Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– ¿Y Roland? -preguntó Adamsberg.

– Ella le calentaba la cabeza, no hay otra expresión. Quería que hiciese una carrera en la ciudad, que fuera alguien. «Tú, Roland mío, no serás un incapaz como tu padre.» «No serás un inútil.» De modo que muy pronto creyó que estaba por encima de nosotros, los demás mocosos de Collery. Se andaba con pretensiones, adoptaba aires de grandeza. Pero en el fondo lo que pasaba era que el dragón blanco no quería que anduviese con nosotros. No éramos bastante para él, le decía. A fin de cuentas, Roland no se volvió tan agradable como su padre, de ningún modo. Era callado, orgulloso, y ay de quien le buscara las cosquillas. Agresivo y malo como la tiña.

– ¿Se peleaba?

– Amenazaba. Imagínese que, cuando no teníamos aún quince años, a veces nos divertíamos pescando ranas cerca del estanque, y luego las hacíamos estallar con un cigarrillo. No digo que sea bonito, pero en Collery no teníamos demasiadas distracciones.

– ¿Ranas o sapos?

– Ranas. Las reinetas verdes. Cuando les metes un cigarrillo en la boca, comienzan a aspirar y, plof, estallan. Hay que verlo para creerlo.

– Me lo imagino -dijo Adamsberg.

– Pues bien, Roland llegaba muchas veces con su navaja y, zas, le cortaba directamente la cabeza a la rana. La sangre saltaba por todas partes. Bueno, reconozco que el resultado era el mismo. Quiero decir que la rana moría. Pero nos parecía que sus maneras eran distintas, y no nos gustaban. Luego, limpiaba la sangre de la hoja en la hierba y se marchaba. Como para demostrar que siempre podía hacer más que nosotros.

Mientras André volvía a servirse un trago, Adamsberg intentaba beber su aguardiente con la mayor lentitud posible.

– Sólo había una pega -añadió André-. Y es que Roland, obediente como era, veneraba a su padre, eso puedo asegurarlo. No soportaba cómo lo trataba el dragón. No decía nada pero yo veía muy bien que por la noche, en el Mah-Jong, apretaba los puños cuando le soltaba sus frases.

– ¿Era guapo?

– Como un astro. En Collery no había una sola moza que no corriese tras él. Nosotros parecíamos menos que nada. Pero Roland no miraba a las muchachas. Como si, en eso, no fuera normal. Luego, se marchó a la ciudad para hacer estudios de señor. Tenía ambiciones.

– Estudios de derecho.

– Sí. Y luego sucedió lo que sucedió. No podía salir nada bueno con toda aquella maldad en casa. En el entierro del pobre Gérard, la madre no soltó ni una lágrima. Siempre pensé que, al regresar, ella había soltado alguna barbaridad.

– ¿Por ejemplo?

– No sé, algo de su estilo. «Bueno, ahora ya no tenemos que soportar al patán.» Una perrería como las que solía decir. Y el Roland debió de encolerizarse, con toda la pesadumbre de las exequias. No le defiendo, pero pienso lo que pienso. Debió de perder la cabeza, agarrar la herramienta de su padre y subir a por ella. Y pasó. Mató al viejo dragón blanco.

– ¿Con el tridente?

– Eso supusimos, por la herida y por la herramienta que había desaparecido. Su tridente, Gérard estaba siempre arreglándolo en la sala. Metiéndolo en el fuego, enderezando las púas, afilándolas. Y es que cuidaba sus herramientas. Una vez, mientras trabajábamos, al tridente se le rompió una púa con una piedra. ¿Cree usted que lo cambió? No, metió la herramienta en el fuego y volvió a soldar la púa. Sabía cosas de ferrallista, claro. Otras veces, se dedicaba a grabar pequeñas imágenes en la madera del mango. A la Marie le enloquecía que se divirtiera con aquellas tonterías. Yo no digo que fuese arte, pero quedaba muy bonito de todos modos, en el mango.

– ¿Qué clase de dibujos?

– Casi como en la escuela. Estrellitas, soles, flores. No mucho más, pero le aseguro que Gérard tenía talento. Su afición era adornar. Y también el mango de su pico, de su azadón, de su pala. Sus herramientas no podían confundirse con las de los demás. Cuando murió, guardé su azadón como recuerdo. Nadie era tan bueno como él.

El viejo André se alejó y regresó trayendo en las manos un azadón pulido por los años. Adamsberg examinó el lustroso mango, y los centenares de pequeños dibujos grabados en la madera, imbricados y con pátina. Desgastado, aquello le hacía casi pensar en un pequeño tótem.

