Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– ¿Puede prestarme su varita? -preguntó.

Adamsberg hundió la punta de la rama en las brasas y, luego, la paseó por el aire.

– Es bonito -dijo Josette.

– Sí.

– En el aire no pueden dibujarse cuadrados. Sólo círculos.

– No importa, no me gustan demasiado los cuadrados.

– El crimen de Raphaël era un gran filtro cuadrado -aventuró Josette.

– Sí.

– Y hoy ha saltado en pedazos.

– Sí, Josette.

Paf, paf, paf, y estallido, pensó.

– Pero queda otro -prosiguió-. Y no podemos avanzar más de lo que lo hemos hecho.

– No hay final para los subterráneos, comisario. Están concebidos para ir de un lugar a otro. Todos conectados entre sí, de sendero en sendero, de puerta en puerta.

– No siempre, Josette. Ante nosotros se levanta el filtro más impenetrable.

– ¿Cuál?

– El de la memoria estancada, en el fondo del lago. Mi recuerdo atrapado bajo las piedras, mi propia trampa, mi caída en el sendero. Ningún pirata sabría abordarlo.

– Filtro a filtro y uno tras otro, es la clave del buen hacker -dijo Josette agrupando las brasas desparramadas en el centro del hogar-. No se puede abrir la puerta número nueve antes de haber descerrajado la número ocho. ¿Lo comprende, comisario?

– Claro, Josette -dijo amablemente Adamsberg.

Josette seguía alineando los tizones a lo largo del tronco inflamado.

– Antes del filtro de la memoria -prosiguió señalando una brasa con el extremo de las pinzas-, está el que le hizo beber en Hull, y ayer noche.

– Defendido también por una barrera inexpugnable.

Josette movió la cabeza, tozuda.

– Ya sé, Josette -suspiró Adamsberg-, que fue usted a dar una vuelta por el FBI. Pero no se pueden hackear los filtros de la vida como si fueran los de estas máquinas.

– No hay diferencia -replicó Josette.

Él extendió los pies hacia la chimenea, haciendo girar lentamente en el aire la varita, dejando que el calor de las llamas se filtrara a través de sus zapatos. La inocencia de su hermano volvía a él con un lento movimiento de bumerang, sacándolo de sus marcas habituales, modificando su ángulo de visión, abriéndole parajes prohibidos donde el mundo parecía cambiar, discretamente, de textura. Ignoraba, a ciencia cierta, qué textura. Pero sabía que, antes, y hasta ayer mismo, nunca habría revelado la historia de Camille, la muchacha del norte, a una frágil hacker con zapatillas deportivas azules y doradas. Sin embargo, lo hizo; desde sus orígenes hasta su conversación de borracho de la noche anterior.

– Ya ve usted -concluyó Adamsberg-. No hay paso.

– ¿Puedo recuperar la varita? -preguntó tímidamente Josette.

Adamsberg le tendió la rama. Ella reactivó su punta en las llamas y reanudó sus temblorosos círculos.

– ¿Por qué busca ese paso si usted mismo lo cerró?

– No lo sé. Sin duda porque de ahí procede el aire, y sin aire llega la asfixia, o la explosión. Como la catedral de Estrasburgo con las ventanas obstruidas.

– Ah, caramba -se extrañó Josette deteniendo su gesto-. ¿Han tapado la catedral? ¿Para qué?

– No se sabe -dijo Adamsberg con gesto evasivo-. Pero lo han hecho. Con dragones, lampreas, perros, sapos y el tercio de un gendarme.

– Ah, bueno -dijo Josette.

Dejó la varita sobre el morillo y desapareció en la cocina. Regresó con dos vasos de oporto y los dejó, temblorosa, en el brocal de la chimenea.

– ¿Sabe usted su nombre? -preguntó sirviendo el vino y derramando un poco junto a los vasos.

– Trabelmann. Un tercio de Trabelmann.

– No, hablo del hijo de Camille.

– Ah. No me informé. Estaba ebrio.

– Tome -dijo tendiéndole el oporto-. Es suyo.

– Gracias -dijo Adamsberg tomando su vaso.

– No hablo del vaso -corrigió Josette.

