Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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Miró el tren que entraba en la estación. Oscura pregunta que le devolvía directamente al espanto del sendero de paso. Donde nada demostraba la presencia del Tridente.

Al tomar por la calleja donde vivía Clémentine, chasqueó los dedos. Tenía que acordarse de contar a Danglard el asunto de las reinetas del estanque de Collery. Sin duda le gustaría saber que la cosa funcionaba, también, con las ranas. Plof, y estallido. Un sonido algo distinto.

L

Pero no era momento para ranas. Apenas hubo llegado, Retancourt le comunicó por teléfono el asesinato de Michaël Sartonna, el joven que se encargaba de la limpieza de la Brigada. Trabajaba de cinco de la tarde a nueve de la noche. Hacía dos días que no le veían, fueron a informarse a su domicilio. Asesinado de dos balas en la espalda, con silenciador, la noche del lunes al martes.

– ¿Un arreglo de cuentas, teniente? Me parecía que Michael trapicheaba.

– Es posible, pero no era rico. A excepción de una buena suma abonada en su cuenta el 13 de octubre, cuatro días después de la noticia en Les Nouvelles d'Alsace. Y, en su casa, un flamante ordenador portátil nuevo. Le recuerdo que Michael pidió de pronto unas vacaciones de quince días, coincidiendo con las fechas de la misión de Quebec.

– ¿El topo, Retancourt? Dijimos que no había ya topo.

– Pues volvemos a ello. Pudieron entrar en contacto con Michaël tras el asunto de Schiltigheim, para que informara y nos siguiera a Quebec. Para entrar en su casa, también.

– ¿Y matar en el sendero?

– ¿Por qué no?

– No lo creo, Retancourt. Admitiendo que yo tuviese compañía, el juez no habría dejado una venganza tan refinada en manos de un cualquiera. Y tampoco un tridente, fuera cual fuese.

– Danglard tampoco lo cree.

– Por lo que a la pistola se refiere, la cosa no va con el juez.

– Ya le he dicho mi opinión. La pistola es buena para los daños colaterales, los asesinatos paralelos. Con Michael no se necesita el tridente. Supongo que el joven juzgó mal a su jefe, que se mostró demasiado exigente e intentó un chantaje. O que, simplemente, el juez lo habrá evacuado.

– Si se trata de él.

– Han examinado su ordenador. El disco duro está vacío o, más bien, limpiado. Los tíos del laboratorio se lo llevarán mañana para rascarlo un poco.

– ¿Qué ha sido de su perro? -preguntó Adamsberg, sorprendido al preocuparse por la suerte del gran compañero de Michaël.

– Se lo han cargado.

– Retancourt, puesto que se empeña en darme un chaleco, mándeme con él ese portátil. Tengo por aquí a un hacker estupendo.

– ¿Y cómo quiere usted que me haga con el trasto? Ya no es comisario.

– Lo recuerdo -dijo Adamsberg, como si oyera gruñir la voz de Clémentine-. Pídaselo a Danglard, convénzalo, usted sabe hacerlo. Desde la exhumación, Brézillon se está poniendo de mi lado, y él lo sabe.

– Haré lo que pueda. Pero ahora le obedecemos a él.

LI

Josette se había apoderado, con pasión, del ordenador de Michaël Sartonna. Adamsberg tuvo la impresión de que no habría podido complacerla más que ofreciéndole aquella máquina sospechosa, un sueño de hacker. El ordenador no había llegado a Clignancourt hasta última hora de la tarde, y Adamsberg sospechaba que Danglard había hecho que sus propios especialistas lo examinaran antes. Lógico, normal, ahora era el jefe de la Brigada. Con la entrega, el mensajero le había dado una nota de Retancourt por la que confirmaba que el disco duro estaba vacío, tan refrotado como un fregadero. Lo que sólo consiguió incrementar la concupiscencia de Josette.

Se atareó largo rato haciendo saltar los sucesivos filtros que protegían la lavada memoria de la máquina, confirmando a Adamsberg que la máquina acababa de ser visitada.

