– Intento ser cortés cuando ellos quieren ser amables, pero lo detesto y no resulta fácil.
– Así, yo dejaré en paz su poesía si usted deja en paz el estado de mi hígado.
Se rio, una intensa y dura expulsión de aire interrumpida bruscamente. Pareció más un grito de dolor. Dalgliesh aguardó sin hablar. Daba la impresión de que Kershaw estaba reuniendo fuerzas, mientras acomodaba su esquelética figura en la butaca.
– En esencia es una historia corriente -dijo-. Pasa en todas partes. No tiene nada de especial ni atrayente salvo las personas afectadas. Hace veinticinco años, cuando yo tenía treinta y ocho y Candace dieciocho, ella tuvo un hijo mío. Yo era socio del bufete desde hacía poco, y pasé a encargarme de los asuntos de Peregrine Westhall. No eran particularmente difíciles ni interesantes, pero le hice suficientes visitas para ver lo que pasaba en aquella gran casa de piedra de los Cotswolds, donde vivía entonces la familia. La frágil y bonita mujer que utilizaba su enfermedad como una defensa contra su marido, la silenciosa y asustada hija, el introvertido hijo. Creo que en aquella época yo me las daba de ser alguien interesado en la gente, sensible a las emociones humanas. Quizá lo era. Y cuando digo que Candace estaba asustada, no estoy insinuando que su padre la maltratara o la golpeara. El tenía una sola arma, la más mortífera: su lengua. No creo que llegara a tocarla nunca, desde luego no de manera afectuosa. Era un hombre al que no le gustaban las mujeres. Para él, Candace fue una decepción desde el momento de nacer. No quiero que se lleve usted la impresión de que era un hombre deliberadamente cruel. Yo le tenía por un académico distinguido. A mí no me asustaba. Podía hablar con él, cosa que Candace nunca pudo hacer. Sólo con que ella le hubiera hecho frente, él ya la habría respetado. El hombre aborrecía la sumisión. Y lógicamente también habría mejorado las cosas que ella hubiera sido bonita. Con las hijas siempre es así, ¿no?
– Es difícil enfrentarse a alguien si se le tiene miedo desde la infancia -dijo Dalgliesh.
Kershaw prosiguió como si no hubiera oído el comentario.
– Nuestra relación, no estoy hablando de aventura, comenzó cuando yo estaba en la librería de Blackwell, en Oxford, y vi a Candace, que había ingresado en el trimestre de otoño. Parecía deseosa de charlar, lo que no era habitual, y la invité a un café. Sin su padre, parecía cobrar vida. Ella hablaba y yo escuchaba. Quedamos en volver a vernos, y para mí llegó a ser una especie de hábito ir a Oxford cuando ella se encontraba allí y llevarla a almorzar fuera de la ciudad. Los dos éramos caminantes llenos de energía, y yo esperaba con ganas esos encuentros otoñales y nuestros paseos por los Cotswolds. Sólo nos acostamos una vez, una tarde inusitadamente calurosa, en el bosque, bajo un dosel de árboles bañados por el sol, cuando supongo que una combinación de la belleza y el aislamiento de los árboles, el calor, nuestra satisfacción tras haber almorzado bien, dieron pie al primer beso y a partir de ahí a la inevitable seducción. Creo que después ambos supimos que había sido un error. Además éramos lo bastante perspicaces sobre nosotros mismos para saber cómo había pasado. Ella había tenido una mala semana en el college y necesitaba consuelo, y la capacidad de consolar es tentadora…, no quiero decir sólo en el aspecto físico. Ella se sentía sexualmente inepta, alejada de sus iguales y, se diera cuenta o no, buscaba una oportunidad para perder la virginidad. Yo era mayor, amable, cariñoso con ella, estaba disponible, era el compañero ideal para una primera experiencia sexual, que ella deseaba y temía. Conmigo podía sentirse segura.
