Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– No tenías necesidad de hacerlo. Mis huellas estaban en el cinturón.

– Pero no las suyas.

– ¿Qué suyas?

Sanscartier se volvió hacia Danglard, con las cejas fruncidas sobre sus ojos de bueno.

– ¿No está al corriente? -preguntó-. ¿Has dejado que fuera cociéndose?

– No podía decirle nada mientras no estuviéramos seguros. No me gustan las falsas esperanzas.

– ¡Pero ayer por la noche, criss! ¡Podías habérselo dicho!

– Ayer por la noche tuvimos una buena.

– ¿Y esta mañana?

– De acuerdo, he dejado que se cociera. Ocho horas.

– Eres un maldito -gruñó Sanscartier-. ¿Por qué le has soltado un cuento chino?

– Para que supiera lo que Raphaël vivió hasta lo más hondo. El espanto de uno mismo, el exilio y el mundo prohibido. Era necesario. Ocho horas, Sanscartier, no es la muerte para recuperar a un hermano.

Sanscartier se volvió hacia Adamsberg y golpeó la mesa con su caja de muestras.

– El pelo de tu diablo -dijo-. Que se debatía en seis metros cúbicos de hojas podridas.

Adamsberg comprendió al instante que Sanscartier estaba sacándole a la superficie, al aire libre, fuera de los limos inertes del lago Pink. Tras haber seguido las órdenes de Danglard y no las de Laliberté.

– No lo hice solo -dijo Sanscartier-, porque tenía que hacerlo todo fuera de la oficina. Al anochecer, por la noche o al amanecer. Y sin que el boss me agarrara. Tu capitán se hacía mala sangre, no podía tragarse ese asunto de piernas que se aflojaban, y justo después de la rama. Fui a ver el sendero y a buscar el lugar donde recibiste el trancazo. Caminé como tú desde La Esclusa, tanto tiempo como dijiste. Exploré un centenar de metros. Encontré ramitas recién rotas y algunas piedras que se habían movido, justo delante de la obra. Los tipos habían limpiado el campo pero estaba la plantación de arces.

– Te dije que era cerca de la obra -dijo Adamsberg, con la respiración agitada.

Se había cruzado de brazos, con los dedos contraídos sobre sus mangas y la atención centrada en las palabras del sargento.

– Pues bueno, no había ninguna rama baja por aquellos parajes, tíos. No fue eso lo que te hizo ver las estrellas. Después, tu capitán me pidió que buscara al vigilante nocturno. Era el único testigo posible, ¿comprendes?

– Comprendo, pero ¿lo encontraste? -preguntó Adamsberg, a quien, con los labios casi rígidos, le costaba articular.

Danglard llamó al camarero y pidió agua, cafés, cerveza y cruasanes.

– Criss, eso fue lo más duro. Alegué que estaba indispuesto para poder abandonar la GRC y correr a informarme en los servicios municipales. Imagínate. Eran los federales quienes se habían encargado. Tuve que llegar hasta Montreal para encontrar el nombre de la empresa. Puedo asegurarte que Laliberté estaba hasta las narices de mis repetidas enfermedades. Y tu capitán se ponía como un demonio por teléfono. Conseguí el nombre del vigilante. Estaba en una obra, aguas arriba del Outaouais. Pedí otro permiso para ir y creí que el superintendente iba a estallar.

– ¿Y allí estaba el vigilante? -preguntó Adamsberg vaciando de un trago su vaso de agua.

– No te preocupes, le agarré por los huevos en su pick-up. Pero soltarle la lengua fue otra cosa. Se mantenía erre que erre y me contó, primero, un montón de cuentos chinos. Entonces le agarré por las buenas y le amenacé con meterlo en la trena si seguía soltándome aquellas bobadas. Por negarse a cooperar y por ocultar pruebas. Me molesta contar el resto, Adrien. ¿No quieres decírselo tú?

– El vigilante, Jean-Gilles Boisvenu -prosiguió Danglard-, vio a un tipo que aguardaba en el sendero, abajo, el domingo por la noche. Tomó sus gemelos nocturnos y lo pescó.

– ¿Pescó?

– Boisvenu estaba seguro de que el tipo buscaba hombres y estaba esperando a su chorbo -explicó Sanscartier-. Ya sabes que el sendero de paso es un lugar de citas.

– Sí. El vigilante me preguntó si también yo buscaba hombres.

