Benton no pudo resistir la tentación de interrumpir.
– ¿Por qué necesitaba volver a contarlo? Ya conocíamos su declaración acerca de las sospechas de Boyton y su decisión de seguirle el juego.
– Es como si necesitara grabarlo en la cinta -dijo Kate-. Además dedica más tiempo a describir cómo murió Boyton que al asesinato de Rhoda Gradwyn. ¿Está intentando desviar la atención de algo mucho más perjudicial que la ridícula sospecha de Boyton sobre el congelador?
– Creo que sí -dijo Dalgliesh-. Ella había decidido que nadie debía sospechar una falsificación. Por eso para ella era vital que se encontrara la cinta. Si la dejaba en el coche o en un montón de ropa en la playa, había riesgo de que se perdiera. De modo que se muere con la cinta apretada en el puño.
Benton miró a Dalgliesh.
– ¿Va usted a impugnar esta cinta, señor?
– ¿Para qué, Benton? Podemos tener nuestras sospechas, nuestras teorías sobre los motivos, que pueden ser razonables, pero todo son datos circunstanciales y no podemos demostrar nada. No podemos interrogar ni acusar a los muertos. Esta necesidad de conocer la verdad quizá sea una señal de arrogancia.
– Hace falta valor para suicidarse con una mentira en los labios -dijo Benton-, pero tal vez hablo influido por mi formación religiosa. Suele pasar en los momentos más inoportunos.
– Mañana tengo la cita con Philip Kershaw -dijo Dalgliesh-. Oficialmente, con la cinta del suicidio, la investigación ha acabado. Mañana por la tarde ya podréis marcharos.
Y quizá mañana por la tarde la investigación habrá terminado para mí , pensó. Esta podría ser muy bien la última. Lamentaba que no hubiera concluido de otra manera, pero al menos aún cabía la esperanza de terminar conociendo tanta verdad como cualquiera pudiera pensar, aparte de Candace Westhall.
El viernes al mediodía, Benton y Kate ya se habían despedido. George Chandler-Powell había reunido a toda la gente en la biblioteca, y todos se habían estrechado las manos y habían murmurado su adiós o lo habían expresado claramente con, al parecer de Kate, diversos grados de sinceridad. Ella sabía, sin sentir rencor por ello, que el ambiente de la Mansión se notaría más limpio una vez ellos se hubieran ido. Quizás esta despedida colectiva había sido organizada por Chandler-Powell para mostrar una cortesía necesaria con el mínimo de alboroto.
Habían tenido una despedida más afectuosa en la Casa de la Glicina, donde los Shepherd los habían tratado como si fueran huéspedes habituales y queridos. En todas las investigaciones había lugares o personas que se grababan felizmente en el recuerdo, y para Kate los Shepherd y la Casa de la Glicina entrarían en esa categoría.
Kate sabía que Dalgliesh estaría ocupado parte de la mañana, pues debía entrevistarse con el funcionario del juez de instrucción, despedirse del jefe de la policía y expresarle su gratitud por la ayuda y la cooperación que su fuerza había brindado, en especial el agente Warren. Luego él pensaba ir a Bournemouth a entrevistarse con Philip Kershaw.
Ya se había despedido formalmente del señor Chandler-Powell y del pequeño grupo de la Mansión, pero regresaría a la Vieja Casa de la Policía a recoger su equipaje. Kate le pidió a Benton que se detuviera y esperara en el coche mientras ella verificaba que la policía de Dorset había retirado todo su material.
Sabía que no hacía falta mirar en la cocina para comprobar si estaba limpia y, una vez arriba, vio que la cama estaba deshecha y las sábanas y mantas pulcramente dobladas. Durante los años en que había trabajado con Dalgliesh, ella siempre había experimentado esta punzada de pesar nostálgico cuando un caso se acababa y el lugar en el que se habían reunido, se habían sentado y habían hablado al final del día, por corta que fuera la estancia, quedaba finalmente vacío.