Trazó algunos círculos incandescentes más, apuró su vino y devolvió la varita a Adamsberg.

– Ya está -dijo-, voy a dejarle. Era un filtro pequeño pero deja pasar el aire, demasiado tal vez.

LVII

Danglard tomaba notas rápidamente mientras escuchaba a su colega quebequés.

– Arráncamelo lo antes posible -respondió-. Adamsberg ha dejado en pelotas la andadura del juez. Sí, y ahora todo tiene sentido, se ha hecho sólido. A excepción del crimen del sendero que sigue sin tener cabida. De modo que no abandones… No… Bueno, arréglatelas… El mensaje de Sartonna no tendrá ningún valor, es sólo una reconstrucción. La acusación lo hará pedazos. Sí… Seguro… Puede librarse todavía, dale duro.

Danglard dijo unas palabras más y colgó. Tenía la nauseabunda impresión de que todo iba a depender de un hilo. Perderlo o ganarlo todo en aquella jugada. Le quedaba muy poco tiempo, y poco hilo.

LVIII

Adamsberg y Brézillon habían acordado una cita en un discreto café del distrito 7, a primera hora de la tarde. El comisario se dirigía hacia allí con la cabeza gacha bajo su gorro polar. La noche anterior había permanecido despierto mucho tiempo, después de la partida de Josette, dibujando círculos aéreos y ardientes en la oscuridad. Desde que hojeó descuidadamente aquel periódico en la Brigada, le parecía haber atravesado sin respiro todo un tumulto, haberse lanzado a las tormentas en una balsa sacudida por los vientos de Neptuno, desde hacía cinco semanas y cinco días. Como una perfecta hacker, Josette había dado en el blanco y le extrañaba no haberlo comprendido antes. El niño había sido concebido en Lisboa y era hijo suyo. Aquel descubrimiento había apaciguado una borrasca al tiempo que levantaba un soplo de inquietud que jadeaba y silbaba en el cercano horizonte.

«Es usted un verdadero gilipollas, comisario.» Por no haber comprendido nada. Danglard había permanecido sentado como un fardo triste y pesado sobre su secreto. Camille y él, ambos rígidos y en silencio, mientras huía a lo lejos. Tan lejos como Raphaël se había exiliado.

Raphaël podía sentarse ahora pero él tenía que seguir corriendo. Filtro tras filtro, había ordenado Josette, calzada con sus gruesas zapatillas azul celeste. El filtro del sendero seguía siendo inaccesible, pero el de Fulgence estaba a su alcance. Adamsberg empujó la puerta giratoria del lujoso café, en la esquina de la avenida Bosquet. Algunas damas tomaban el té, otras un pastís. Descubrió a su Brézillon acomodado, como un monumento gris, en una banqueta de terciopelo rojo, con un vaso de cerveza en la mesa de madera brillante.

– Quítese ese gorro -le dijo enseguida Brézillon-. Parece un campesino.

– Es mi sistema de camuflaje -explicó Adamsberg dejándolo en una silla-. Técnica polar que oculta los ojos, las orejas, las mejillas y el mentón.

– Dese prisa, Adamsberg, ya le he hecho un favor aceptando esta entrevista.

– Pedí a Danglard que le informara de las consecuencias de la exhumación. La edad del juez, la familia Guillaumond, el matricidio, la mano de honores.

– Lo hizo.

– ¿Cuál es su opinión, señor?

Brézillon encendió uno de sus gruesos cigarrillos.

– Favorable, salvo en dos puntos. ¿Por qué se echó el juez quince años más? Es evidente que cambió de nombre después del matricidio. Y en el maquis, la operación era fácil. Pero ¿la edad?

– Fulgence valoraba el poder y no la juventud. Diplomado en derecho a los veinticinco años, ¿qué podía esperar después de la guerra? Sólo la lenta andadura de un pequeño jurista que escalase, uno a uno, los peldaños. Fulgence deseaba algo distinto. Con su inteligencia y algunas referencias falsas, podía llegar rápidamente a los grados más altos. Siempre que tuviera edad para aspirar a ellos. Su ambición necesitaba madurez. Cinco años después de su huida, era ya juez en el tribunal de Nantes.

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