P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Tomaron asiento, y Dalgliesh dejó el maletín sobre la mesita que había entre los dos. A Dalgliesh le pareció que Philip Kershaw estaba prematuramente envejecido debido a la enfermedad. El escaso pelo estaba peinado con cuidado sobre un cráneo cubierto de cicatrices, acaso indicios de viejas caídas. La piel amarilla se veía estirada sobre los angulosos huesos de la cara, que en otro tiempo tal vez fue atractiva pero ahora tenía manchas y estaba entrecruzada por lo que parecían los jeroglíficos de la edad. Iba vestido pulcramente como un novio de edad avanzada, pero el apergaminado pescuezo surgía de un cuello de camisa blanco e inmaculado que era al menos una talla mayor de la cuenta. Tenía un aspecto tanto vulnerable como lastimoso, pero su apretón de manos, aunque frío, había sido firme y, cuando hablaba, su voz era baja pero las frases se formaban sin tensión aparente.

Ni el tamaño de la estancia ni la calidad y variedad de los heterogéneos muebles podían ocultar el hecho de que se trataba de la habitación de un enfermo. Había una cama individual pegada a la pared, a la derecha de las ventanas, y un biombo que, desde la puerta, no ocultaba del todo la bombona de oxígeno y el botiquín. Junto a la cama había una puerta que, supuso Dalgliesh, sería la del cuarto de baño. Sólo se veía abierta una ventana superior, pero el aire era inodoro, sin la menor evocación del cuarto de un enfermo, una esterilidad que a Dalgliesh le pareció más molesta que el olor a desinfectante. En la chimenea no ardía ningún fuego, algo lógico en la habitación de un paciente de andar inseguro, pero el ambiente estaba caldeado, incluso demasiado. La calefacción central debía de funcionar a tope. Pero la chimenea vacía tenía un aire triste, en la repisa sólo se veía la figura de porcelana de una mujer con sombrero y miriñaque que sostenía incongruentemente una azada de jardín, adorno que Dalgliesh dudó de que hubiera sido elegido por Kershaw. Sin embargo, había habitaciones peores en las que soportar un arresto domiciliario, o algo parecido a eso. A juicio de Dalgliesh, el único elemento del mobiliario que Kershaw había traído consigo era una larga estantería de roble, con los libros tan apretados que parecían pegados con cola.

Mirando hacia la ventana, Dalgliesh dijo:

– Desde aquí tiene una vista formidable.

– La verdad es que sí. A menudo me recuerdan que soy afortunado por tener esta habitación; y también por poderme permitir un sitio así. A diferencia de otras residencias, aquí se dignan amablemente atenderle a uno, hasta la muerte si es preciso. Quizá le gustaría ver el panorama más de cerca.

Era una propuesta poco común, pero Dalgliesh siguió los penosos pasos de Kershaw hasta la ventana en saledizo, flanqueada por otras dos ventanas más pequeñas, desde donde se veía el canal de la Mancha. La mañana era gris, con un sol escaso e intermitente, el horizonte una línea apenas percibida entre el cielo y el mar. Bajo las ventanas había un patio de piedra, con tres bancos de madera colocados a intervalos regulares. Detrás, el terreno descendía unos veinte metros hasta el mar en un revoltijo de árboles y arbustos entrelazados, rebosantes de fuertes y lustrosas hojas perennes. Sólo donde el matorral se hacía menos espeso alcanzó Dalgliesh a vislumbrar los ocasionales paseantes, que andaban como sombras efímeras con pasos silenciosos.

– Yo sólo veo el panorama si me pongo de pie -dijo Kershaw-, lo que cada vez supone más esfuerzo. He llegado a familiarizarme con los cambios estacionales, el cielo, el mar, los árboles, algunos de los arbustos. La vida humana está debajo de mí, fuera de mi alcance. Como no deseo inmiscuirme en la vida de esas figuras casi invisibles, ¿por qué me siento privado de una compañía que no hago nada por buscar y me desagradaría profundamente? Mis compañeros de aquí (en Huntington Lodge no hablamos de pacientes) hace tiempo que han agotado los pocos temas sobre los que tenían algún interés en hablar: la comida, el buen o mal tiempo, el personal, el programa de televisión de la noche pasada o sus irritantes manías. Es un error vivir hasta que uno da la bienvenida a la luz cada mañana, no con alivio y sin duda tampoco con alegría, sino con decepción y una pena que a veces roza la desesperación. Aún no he llegado a este punto, pero llegaré. Igual que, desde luego, a la oscuridad final. Menciono la muerte no para introducir en nuestra conversación una nota morbosa ni, Dios no lo permita, para suscitar compasión. Pero antes de hablar es bueno saber dónde estamos. Inevitablemente, usted y yo, señor Dalgliesh, veremos las cosas de forma distinta. Pero usted no está aquí para hablar del panorama. Quizá será mejor que vayamos al asunto.

