Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Entendido. Segundo punto. Noëlla Cordel no tiene nada que la designe como decimocuarta víctima. Su nombre escapa a toda relación con los honores del juego. De modo que yo sigo hablando con un asesino fugado. Todo eso no prueba su inocencia, Adamsberg.

– Hay otras víctimas excedentes en la andadura del juez. Michaël Sartonna, por ejemplo.

– Nada lo prueba.

– Pero es una presunción. Como lo de Noëlla Cordel. Y lo mío.

– ¿Qué quiere decir?

– Si el juez decidió tenderme una trampa en Quebec, su mecanismo se atascó. Escapé de las manos de la GRC y la exhumación le priva de su refugio mortuorio. Si consigo hacerme oír, lo perderá todo, su reputación, su honor. No correrá ese riesgo. Reaccionará muy pronto.

– ¿Eliminándole?

– Sí. Debo pues facilitarle las cosas. Debo regresar a mi casa a la luz del día. Y vendrá. Eso es lo que he venido a pedirle, unos días.

– Está usted como una cabra, Adamsberg. ¿Piensa utilizar el viejo truco del reclamo? ¿Con un loco de atar que tiene trece crímenes en su haber?

O, más bien, el viejo truco del mosquito escondido al fondo de un oído, pensó Adamsberg, el viejo truco del pez hundido en los lodos de un lago, y a los que se atrae con la claridad de una lámpara. Pesca nocturna con candil. Y, esta vez, el pez manejaba el tridente, no el hombre.

– No hay otro modo de lograr que emerja.

– Comportamiento sacrificial, Adamsberg, que no le absolverá del crimen de Hull. Si el juez no le mata.

– Ése es el riesgo.

– Si le agarran en su domicilio, vivo o muerto, la GRC me acusará de incompetencia o de complicidad.

– Dirá usted que levantó la guardia para arponearme mejor.

– Lo que me obligará a conceder de inmediato su extradición -dijo Brézillon apagando su colilla con el ancho pulgar.

– De todos modos, la concedería usted dentro de cuatro semanas y media.

– No me gusta convertir a mis hombres en muñecos de un pim-pam-pum.

– Piense que no soy ya su hombre, sino un fugitivo autónomo.

– Concedido -suspiró Brézillon.

Aspirado por el efecto lamprea, pensó Adamsberg. Se levantó y se encasquetó el camuflaje polar. Por primera vez, Brézillon le tendió la mano para saludarle. Un reconocimiento, sin duda, de que no estaba seguro de volverlo a ver en pie.

LIX

En Clignancourt, Adamsberg metió su chaleco antibalas y su arma en la bolsa, y besó a las dos mujeres.

– Sólo una pequeña expedición -dijo-. Volveré.

No es seguro, pensó al tomar por la calleja. ¿A qué venía ese duelo desigual? A jugarse el último golpe o, tal vez, a adelantarse a la muerte, a exponerse al tridente de Fulgence mejor que empantanarse en la oscuridad del sendero y vivir sin saber, con la empalada Noëlla. Veía, como a través de un cristal empañado, el cuerpo de la muchacha ondulando bajo la cubierta de hielo. Escuchaba su voz quejosa. «¿Y sabes qué me hizo, mi chorbo? Pobre Noëlla, engañada con falsas promesas. ¿Te ha hablado ya de eso Noëlla? ¿Del puerco de París?»

Adamsberg caminó más deprisa, con la cabeza gacha. No podía engatusar a nadie con su vieja jugarreta del mosquito escondido. El yunque de la culpabilidad que le doblegaba desde el crimen de Hull se lo impedía. Fulgence podía rodearse de vasallos y provocar una verdadera carnicería. Cargarse a Danglard, Retancourt, Justin, llenar de sangre toda la Brigada. Sangre que se desplegó ante sus ojos, acarreando en sus pliegues el hábito rojo del cardenal. Ve solo, jovencito.

El sexo y el nombre. La perspectiva de reventar sin saberlo le pareció incongruente, o inaceptable. Sacó el móvil por una de sus patas rojas y telefoneó a Danglard en la calle.

– ¿Algo nuevo? -preguntó el capitán.