La bolsa de viaje de Dalgliesh estaba abajo, lista, y ella supo que el kit estaría con él en el coche. Lo único que quedaba por guardar era el ordenador, y, llevada por un impulso, Kate tecleó su contraseña. En la pantalla apareció un e-mail.
Querida Kate.
Un e-mail es una manera inadecuada para transmitir algo importante, pero quiero estar seguro de que te llega y, si lo rechazas, será menos importante que una carta.
Durante los últimos seis meses he estado viviendo como un monje para demostrarme algo a mí mismo y ahora sé que tú tenías razón. La vida es demasiado valiosa y demasiado corta para perder el tiempo con personas que no te importan, y también demasiado valiosa para renunciar al amor. Hay dos cosas que quiero decir y que no dije cuando te fuiste porque habrían parecido excusas. Supongo que eso es lo que son, pero necesito que lo sepas. La chica con la que me viste fue la primera y la última desde que empezamos a ser amantes. Sabes que nunca te miento.
En un monasterio, las camas son muy duras y solitarias, y la comida es horrorosa.
Con todo mi cariño,
PIERS
Se sentó un momento en silencio, que seguramente duró más de lo que pensaba porque fue interrumpido por el claxon del coche de Benton. Pero no necesitaba pararse más de un segundo. Sonriendo, escribió su respuesta.
Mensaje recibido y comprendido. Aquí el caso ha terminado, aunque sin final feliz. Estaré de vuelta en Wapping a las siete. ¿Por qué no te despides del abad y vienes a casa?
KATE
A Huntington Lodge, situado en un acantilado alto a unos cinco kilómetros al oeste de Bournemouth, se llegaba tras un corto trayecto lleno de curvas entre cedros y rododendros, que finalizaba ante una puerta principal con unas columnas imponentes. Las proporciones por lo demás agradables de la casa quedaban estropeadas por una ampliación moderna y un gran aparcamiento a la izquierda. Se había tenido cuidado de no angustiar a las visitas con letreros del tenor de «jubilados», «ancianos», «clínica» o «residencia». En una placa de bronce, muy abrillantada, y colocada discretamente en la pared contigua a la verja de hierro, se leía simplemente el nombre de la casa. Respondió enseguida al timbre un empleado con una blanca chaquetilla, que condujo a Dalgliesh hasta un mostrador situado al final del pasillo. Allí, una mujer canosa, con un peinado impecable, un conjunto de punto y un collar de perlas, verificó su nombre en el libro de visitas y sonriendo le dijo que el señor Kershaw lo esperaba en Vista del Mar, la estancia delantera de la primera planta. ¿Prefería el señor Dalgliesh subir por las escaleras o en ascensor? Charles lo acompañaría.
Tras optar por las primeras, Dalgliesh siguió por las amplias escaleras de caoba al joven que le había abierto la puerta. En las paredes y el pasillo de arriba colgaban acuarelas, grabados y una o dos litografías, y en unas mesitas pegadas a la pared había jarrones con flores y adornos de porcelana cuidadosamente dispuestos, la mayoría de empalagoso sentimentalismo. En Huntington Lodge, con su reluciente limpieza, todo era impersonal y, para Dalgliesh, deprimente. A su entender, cualquier establecimiento que segregara a las personas, por necesario o benigno que fuera eso, suscitaba en él un malestar que se remontaba a la época de la escuela primaria.
Su acompañante no tuvo necesidad de llamar a la puerta de Vista del Mar. Ya estaba abierta, y Philip Kershaw lo esperaba apoyado en unas muletas. Charles se fue discretamente. Kershaw le estrechó la mano y, haciéndose a un lado, dijo:
– Entre, por favor. Ha venido para hablar de la muerte de Candace Westhall, naturalmente. No he visto la confesión, pero Marcus ha telefoneado a nuestra oficina de Poole y luego me ha llamado mi hermano. Menos mal que usted llamó con antelación. A medida que se acerca la muerte, uno pierde la capacidad de sorpresa. Por lo general me siento en el sillón junto a la chimenea. Acerque otra butaca, haga el favor, creo que la encontrará cómoda.
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