Dalgliesh abrió el maletín y dejó sobre la mesa la copia que Robin Boyton había hecho del testamento de Peregrine Westhall.

– Le agradezco que haya accedido a verme -dijo-. Por favor, dígame si le canso.

– Comandante, no creo que usted vaya a cansarme o aburrirme hasta hacerse insoportable.

Era la primera vez que utilizaba el rango de Dalgliesh. Este dijo:

– Tengo entendido que usted representó a la familia Westhall en los testamentos tanto del abuelo como del padre.

– No yo, sino el bufete familiar. Desde mi ingreso aquí hace once meses, el trabajo rutinario lo ha llevado a cabo mi hermano más joven en la oficina de Poole. De todos modos, me ha tenido informado.

– Así que usted no estuvo presente cuando el testamento fue redactado o firmado.

– No estuvo presente nadie del despacho. En su momento no se nos envió una copia, y ni nosotros ni la familia supimos de su existencia hasta tres días después de la muerte de Peregrine Westhall, cuando Candace lo encontró en un cajón cerrado de un armario del dormitorio donde el viejo guardaba documentos confidenciales. Como seguramente ya le habrán contado, Peregrine Westhall era muy dado a redactar testamentos cuando estaba en la misma residencia de ancianos que su difunto padre. La mayoría eran codicilos escritos de su puño y letra y con las enfermeras por testigos. Parecía disfrutar tanto destruyéndolos como escribiéndolos. Imagino que aquello tenía por objeto dejar claro a su familia que podía cambiar de opinión en cualquier momento.

– Entonces, ¿el testamento no estaba escondido?

– Por lo visto no. Candace dijo que había un sobre sellado en un cajón del armario del dormitorio cuya llave él guardaba bajo la almohada.

– En el momento de la firma -dijo Dalgliesh-, ¿el padre de Candace aún podía levantarse de la cama sin ayuda para ponerlo ahí?

– Seguramente, a menos que uno de los sirvientes o alguna visita lo pusiera ahí a petición suya. Ningún miembro de la familia ni de la casa admite saber nada de ello. Por supuesto, no tenemos ni idea de cuándo fue guardado realmente en el cajón. Quizá poco después de ser redactado, cuando sin duda Peregrine Westhall era capaz de caminar por sus propios medios.

– ¿A quién iba dirigido el sobre?

– Nunca lo vimos. Candace dijo que lo había tirado.

– Pero a usted le enviaron una copia del testamento.

– Me la mandó mi hermano. El sabía que yo estaba interesado en todo lo concerniente a mis antiguos clientes. Quizá quería hacerme sentir que yo aún estaba implicado. Esto se está pareciendo a un contrainterrogatorio, comandante. Por favor, no crea que pongo reparos. Es que hacía tiempo que no se me pedía que pensara tanto.

– Cuando vio el testamento, ¿tuvo alguna duda sobre su validez?

– Ninguna. Y ahora tampoco. ¿Por qué? Como supongo que usted ya sabe, un testamento hológrafo es tan válido como cualquier otro, siempre y cuando esté firmado, fechado y atestiguado, y nadie que estuviera familiarizado con la letra de Peregrine Westhall podía dudar que él escribió ese testamento. Las disposiciones son precisamente las de un testamento anterior, no del inmediatamente precedente, sino de uno que fue pasado a máquina en mi oficina en 1995 y que yo llevé a la casa donde él vivía entonces y que firmaron como testigos dos miembros del despacho que me acompañaron a tal fin. Las disposiciones eran sumamente razonables. Con la excepción de su biblioteca, que legaba a su college si éste la quería y de lo contrario se vendería, todos sus bienes serían a partes iguales para su hijo Marcus y su hija Candace. Así que en esto fue justo con el sexo despreciado. Tuve y ejercí cierta influencia en él mientras estuve en activo.

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