P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– No entiendo por qué ha de sentirse usted culpable -dijo Benton-. La habitación está hecha un desastre. Al menos podía haber ido antes a la lavandería. Tiene usted toda la razón.

– Pero ser desordenado no es exactamente delincuencia moral. ¿Qué demonios importaba? No valía la pena gritar por eso. Y yo ya sabía que él era así. A un amigo hay que concederle ciertas licencias.

– Pero no debemos medir nuestras palabras sólo porque un amigo podría morir antes de que tengamos la oportunidad de aclarar las cosas -señaló Benton.

Kate pensó que era cuestión de proseguir. Benton parecía inclinado a entrar en detalles. Si se le presentaba la ocasión, era capaz de iniciar una discusión cuasi filosófica sobre las obligaciones relativas a la amistad y la verdad.

– Tenemos este manojo de llaves -dijo ella-. La de los cajones probablemente está aquí. Si hay muchos papeles, quizá necesitemos una bolsa. Le daré un recibo.

– Pueden llevárselo todo, inspectora. Métalo en una furgoneta de la policía. Alquile un contenedor. Quémelo. Me deprime profundamente. Avísenme cuando estén listos para irse.

Se le quebró la voz. Parecía a punto de llorar. Desapareció sin decir nada más. Benton se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Entró aire fresco.

– ¿Es demasiado para usted, señora? -dijo.

– No, Benton, déjala abierta. ¿Cómo diablos puede alguien vivir así? Es como si no hubiera hecho el menor esfuerzo para que esto fuera habitable. A ver si tenemos la llave de la mesa.

No resultó difícil identificar la que necesitaban. Era a todas luces la más pequeña del manojo; encajó fácilmente en la cerradura de los dos cajones. Primero se ocuparon del de la izquierda. Kate tuvo que tirar con fuerza porque debido a un calzo de papel en la parte de atrás, el cajón estaba atrancado. Al abrir de golpe, saltaron viejas facturas, postales, un diario desfasado, tarjetas de Navidad no utilizadas y un montón de cartas; todo quedó desparramado por el suelo. Benton abrió el armarito, que también estaba abarrotado de carpetas abultadas, viejos programas de teatro, guiones y fotos publicitarias, y una bolsa de aseo en la que, tras abrirla, vieron maquillaje de teatro.

– Ahora no vamos a liarnos con todo este jaleo -señaló Kate-. Veamos si con el otro cajón tenemos más suerte.

Este cedió más fácilmente. Contenía una carpeta de papel manila y un libro. El libro era viejo, en rústica, Untimely Death, de Cyril Haré; y en la carpeta había sólo una hoja de papel escrita por ambos lados. Era la copia de un testamento con el encabezamiento «Testamento y últimas voluntades de Peregrine Richard Westhall» y fechado a mano en la última página: «Doy fe a siete de julio de dos mil cinco». Junto al testamento había un recibo de cinco libras de la Oficina de Autentificación de Holborn. Todo el documento estaba escrito a mano, una letra negra y recta, fuerte en algunos sitios pero más temblorosa en el último párrafo. En el primero nombraba albaceas testamentarios a su hijo Marcus Saint John Westhall, a su hija Candace Dorothea Westhall y a sus abogados, Kershaw & Price-Nesbitt. En el segundo expresaba su deseo de ser incinerado en privado sin nadie presente a excepción de los familiares más cercanos, sin prácticas religiosas ni funeral posterior. El tercer párrafo, donde la letra era bastante más grande, decía: «Lego todos mis libros al Winchester College. El libro que no quiera el College se venderá, o se dispondrá lo que decida mi hijo Marcus Saint John Westhall. Dejo todo lo demás que poseo, en dinero y bienes muebles, a mis dos hijos por igual, Marcus Saint John Westhall y Candace Dorothea Westhall.»

El testamento estaba firmado, y la firma atestiguada por Elizabeth Barnes, que se describía a sí misma como empleada doméstica y daba como dirección la Casa de Piedra, Stoke Cheverell; y Grace Holmes, enfermera, de la Casa del Romero, Stoke Cheverell.

– A primera vista, aquí no hay nada de interés para Robin Boyton -dijo Kate-, aunque evidentemente se tomó la molestia de conseguir esta copia. Supongo que deberíamos leer el libro. ¿Eres rápido leyendo, Benton?

