profundo, parecido a una boca abierta. Con la mano izquierda agarraba una casete.
La imagen se hizo añicos debido al estrépito del despertador y a los golpes de Kate en la puerta. Benton se puso en marcha. En cuestión de minutos los dos se habían vestido y estaban abajo. La señora Shepherd dejó en la mesa salchichas de cerdo muy calientes, alubias con tomate y puré de patatas y se retiró a la cocina. No solía servir esa clase de platos, pero parecía saber que lo que ellos anhelaban era comida casera y reconfortante. Se sorprendieron al notar que tenían tanta hambre y comieron con avidez, casi todo el rato en silencio, y acto seguido se pusieron en camino hacia la Vieja Casa de la Policía.
Al pasar frente a la Mansión, Benton observó que la caravana y los coches del equipo de seguridad ya no estaban aparcados frente a la verja. Las ventanas resplandecían de luz como para una fiesta. Era una palabra que nadie de la casa habría utilizado, pero Benton sabía que todos se habían quitado un gran peso de encima, se habían librado por fin de la sospecha, la ansiedad y el miedo cada vez mayor de que quizá nunca llegara a saberse la verdad. La detención de uno de ellos habría sido preferible a esto, pero una detención habría significado prolongar el suspense, la posibilidad de un juicio, el espectáculo público de la tribuna de los testigos, la dañina publicidad. Para Candace, la solución razonable y más clemente era una confesión seguida de suicidio, osaron decirse a sí mismos. No era un pensamiento que expresaran con palabras, pero al regresar a la Mansión con Marcus, Benton lo había visto escrito en sus rostros. Ahora serían capaces de despertar por la mañana sin esa nube de temor a lo que pudiera deparar el día, podrían dormir sin cerrar con llave las puertas de los dormitorios, no tendrían por qué medir las palabras. Mañana o pasado mañana ya no habría presencia policial. Dalgliesh y su equipo deberían regresar a Dorset para las pesquisas judiciales, pero en la Mansión ya no les quedaba nada que hacer. No les echarían de menos.
Se habían hecho y autentificado tres copias de la cinta del suicidio, cuyo original estaba al cuidado de la policía de Dorset para ser presentado como prueba en las pesquisas. Ahora volverían a escuchar como un equipo.
Para Kate resultaba evidente que Dalgliesh no había dormido. En la chimenea había un montón de troncos, un baile de llamas, y como de costumbre, un olor a madera quemándose y a café recién hecho, aunque faltaba el vino. Se sentaron a la mesa, y Dalgliesh puso la cinta en el reproductor y lo encendió. Esperaban oír la voz de Candace Westhall, pero sonó tan clara y segura de sí misma que por un instante Kate pensó que estaba en la habitación con ellos.
«Le hablo al comandante Adam Dalgliesh sabiendo que esta cinta será entregada al juez de instrucción y a todo aquel que tenga un interés legítimo en saber la verdad. Lo que voy a decir ahora es la verdad, y no creo que para usted resulte una sorpresa. Hacía más de veinticuatro horas que yo sabía que iba a detenerme. Mi plan de quemar a Sharon en la piedra de las brujas era mi último y desesperado intento de librarme de un juicio y una condena a cadena perpetua, con todo lo que esto supondría para los míos. Si hubiera sido capaz de matar a Sharon, habría estado a salvo, aunque usted hubiera sospechado la verdad. Morir en una hoguera habría parecido el suicidio de una asesina neurótica y obsesionada, un suicidio que yo no habría llegado a tiempo de evitar. ¿Y cómo podría usted acusarme del asesinato de Gradwyn con alguna esperanza de condena mientras Sharon, con su historial, se contaba entre los sospechosos?
»Oh, sí, ya lo sabía. Me encontraba presente cuando fue entrevistada para el empleo en la Mansión. Flavia Holland estaba conmigo, pero ella enseguida vio que Sharon no sería adecuada para ningún trabajo con los pacientes, y me dejó decidir si para ella había sitio entre el personal doméstico. Entonces andábamos escasísimos de gente. La necesitábamos. Yo tenía curiosidad, desde luego. ¿Una mujer de veinticinco años sin esposo, sin novio, sin familia, al parecer sin historia? ¿Sin ambición para otra cosa que estar en lo más bajo de la jerarquía doméstica? Debía haber una explicación. Este irritante deseo de agradar mezclado con un retraimiento silencioso, una sensación de que se encontraba a gusto en una institución, de que había estado encerrada, acostumbrada a que la observaran, de que en cierto modo se hallaba bajo vigilancia. Sólo había un crimen que encajara con todo eso. Al final lo supe porque ella me lo dijo.
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