»Y cuando, demasiado tarde para abortar, me dijo que estaba embarazada, los dos sabíamos que su familia no debía enterarse, en especial su padre. Ella decía que él la despreciaba y que la despreciaría aún más, no por haberse acostado con un hombre, lo cual seguramente no le importaría, sino porque había elegido a la persona equivocada y por haber sido una idiota al quedarse embarazada. Candace podía decirme exactamente lo que él le diría, lo que me indignó y me horrorizó. Yo me acercaba a la mediana edad y no estaba casado. No tenía ningún deseo de asumir la responsabilidad de un hijo. Ahora, cuando es demasiado tarde para arreglar nada, sé que tratábamos al niño como si fuera una especie de tumor maligno que hubiéramos de extirpar, o en todo caso quitarnos de encima, y luego pudiéramos olvidarnos de él. Si hablamos de pecados…, y usted, por lo que tengo entendido, es hijo de un sacerdote y sin duda la influencia familiar aún significa algo…, los pecadores fuimos nosotros. Ella mantuvo el embarazo en secreto y, cuando ya corría el riesgo de ser descubierta, fue al extranjero, regresó y dejó el bebé en una clínica de maternidad de Londres. A mí no me costó arreglar lo de la acogida privada y la adopción. Era abogado; tenía los conocimientos y el dinero. Y en aquella época había menos control sobre estos asuntos.
»Candace mantuvo desde el principio una actitud estoica. Si amaba a su hijo, consiguió disimularlo. Después de la adopción, ella y yo no nos veíamos. Supongo que no teníamos una verdadera relación, e incluso vernos era dar pie a la turbación, la vergüenza, a recordar inconvenientes, mentiras, carreras desbaratadas. Más adelante, ella recuperó en Oxford el tiempo perdido. Imagino que estudió Clásicas en un intento de ganarse el afecto de su padre. Lo único que sé es que no lo logró. No volvió a ver a Annabel, cuyo nombre también fue escogido por los eventuales padres adoptivos, hasta que cumplió dieciocho años, pero creo que estuvo en contacto con ella, aunque fuera indirectamente y sin reconocerla como hija suya. Como es lógico, sabía en qué universidad se había matriculado Annabel y consiguió un trabajo ahí, pese a no ser una opción natural para una licenciada en Clásicas con un doctorado en Filosofía.
– ¿Volvió usted a ver a Candace? -preguntó Dalgliesh. -Sólo una vez al cabo de veinticinco años. También fue la última. El viernes 7 de diciembre regresó de visitar en Canadá a la vieja enfermera, Grace Holmes. La señora Holmes es la única testigo superviviente del testamento de Peregrine. Candace fue a entregarle una cantidad de dinero, creo que dijo diez mil libras, como muestra de agradecimiento por su esfuerzo en el cuidado de Peregrine Westhall. La otra testigo, Elizabeth Barnes, era una empleada jubilada de la casa de los Westhall y estaba recibiendo una pequeña pensión cuyo cobro, naturalmente, cesó a su muerte. Candace consideraba que Grace Holmes debía ser recompensada. También deseaba tener la declaración de la enfermera sobre la fecha de la muerte de su padre. Me contó la ridícula acusación de Robin Boyton de que el cadáver había sido escondido en un congelador hasta que hubieron transcurrido veintiocho días desde el fallecimiento del abuelo. Aquí está la carta que Grace Holmes escribió y le entregó. Como verá, va dirigida a Candace. Ella quiso que yo tuviera una copia, quizá para mayor seguridad. Si hacía falta, yo se la pasaría al responsable del bufete.
Levantó la copia del testamento y de debajo sacó una hoja de papel de escribir que dio a Dalgliesh. La carta llevaba fecha del 2 de diciembre de 2007. La letra era grande, redonda, con una caligrafía muy cuidada.
Muy señor mío:
La señorita Candace Westhall me ha pedido que le mande una carta que confirme la fecha de la muerte de su padre, el doctor Peregrine Westhall. Esta se produjo el 5 de marzo de 2007. En los dos días anteriores había empeorado mucho su estado, y el doctor Stenhouse lo vio el 3 de marzo, pero no le recetó ningún medicamento nuevo. El profesor Westhall dijo que quería ver al cura local, el reverendo Matheson, que acudió enseguida. Lo trajo en coche su hermana. En aquel momento yo estaba en la casa pero no en la habitación del enfermo. Alcancé a oír los gritos del profesor pero no lo que decía el señor Matheson. No se quedaron mucho rato, y cuando salieron el reverendo parecía consternado. El doctor Westhall murió dos días después. En el momento del fallecimiento yo estaba en la casa con su hijo y la señorita Westhall. Fui yo quien lo amortajó.
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