– Es realmente bonito -dijo con sinceridad Adamsberg, pasando suavemente sus dedos por el mango-. Comprendo que lo aprecie, André.

– Cuando vuelvo a pensar en él, me apena. Siempre una palabra para los demás, siempre una broma. Pero ella, no; a ella nadie la echó en falta. Siempre me he preguntado si no lo había hecho ella. Y si Roland se enteró.

– ¿Hecho qué, André?

– Agrietar la barca -masculló el viejo jardinero apretando el mango del azadón.

El alcalde le había acompañado en camioneta hasta la estación de Orleans. Sentado en la gélida sala de espera, Adamsberg aguardaba su tren masticando un pedazo de pan para que absorbiese el aguardiente, que le abrasaba el vientre como las palabras de André ardían aún en su cabeza. La humillación del padre, con la mano amputada; la ambición de la madre, mortificante. En aquel cepo, el futuro juez, alterado, deseando acabar con la debilidad del padre, transformar su defecto en poder. Matando con el tridente como con la mano deforme, convertido en instrumento de omnipotencia. Fulgence había recibido de su madre la pasión por el dominio y de su padre la intolerable vejación de un débil. Cada golpe con el tridente asesino devolvía el honor y el valor a Gérard Guillaumond, que se había ahogado, vencido, en los limos del estanque. Su último chiste.

Y, naturalmente, al asesino le era imposible separarse del adornado mango de la herramienta. Aquella mano del padre era la que debía herir. Sin embargo, ¿por qué no había reproducido hasta el infinito aquel matricidio? ¿Por qué no había destruido imágenes maternas? ¿Mujeres de cierta edad, autoritarias y aplastantes? En la sangrienta lista del juez figuraban tantos hombres como mujeres, adolescentes, adultos, gente de edad. Y, entre las mujeres, muchachas muy jóvenes, lo opuesto de Marie Guillaumond. ¿Se trataba de obtener poder sobre la tierra entera, golpeando al azar? Adamsberg tragó un pedazo de pan moreno sacudiendo la cabeza. Aquella destrucción furiosa tenía otro sentido. Hacía algo más que aniquilar la humillación, ampliaba el poder del juez, como la elección de su nombre. Era una elevación, una muralla contra cualquier menoscabo. ¿Y cómo empalar a un anciano podía procurar a Fulgence semejante sensación? Sintió el súbito deseo de llamar y provocar a Trabelmann, para informarle de que, tras haber agarrado la oreja, había extirpado ya el cuerpo entero del juez y que ahora se acercaba al interior de su cabeza. Cabeza que había prometido llevarle clavada en su tridente, salvando de la mazmorra al flaco Vétilleux. Cuando pensaba en la agresión del comandante, Adamsberg tenía ganas de meterle en una alta ventana de la catedral. Sólo un tercio del comandante, la parte alta del busto. Nariz contra nariz con el dragón de los cuentos, el monstruo del Lago Ness, el pez del lago Pink, los sapos, la lamprea y demás bestezuelas que estaban empezando a transformar aquella joya del arte gótico en un verdadero vivero.

Pero meter un tercio del comandante en una ventana gótica no borraría sus palabras. Si la cosa fuera tan sencilla, todos recurrirían a ella al primer vejamen y no quedaría ya ni una sola ventana libre en toda la región, ni la menor abertura de una capilla campesina. No, la cosa no se borraba así. Sin duda porque Trabelmann no había pasado muy lejos de la verdad. Verdad que él comenzaba a acariciar, prudentemente, gracias al potente empujoncito de Retancourt, en aquel café del Châtelet. Cuando la rubia teniente te daba un empujoncito, algo te atravesaba el cerebro como la broca de una taladradora. Pero Trabelmann se había equivocado de ego. Sencillamente. Pues, a veces, hay yos y yos, pensó caminando por el andén. Yo y mi hermano. Y era posible, ¿por qué no?, que la absoluta protección debida a Raphaël le hubiera mantenido en órbita, bastante lejos del mundo, a cierta distancia de los demás en todo caso, al margen de la gravedad. Y, por supuesto, a distancia de las mujeres. Tomar aquel camino hubiera sido abandonar a Raphaël y dejar que reventara solo en su antro. Un acto imposible que le obligaba, casi, a apartarse ante el amor. ¿A destruirlo, incluso? ¿Y hasta qué punto?

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