– Le interesaba mucho -prosiguió Danglard-. Estaba, pues, pegado a su parabrisas. Un testigo de excepción, de lo más atento. Se alegró de oír acercarse a otro tipo. Lo vio todo perfectamente con sus gemelos. Pero la cosa no fue como esperaba.

– ¿Cómo sabía que era la noche del 26?

– Porque era domingo y echaba pestes contra el vigilante de los fines de semana, que le había fallado. Vio al primer tipo, uno alto con el pelo blanco, golpeando al otro, en la cabeza, con una estaca. El otro tipo, usted, comisario, cayó al suelo. Boisvenu se encogió. El alto parecía malvado y él no quería mezclarse en una pelea doméstica. Pero siguió mirando.

– Pegado a su asiento.

– Exactamente. Pensaba, esperaba que la cosa se convirtiese en una escena de violación de una víctima sin sentido.

– ¿Comprendes? -dijo Sanscartier, con las mejillas enrojecidas.

– Y, en efecto, el alto comenzó a quitarle la bufanda al tipo que estaba en el suelo, y a abrir su chaqueta. Boisvenu se pegó más que nunca a sus gemelos y al parabrisas. El alto agarró sus dos manos y las apretó contra algo. Una correa, dijo Boisvenu.

– El cinturón -dijo Sanscartier.

– El cinturón. Pero el desnudo y los tocamientos se detuvieron ahí. El tipo le clavó una jeringa en el cuello, Boisvenu está seguro. Vio cómo la sacaba de su bolsillo y regulaba la presión.

– El temblor de piernas -dijo Adamsberg.

– Ya le dije que eso no me cuadraba -dijo Danglard inclinándose hacia él-. Hasta lo de la rama, caminaba usted normalmente, titubeando. Pero, al despertar, las piernas ya no aguantaban. Y a la mañana siguiente, tampoco. Conozco, con todos sus matices, las mezclas de alcohol y sus efectos. La amnesia está muy lejos de ser sistemática y, por lo que se refiere a las piernas de algodón, la cosa no encajaba. Necesitaba otro ingrediente.

– En su propio libro -precisó Sanscartier.

– Una droga, un medicamento -explicó Danglard-, para usted como para todos los demás culpables a los que sumió en una segura amnesia.

– Luego -prosiguió Sanscartier-, el tipo viejo se levantó dejándote en el suelo. Boisvenu quiso intervenir en aquel momento, a partir de la jeringa. No le faltan huevos, por eso es vigilante nocturno. Pero no pudo. ¿Puedes decirle por qué, Adrien?

– Porque estaba atrapado, con las piernas trabadas -explicó Danglard-. Se había preparado para el espectáculo, sentado en su asiento, con el mono de trabajo bajado hasta los tobillos.

– Boisvenu se había turbado al contarlo, parecía una gallina mojada -añadió Sanscartier-. Cuando hubo terminado de arreglarse los harapos, el viejo había puesto pies en polvorosa. El vigilante te encontró en la hojarasca, con la cara llena de sangre. Te llevó hasta su pick-up, te tendió dentro y te tapó con una manta. Y esperó.

– ¿Por qué? ¿Por qué no avisó a los puercos?

– No quería que le preguntaran por qué no se había movido. Le era imposible soltar la verdad, no la podía contar. Y si mentía diciendo que se había meado en las botas o echado un sueñecito, le costaría el curro. No contratan a los vigilantes para que se meen como un perro o duerman como un oso. Prefirió callarse la boca y subirte al pick-up.

– Podía haberme dejado allí y lavarse las manos.

– Ante la ley. Pero, a su modo de ver, pensaba que dios le soltaría un buen calvario si veía que dejaba reventar a un tipo, y quiso arreglar su metedura de pata. Con la escarcha que estaba cayendo, podías helarte como un témpano. Decidió ver cómo estabas, con aquel chichón en la frente y la jeringa en el cuerpo. Saber si era un somnífero o un veneno. Lo comprobaría enseguida. Y si la cosa se ponía fea, llamaría a los cops. Te vigiló durante más de dos horas y, puesto que dormías y el pulso era regular, se tranquilizó. Cuando empezaste a dar señales de que estabas despertando, puso en marcha el pick-up, tomó la carretera y te dejó a la salida del camino. Sabía que tú ibas por allí, te conocía.

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