– Ya veremos -dijo prudentemente Adamsberg-. Dejando eso al margen, figúrese que le he echado mano al nuevo padre. No se trata de un hombre fiable con zapatos lustrosos.

– ¿Ah, no? ¿De quién, entonces?

– De una especie de tipo raro.

– Me satisface que tenga ya la respuesta.

– Precisamente. Me gustaría saberlo antes.

– ¿Antes de qué?

– Simplemente saber su sexo y su nombre.

Adamsberg se detuvo para grabar correctamente la información. Nada penetraba en su memoria si se movía.

– Gracias, Danglard. Una última cosa: sepa que con las ranas, con las reinetas verdes en todo caso, funciona también. El estallido.

Una nube huraña le acompañó en su marcha hasta el Marais. Se sobrepuso a la vista de su inmueble y observó largo rato los alrededores. Brézillon había cumplido su palabra. Habían levantado la vigilancia y el paso estaba abierto, de la sombra a la luz.

Inspeccionó rápidamente su apartamento y, luego, redactó cinco cartas destinadas a Raphaël, a la familia, a Danglard, a Camille y a Retancourt. Por un impulso, añadió una nota para Sanscartier. Dejó el pequeño paquete fúnebre en un escondrijo de su habitación, que Danglard conocía. Para que las leyeran después de su muerte. Tras una cena fría tragada de pie, comenzó a ordenar las pruebas, a seleccionar la ropa y a hacer desaparecer su correo privado. Te vas vencido, se dijo al dejar la basura en el vestíbulo del inmueble. Te vas muerto.

Todo le parecía en su lugar. El juez no entraría a la fuerza. Sin duda había hecho que Michaël Sartonna le enviara una copia de su llave. Fulgence sabía anticiparse.

Y encontrar al comisario esperándole con el arma en la mano no le sorprendería. Lo sabía, como sabía que estaría solo.

Debía dar al juez tiempo para que le avisaran de su regreso, no aparecería antes de mañana, o pasado mañana por la noche. Adamsberg lo esperaba por un pequeño detalle: la hora. El juez era un simbolista. Sin duda le agradaría terminar con la carrera de Adamsberg a la misma hora en que había herido a su hermano, treinta años antes. Entre las once y la medianoche. Podía prever, pues, un leve efecto de sorpresa sobre este intervalo de tiempo. Atacar directamente el orgullo de Fulgence, donde él lo creía inmaculado aún. Adamsberg había comprado un juego de Mah-Jong por el camino. Dispuso una partida en la mesita baja y expuso en un soporte la mano de honores del juez. Añadió dos flores, para Noëlla y Michaël. La visión de aquel secreto desvelado obligaría a Fulgence, tal vez, a pronunciar algunas palabras antes del asalto. Lo que daría a Adamsberg, tal vez, un respiro de unos segundos.

LX

El domingo por la noche, a las diez y media, Adamsberg se puso el pesado chaleco antibalas y se colgó la pistolera. Encendió todas las lámparas para indicar su presencia, para que el gran insecto acurrucado en su caverna reptara hasta aquel punto de viva luz.

A las once y cuarto, el tintineo de la cerradura le advirtió de la entrada del Tridente. El juez dio un portazo con desenvoltura. Justo su estilo, pensó Adamsberg. Fulgence se sentía como en su casa en todas partes, donde quería y como quería. «Lanzaré sobre ti el rayo cuando me plazca.»

Levantó su arma en cuanto tuvo al anciano en su campo visual.

– Qué bárbaro recibimiento, joven -dijo Fulgence con voz chirriante y envejecida.

Desdeñando el cañón que le apuntaba, se quitó el largo abrigo y lo tiró en una silla. Por mucho que Adamsberg se hubiera preparado para el encuentro, se tensó viendo al esbelto anciano. Mucho más arrugado que en su último encuentro, había mantenido erguido el cuerpo, altiva la postura, los señoriales gestos de su infancia. Las profundas arrugas del rostro le daban, más aún, aquella belleza diabólica que admiraban, arrepintiéndose, las mujeres de su pueblo. El juez se había sentado y, con las piernas cruzadas, examinaba el juego expuesto en la mesa.

– Acomódese -ordenó-. Tenemos algunas palabras que decirnos.

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