– Bastante, señora. Y no es especialmente largo.

– Entonces más vale que empieces a leerlo en el coche mientras yo conduzco. Cogeremos una bolsa de Coxon y llevaremos todo esto a la Vieja Casa de la Policía. No creo que haya aquí nada que nos interese, pero será mejor examinarlo a fondo.

– Aunque descubramos que tenía más de un amigo resentido con él -dijo Benton-, por alguna razón no concibo a un enemigo que va a Stoke Cheverell con intención de matarlo, consigue entrar en la casa de los Westhall y mete el cadáver en el congelador. Aunque lógicamente una copia del testamento significará algo, a menos que él sólo quisiera confirmar que el viejo no le había dejado nada. No entiendo por qué está escrito a mano. Obviamente Grace Holmes ya no vive en la Casa del Romero. Está en venta. Pero ¿por qué Boyton intentó ponerse en contacto con ella? ¿Y qué le pasó a Elizabeth Barnes? Ahora no está trabajando para los Westhall. La fecha del testamento también es interesante, ¿verdad?

– No sólo la fecha -dijo Kate lentamente-. Dejemos este revoltijo. Cuanto antes llevemos esto a AD, mejor. Pero hemos de ir a ver también a la agente de la señorita Gradwyn. Tengo la impresión de que no tardaremos mucho con ella. Recuérdame quién es y dónde está, Benton.

– Eliza Melbury, señora. La cita es a las tres y cuarto. En su oficina de Camden.

– ¡Maldita sea! Esto no nos viene de camino. Preguntaré a AD si quiere que hagamos algo más en Londres mientras estamos aquí. A veces tiene que recoger algo en el Yard. Luego buscaremos un sitio para tomar un almuerzo rápido y después iremos a ver si Eliza Melbury nos cuenta algo. Al menos no hemos perdido la mañana.

2

Con el coche atrapado en el tráfico de Londres, el trayecto hasta la dirección de Eliza Melbury en Camden fue largo y pesa do. Benton esperaba que la información que obtuvieran de ella justificara el tiempo y el esfuerzo dedicados a tal fin. La oficina estaba encima de una verdulería, y el olor a frutas y verduras los siguió mientras subían por las estrechas escaleras hasta la prime ra planta y entraban en lo que con toda evidencia era la oficina general. Tres mujeres jóvenes estaban sentadas frente a sendos ordenadores mientras un hombre de edad avanzada se dedicaba a recolocar libros, todos con sus brillantes sobrecubiertas, en una estantería que cubría toda una pared. Se alzaron tres pares de ojos, y cuando Kate enseñó la orden judicial, una de las muchachas se levantó y llamó a la puerta de la parte delantera del edificio y dijo con tono alegre:

– Está aquí la policía, Eliza. Dijiste que la esperabas. Eliza Melbury estaba terminando una conversación telefónica. Devolvió el auricular a su sitio, les sonrió y les indicó dos sillas colocadas al otro lado del escritorio. Era una mujer corpulenta y atractiva, con una amplia mata de pelo negro rizado que le caía sobre los hombros y unas mejillas regordetas. Lucía un vistoso caftán adornado con abalorios.

– Han venido para hablar sobre Rhoda Gradwyn, desde luego -dijo-. Lo único que sé es que ustedes están investigan do lo que se describe como una muerte sospechosa, o sea un asesinato, tal como lo entiendo yo. En este caso, es algo espantoso, pero no creo que yo pueda contarles nada que les sirva de ayuda. Ella acudió a mí hace veinte años, cuando me fui de la agencia Dawkins-Bower y monté la mía propia, y permaneció conmigo desde entonces.

– ¿La conocía usted bien? -preguntó Kate.

– Como escritora, creo que muy bien. Esto significa que yo era capaz de identificar un fragmento de prosa suyo, sabía cómo le gustaba relacionarse con los editores, y podía prever cuál sería su respuesta a cualquier propuesta que yo le hiciera. La respetaba y le tenía simpatía, y estaba contenta de tenerla en mi lista. Almorzábamos juntas una vez cada seis meses, por lo general para hablar de cuestiones literarias. Fuera de eso, no puedo decir que la conociera.

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