Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Sólo cuando se aburre o cuando está conmovido -explicó Danglard.

LXIII

Adamsberg saludó a dos policías desconocidos que custodiaban el rellano de Camille y les mostró su identificación, con el nombre de Denis Lamproie aún.

Pulsó el timbre. Había pasado la jornada de la víspera recuperándose en soledad y en un formidable aturdimiento, experimentando la dificultad de reanudar el contacto consigo mismo. Después de aquellas siete semanas pasadas en plena tormenta de vientos cardinales, se veía lanzado sobre la arena, vapuleado, empapado y con las heridas del Tridente ya cerradas. Y también atontado y sorprendido. Sabía, al menos, que debía decirle a Camille que él no había matado. Al menos eso. Y, si encontraba un modo, le haría saber que había descubierto al tipo de los perros. Se sentía incómodo con su gorra bajo el brazo, su pantalón con trencilla, su guerrera con charreteras bordadas en plata y la medalla en la solapa. La gorra cubría, al menos, los llamativos restos de su tonsura.

Camille abrió ante la mirada de ambos policías. Les hizo una señal para confirmar que conocía al visitante.

– Dos policías velan permanentemente por mí -dijo cerrando la puerta- y no consigo ponerme en contacto con Adrien.

– Danglard está en la prefectura. Está cerrando un caso monstruoso. Los polis te custodiarán durante dos meses, por lo menos.

Yendo y viniendo por el estudio, Adamsberg consiguió contar, más o menos, su historia, omitiendo lo de Noëlla, mezclando de nuevo los alvéolos. Interrumpió su relato a la mitad.

– Encontré también al tipo de los perros -dijo.

– Bueno -respondió lentamente Camille-. ¿Y qué te parece?

– Como el de antes.

– Está bien que te guste.

– Sí, así es más fácil. Podríamos darnos la mano.

– Por ejemplo.

– Decirnos algunas palabras, de hombre a hombre.

– También.

Adamsberg inclinó la cabeza y concluyó su relato, Raphaël, la huida, los dragones. Le devolvió el reglamento del juego antes de marcharse y cerró a sus espaldas, suavemente, la puerta. El leve chasquido le chocó. Cada uno a un lado de aquella tabla de madera, viviendo en zonas disociadas, con el cerrojo corrido por sus propias manos. Sus dos relojes, por lo menos, no se soltaban, entrechocando en un acoplamiento discreto en su muñeca izquierda.

LXIV

En la Brigada todo el mundo llevaba el uniforme reglamentario. Danglard paseaba una mirada satisfecha por el centenar de personas reunidas en la Sala del Concilio. Al fondo se había preparado un estrado para el discurso oficial del jefe de división, hoja de servicio, cumplidos, concesión de la nueva medalla. Seguiría su propio discurso, agradecimientos, alguna pizca de humor y emoción. Luego abrazos con todos los colegas, relajación general, manduca, bebida y ruido. Vigilar la puerta, esperando la entrada de Adamsberg. Era posible que el comisario renunciara a poner de nuevo los pies en la Brigada en un ambiente tan formal y festivo.

Allí estaba Clémentine, con su vestido de flores más hermoso, acompañada por Josette, con un traje sastre y zapatillas deportivas. Clémentine se sentía muy cómoda, con el cigarrillo en los labios, al haber encontrado de nuevo a su brigadier Gardon que, tan cortésmente, le había prestado, una vez, un juego de naipes que ella no había olvidado. La frágil hacker, la valiosa forajida sumergida en aquel mundo de pasmas, permanecía pegada a Clémentine, sujetando la copa con ambas manos. Danglard había velado por la excelencia de la calidad del champán y lo había encargado en exceso, como si hubiera querido que la velada fuese lo más intensa posible, llenándola de esas burbujas tan finas que corrían por allí como otras muchas partículas excepcionales. Para él, aquella ceremonia no era tanto la de su ascenso como la del final del tormento de Adamsberg.