– Sus hombres no se han tomado el trabajo de disimular su paso. Es muy natural, no estaban haciendo nada ilegal.

El último filtro sólo se desbloqueó con el nombre invertido del perro de Michaël, ocarac. No era extraño que, ciertos días de trabajo, el joven llevara con él a su perro, un gran animal tan baboso e inofensivo como un caracol -de ahí su nombre, Caraco - cuya pasión era desgarrar todos los papeles que estaban a su alcance. Caraco era capaz de transformar un informe en una bola de pegamento. Algo muy adecuado, como código, a las misteriosas transmutaciones operadas en los ordenadores.

Pero una vez superados aquellos filtros, Josette topó con el vacío anunciado.

– Buena colada, lavado con estropajo metálico -dijo a Adamsberg.

Evidentemente. Si los veteranos especialistas del laboratorio no habían encontrado nada, no existía razón alguna para que Josette les superara. Las arrugadas manos de la hacker volvieron a posarse, obstinadas, en el teclado.

– Sigo buscando -dijo, tozuda.

– Es inútil, Josette. Los tipos del laboratorio le han dado la vuelta como a un guante.

Era la hora del oporto y Clémentine llamó a Adamsberg para la copa vespertina, como se ordena a un adolescente que haga sus deberes. Ahora, Clémentine añadía una yema de huevo, batiéndola en el vino dulce. El oporto-flip era más reconstituyente.

– Se obstina -explicó Adamsberg a Clémentine, tomando el vaso lleno de aquella espesa mezcla a la que se había acostumbrado.

– Viéndola así, se diría que puedes derribarla de un papirotazo -dijo Clémentine haciendo chocar su vaso con el de Adamsberg.

– Y no se puede.

– No -interrumpió Clémentine impidiendo el gesto de Adamsberg, que se llevaba el vaso a los labios-. Cuando se brinda, hay que mirarse a los ojos. Lo he dicho ya. Luego hay que beber enseguida sin dejar el vaso. Sin eso, no funciona.

– ¿Qué es lo que no funciona?

Clémentine movió la cabeza como si la pregunta de Adamsberg fuera una pura burrada.

– Repitámoslo -dijo-. Míreme bien a los ojos. ¿De qué estábamos hablando?

– De Josette, de los papirotazos.

– Sí. No hay que fiarse. Porque en el interior de mi Josette hay una brújula que nunca abandona el norte. Ha chorizado millones a los peces gordos. Y no va a dejarlo mañana.

Adamsberg llevó un vaso de la mezcla reconstituyente al despacho.

– Hay que mirarse bien a los ojos antes del brindis -explicó a Josette-. De lo contrario no funciona.

Josette golpeó su vaso del modo debido, sonriendo.

– He podido pescar fragmentos de una línea -dijo con su frágil voz-. Se trata de los restos dispersos de un mensaje, que sus hombres no han leído -añadió con una pizca de orgullo-. Hay rincones que los mejores sabuesos olvidan peinar.

– Un intersticio entre la pared y el pie del lavabo.

– Por ejemplo. Siempre me ha gustado hacer la limpieza a fondo, lo que molestaba a mi armador. Venga a verlo.

Adamsberg se acercó a la pantalla y leyó una hermética sucesión de algunas letras que habían sobrevivido a la debacle: dam aba ea aou min ort cru mu cha .

Josette parecía satisfecha por su descubrimiento.

– ¿Eso es todo lo que queda? -preguntó Adamsberg, decepcionado.

– Nada más, pero es algo de todos modos -dijo Josette, alegre aún-. Porque ese grupo de vocales aou es muy raro en francés: sólo en août («agosto»); saoûl («borracho»); yaourt («yogur»), y en caoutchouc («caucho»).

– Y en raout .

¿Raout?

– Es una gran fiesta mundana, Josette.

– Ah, sí. Nosotros lo llamábamos «cóctel», cuando vivía a todo tren. Lo que nos da cinco palabras que contengan esas vocales, y sólo tres si prescindimos de las que llevan acento circunflejo.

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