Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Ignoro si Michaël era muy fuerte en ortografía.

– Mantendremos pues août y saoûl. Puede tratarse también de un nombre propio. Y, asimismo, está ese dam, que es muy interesante.

– Es el código clásico para referirse al distribuidor de Ámsterdam. Michaël se dedicaba a trapichear, estoy casi seguro.

– Podría adecuarse. Con ese ea para «trapichea». ¿Puede caucho referirse al hachís?

– ¿Como nombre en clave? Nunca lo he oído, pero es posible. La resina del cannabis, el caucho, ¿por qué no?

– Y eso parecería el mensaje de un camello. O lo que queda de él.

Josette anotó las letras diseminadas en un papel y trabajaron un momento en silencio.

– No sé qué hacer con cru mu cha -concluyó Josette.

– ¿«Cruzar munición chalupa»? -propuso Adamsberg.

– Lo que daría algo parecido a: Amsterdam - abastecer - trapicheas - cauchoencaminar - paso - cruzar - munición - chalupa .

– Y eso nada tiene que ver con el tridente -dijo Adamsberg en voz baja-. Michaël debió de verse envuelto en un tráfico demasiado grande para él. Un caso para estupefacientes, pero no para nosotros, Josette.

Josette bebió con delicadeza su oporto-flip, mientras la contrariedad multiplicaba las arrugas de su pequeño rostro.

Retancourt se había equivocado de topo, pensaba Adamsberg atizando el fuego. ¿Cómo decían los quebequeses eso de «atizar»? Ah, sí. «Hurgonear», hurgonear el fuego. Ambas mujeres se habían dormido y él no podía conciliar el sueño. Hurgoneaba. Nunca identificaría a ese topo que, sin duda, nunca había existido. Había sido, en efecto, el guarda del edificio, y sólo él, quien había informado a Laliberté. En cuanto al registro de su domicilio, se basaba en muy poca cosa. Una llave desplazada unos pocos centímetros, sin seguridad alguna, y una carpeta que Danglard creía haber guardado mejor. Es decir, casi nada. Nunca encontraría al improbable compañero del sendero de paso. Aunque reconstruyera todos los crímenes de Fulgence, permanecería solo para siempre en aquel macabro sendero. Adamsberg sintió que los hilos se rompían uno tras otro, aislándole del mundo como un oso asesino en un trozo de iceberg que se alejaba del continente. Agazapado aquí, al abrigo de los oporto-flip de Clémentine y las pantuflas grises de Josette.

Se puso la chaqueta, se encasquetó el gorro polar y salió a la noche sin hacer ruido. Las destartaladas callejas de Clignancourt estaban vacías y oscuras pues el alumbrado público desfallecía. Cabalgó en la vieja mobylette de Josette, pintada con dos azules distintos y, veinticinco minutos más tarde, frenaba bajo las ventanas de Camille. El instinto de otro refugio, el deseo de respirar, aunque sólo fuera mirando el edificio, un poco de aquel aire saludable que procedía de Camille, o que se formaba en la conjunción de Camille y él mismo. Son precisas dos ventanas para crear una corriente de aire, habría afirmado Clémentine. Sintió como un golpe al levantar los ojos hasta los cristales del séptimo piso. La luz encendida. Había regresado, pues, de Montreal. A no ser que lo hubiera realquilado. O, claro está, que el nuevo padre se moviera allí arriba como propietario. Con sus dos labradores, babeando uno bajo el fregadero y el otro bajo el sintetizador. Adamsberg examinó el brillo provocador de los cristales, acechando su sombra. Aquella toma de posesión del lugar le atravesó como un taladro, abocándole a la visión de un hombre desnudo, paseando con las nalgas firmes y el vientre plano; y aquella imagen le desarmó.

Del pequeño café bajo el edificio brotaban un olorcillo picante y el zumbido de un follón de alcohólicos. Exactamente como en La Esclusa. Perfecto, se dijo Adamsberg encadenando nerviosamente la mobylette a un poste. Una buena copa de coñac para convertir en polvo aquel tipo en pelotas que se atrevía a dejar que sus labradores babearan en el suelo del estudio. Ante hombres y perros optaría por la misma técnica definitiva de Caraco, descanse en paz: transformar al tipo en una viscosa bola de papel secante.