El comisario hizo una discreta aparición en la puerta y, por unos segundos, Danglard se sintió contrariado al ver que ni siquiera se había puesto el uniforme. Rectificó de inmediato al ver al hombre avanzar, vacilando entre la multitud. Aquel tipo, de hermoso rostro moreno y rasgos huesudos, no era Jean-Baptiste sino Raphaël Adamsberg. El capitán comprendió cómo había podido funcionar el plan Retancourt a veinte pasos de los puercos de Gatineau. Se lo indicó con el dedo a Sanscartier.

– Él -dijo-. El hermano. El que está hablando con Violette Retancourt.

– Ahora entiendo que pudiera tomarles el pelo a los colegas -dijo Sanscartier sonriendo.

El comisario siguió de cerca a su hermano, con la gorra encasquetada en la tonsura. Clémentine le evaluó sin discreción.

– Ha ganado tres kilos, Josette mía -dijo con orgullo por la obra realizada-. Le sienta bien su uniforme azul, está guapo.

– Ahora que ya no hay filtros, no caminaremos más, juntos, por los subterráneos -dijo Josette lamentándolo.

– No te apenes. Los policías, por su profesión, no hacen más que recoger pejigueras. La cosa no ha terminado, puedes creerme.

Adamsberg estrechó los brazos de su hermano y lanzó una mirada a su alrededor. A fin de cuentas, aquel modo de reintegrarse en la Brigada, de pronto, frente a todos sus oficiales y brigadieres al completo, le convenía. En dos horas, todo habría acabado: reencuentros, preguntas, respuestas, emociones y agradecimientos. Mucho más simple que con un lento peregrinar de hombre a hombre, de despacho en despacho, entre charlas confidenciales. Soltó los brazos de Raphaël, hizo una señal de connivencia a Danglard y se reunió con la pareja oficial formada por Brézillon y Laliberté.

– Hey, man -le dijo Laliberté dándole una palmada en el hombro-. Metí la pata hasta la ingle. Meando fuera de tiesto. ¿Puedes aceptar mis excusas por haberte acosado como a un maldito killer?

– Todo te lo hacía creer -dijo Adamsberg sonriendo.

– Estaba hablando de muestras con tu boss. Vuestro laboratorio ha estado haciendo overtime para que todo estuviera listo esta tarde. Incluso los pelos, man. Los de tu diablo del carajo. No quise creerlo, pero tú andabas en la buena dirección. Un curro de escuadra y cartabón.

Desconcertado por la familiaridad de Laliberté, Brézillon, muy chapado a la antigua con su uniforme, estrechó rígidamente la mano a Adamsberg.

– Me satisface verle vivo, comisario.

– De todos modos nos la jugaste al largarte con aquellas pintas -interrumpió Laliberté sacudiendo vigorosamente a Adamsberg-. Para serte sincero, te aseguro que me subí por las paredes.

– Ya lo imagino, Aurèle. Tú no tienes puerta trasera.

– No te preocupes, no te lo reprocho. Right? Era el único modo de encontrar lo de tu rama. Tienes la cabeza bien puesta sobre los hombros para ser alguien que anda siempre en las nubes.

– Comisario -intervino Brézillon-. Favre ha sido trasladado a Saint-Étienne, bajo control. Sin consecuencias por lo que a usted se refiere. Insistí en lo de una simple intimidación. Aunque no sea lo que creo. El juez le había dado ya un repaso. ¿Me equivoco?

– No.

– Le pongo en guardia, pues, para el futuro.

Laliberté tomó a Brézillon del hombro.

– No te alarmes -le dijo-. No puede haber otro diablo como su demonio del carajo.

Molesto, Brézillon se libró de la manaza del superintendente y se excusó. El estrado le aguardaba.

– Aburrido como la muerte, tu boss -comentó Laliberté, haciendo una mueca-. Habla como un gran libro, rígido como si hubiera cagado una columna. ¿Siempre es así?

– No, a veces apaga su colilla con el pulgar.

Trabelmann se acercaba a él con paso decidido.

– Se acabó su recuerdo de infancia -dijo el comandante estrechándole la mano-. A veces los príncipes pueden escupir fuego.

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