Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Sé que tu abuela tenía un Mah-Jong -prosiguió Adamsberg desvariando-. Sin duda, no quería que se chapurrara, ¿verdad? ¡Si chapurras, te empitono!

Que hartón de reír, las abuelas son la hostia.

LII

Josette dormía mal y el apogeo de una pesadilla la despertó a la una de la madrugada: las hojas de papel salían rojas de su impresora, volando por la estancia y cubriendo el suelo. No podía leerse nada, los resultados quedaban ahogados por aquel color invasor.

Se levantó sin hacer ruido, se instaló en la cocina y se preparó un plato de tortas con jarabe de arce. Clémentine se reunió con ella, envuelta en su gruesa bata, como un vigilante nocturno que hiciera su ronda.

– No quería despertarte -se excusó Josette.

– Hay algo que te ronda por la cabeza -afirmó Clémentine.

– No consigo dormir. No es nada, Clémie.

– ¿Te preocupa tu máquina?

– Supongo que sí. En mi sueño sólo salían de ella hojas ilegibles.

– Lo conseguirás, Josette. Confío en ti.

¿Conseguir qué?, se preguntó Josette.

– Tengo la impresión de haber soñado con sangre, Clémie. Todas las hojas estaban rojas.

– ¿Tu máquina perdía tinta?

– No. Sólo aquellas hojas.

– Bueno, entonces no era sangre.

– ¿Ha salido? -preguntó Josette advirtiendo que el sofá estaba vacío.

– Eso parece. Algo ha debido inquietarle, eso no se domina. También él está preocupado. Come bien y luego bebe, eso hace dormir -aconsejó calentando una taza de leche.

Tras haber tapado la caja de tortas, Josette se preguntaba adónde iría a parar. Se puso un chaleco sobre su pijama y se sentó, pensativa, ante el ordenador apagado. El de Michaël estaba a su lado, como un desecho inútil y provocador. Conseguir el verdadero resultado, pensó Josette, el que se le había escapado durante la pesadilla. Las hojas ilegibles le indicaban que se había equivocado al descifrar las letras de Michaël. Un grave error, tachado en rojo.

Evidentemente, concluyó retomando su interpretación de la frase superviviente. Era grotesco imaginar tal profusión de detalles para una entrega de mierda. Recordar el tipo de embarcación, la materia y la ciudad de origen. ¿Por qué no dar también su nombre y su dirección, ya puestos? La excesiva cháchara de Michaël no tenía sentido alguno en el mensaje de un camello. Se había equivocado por completo y su examen estaba corregido en rojo.

Josette retomó con paciencia la sucesión de letras, dam aba ea aou min ort cru mu cha. Intentó diversas frases, diversas combinaciones, sin éxito. Aquel filtro le irritaba. Clémentine se inclinó por encima de su hombro, con la taza.

– ¿Es eso lo que te fastidia? -preguntó.

– Me equivoqué e intento comprender.

– Bueno, Josette mía, ¿quieres que te diga algo?

– Por favor.

– Ese asunto es puro chino. Y el chino sólo lo entienden los chinos, eso cae por su propio peso. ¿Te preparo leche caliente?

– No gracias, Clémie, me concentraré en esto.

Clémentine cerró suavemente la puerta del despacho. No había que molestar a Josette cuando se devanaba los sesos.

Josette prosiguió su trabajo con el único grupo de letras que podía guiar sus pasos, aquel aou, aquella rara combinación de vocales. Yaourt , raout, caoutchouc , un yogur, una buena fiesta y caucho. Clémentine tenía razón, era puro chino.