Segunda trompa programada de su madurez, se dijo Adamsberg empujando la puerta empañada. Tal vez esta noche intentaría no mezclar. O tal vez sí. Dentro de cinco semanas estaría clavado en el sillón de Brézillon, después de haber perdido la memoria, el empleo, a su hermano, a su chica del norte y su libertad. No era el momento de preocuparse por mezclar. Jodidos labradores, pensó ya en el primer coñac. Iría a incrustarlos directamente en la torre de la fachada de la catedral, con las patas traseras removiendo el aire. Cuando todas las salidas de aquella joya del arte gótico estuvieran obstruidas por aquel zoo salvaje, ¿qué sucedería con el monumento? ¿Acabaría asfixiándose por falta de aire? ¿Se pondría cianótico y agonizaría? ¿O, tal vez, paf, paf, paf, y estallido? Y luego, se preguntó con la segunda copa, ¿se derrumbaría la catedral como una masa? ¿Y qué harán con el montón de escombros, sin hablar de las bestezuelas caídas entre los restos? Sería un buen problema para Estrasburgo.

¿Y si obstruía las ventanas de la GRC con los animales que sobraran, impidiendo la llegada de oxígeno, saturando el aire con las emanaciones fétidas de las bestias? Laliberté caería muerto en su despacho. Habría que salvar de la asfixia a Sanscartier el Bueno, y también a Ginette, con su pomada. Pero ¿tendría bastantes animales? La pregunta era importante, la operación exigía bestias grandes, no caracoles o mariposas. Necesitaba buen material, que echara humo a ser posible, como los dragones. Y los dragones no se encontraban ante las patas de tu caballo, sino que se escondían como cobardes en cavernas inaccesibles.

Sí, claro está, había un buen montón en el Mah-Jong, pensó dando un puñetazo a la barra. Lo único que sabía de aquel juego chino era que tenía montones de dragones, de todos los colores además. Bastaría con sacarlos de allí como Guillaumond padre, con tres dedos, y atrancar las puertas, las ventanas e incluso los intersticios con todos los reptiles necesarios. Rojos en Estrasburgo, verdes en la GRC.

Adamsberg no pudo apurar su cuarta copa y se encontró titubeando ante la mobylette. Incapaz de abrir el antirrobo, empujó de golpe la puerta del edificio y subió los siete pisos agarrándose al pasamanos. Sólo para charlar un momento con el nuevo padre, sólo para decirle la hora y darse el piro. Y chorizarle los dos chuchos. A los que también añadiría los dobermans del juez, pues colmarían a las mil maravillas las aberturas de la catedral. Pero Caraco no, de ningún modo, era un baboso simpático y estaba de su lado, al igual que el escarabajo portátil. Un plan perfecto, se dijo apoyándose en la puerta de Camille. Un flujo de pensamiento detuvo su dedo cuando se disponía a apretar el timbre. Una alerta de su memoria. Cuidado. Estaba borracho como una cuba cuando había matado a Noëlla. Cuidado, no entres. No sabes ya quién eres, no sabes ya qué vales. Sí, pero necesitaba aquellos labradores, carajo.

Camille abrió, pasmada al descubrirle en su rellano.

– ¿Estás sola? -preguntó Adamsberg con voz pesada.

Camille inclinó la cabeza.

– ¿Sin perros?

Las palabras se deformaban en su boca. No entres, le susurraba el rugido del Outaouais. No entres.

– ¿Qué perros? -preguntó Camille-. Pero si estás como una cuba, Jean-Baptiste. ¿Llamas a medianoche y me hablas de perros?

– Te hablo de Mah-Jong. Déjame entrar.

Incapaz de reaccionar con bastante rapidez, Camille se apartó ante Adamsberg. Él se sentó en desequilibrio en la barra de la cocina, donde quedaban restos de la cena. Jugó con el vaso, con la botella, con el tenedor, tanteando sus agudas púas. Perpleja, Camille se había refugiado en el centro de la estancia, sentada con las piernas cruzadas en el taburete de su piano.

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