Josette puso decidida su lápiz sobre la hoja. Claro, era chino. La palabra no era francesa, era china, una lengua extranjera. Y que caía por su propio peso para quien dominara esa lengua. Por su propio peso y en el río, en un río indio. Outaouais , escribió, febril, bajo su bloque de vocales. Esta vez reconoció el satisfecho chasquido del hacker que ha metido la llave correcta en el cerrojo adecuado. Y dam para Adamsberg , no para Amsterdam. Es extraño, pensó Josette, hasta qué punto la proximidad hace invisible la evidencia. Pero ella lo había sabido en su sueño, con las hojas rojas. No era sangre, había asegurado Clémentine. Claro que no. Eran las hojas rojas de Canadá, cayendo en otoño en el camino. Mordiéndose los labios, Josette escribió poco a poco las palabras que manaban por fin de aquella abertura y se colocaban, fácilmente, unas al lado de las otras. Min para camino. Mu cha para muchacha , y no para munición o chalupa .

Diez minutos más tarde, relajada, contemplaba su obra, segura ahora de poder dormir: Adamsbergtrabaja - GatineauOutaouaissenderopaso - cruza - muchacha. Dejó la hoja en sus rodillas.

Así que Adamsberg tenía, en efecto, pisándole los talones a un delator, Michaël Sartonna. Eso nada demostraba en cuanto al crimen, pero al menos era seguro que el joven había acechado sus desplazamientos e informado de sus encuentros en el sendero de paso. Y que transmitía sus informaciones. Josette sujetó la hoja bajo el teclado y se zambulló bajo las mantas. Al menos no había sido un error de hacker sino sólo de descifrado.

LIII

– Tu Mah-Jong -repetía Adamsberg.

Camille vaciló y, luego, se reunió con él en la cocina. La embriaguez arrebataba el encanto a la voz de Adamsberg, haciéndola más aguda y desfalleciente. Ella disolvió dos comprimidos en un vaso de agua y se lo tendió.

– Bebe -dijo.

– Necesito dragones, ¿comprendes? Grandes dragones -explicó Adamsberg antes de vaciar el vaso.

– No hables tan alto. ¿Qué quieres hacer con unos dragones?

– Tengo que tapar unas ventanas.

– Bueno -admitió Camille-. Ya las taparás.

– Con los labradores de ese tipo, también.

– También… No hables tan alto.

– ¿Por qué?

Camille no respondió pero Adamsberg siguió su breve mirada. Al fondo de la habitación, divisó, bastante difusa, una cama en miniatura.

– Ah, claro -dijo levantando un dedo-. El niño. No despertar al niño. Ni al padre de los perros.

– ¿Estás al corriente? -dijo Camille con voz neutra.

– Soy poli, lo sé todo. Montreal, el niño, el nuevo padre con los perros.

– Eso está bien. ¿Cómo has venido? ¿A pie?

– En mobylette.

Mierda, se dijo Camille. No podía conducir en ese estado. Sacó el viejo juego de Mah-Jong de su abuela.

– Juega -dijo dejando la caja en el bar-, diviértete con las fichas. Yo voy a leer.

– No me dejes. Estoy perdido y maté a una muchacha. Explícame ese Mah-Jong, quiero encontrar los dragones.

Camille examinó a Adamsberg con una rápida ojeada. Fijar la atención de Jean-Baptiste en esas fichas le parecía, de momento, lo único que cabía hacer. Hasta que los comprimidos actuasen y pudiera proseguir su camino. Y hacerle un café bien cargado para que no cayera de bruces sobre el bar.

– ¿Dónde están los dragones?

– Hay tres palos en el juego -explicó Camille con voz apaciguadora, con la prudencia de cualquier mujer que fuera abordada en la calle por un tipo fuera de sus casillas. Hablar suavemente y esfumarse en cuanto pudiera. Entretenerle con las fichas de su abuela. Le tendió una taza de café solo.

– Tienes aquí el palo de los Círculos, aquí el de los Caracteres y, allí, el de los Bambúes, del número 1 al número 9. ¿Comprendes?

– ¿Para qué sirve?

– Para jugar. Y éstos son los honores: Este, Oeste, Norte, Sur y tus dragones.

– Ah -dijo Adamsberg, satisfecho.

– Cuatro dragones verdes -dijo Camille reuniéndolos ante sus ojos-, cuatro dragones rojos y cuatro vírgenes. Doce dragones en total, ¿te bastarán?

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