Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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Un niño le indicó la vivienda del alcalde, en la plaza. Se presentó con su carné de Denis Lamproie, en busca de la antigua morada de los Guillaumond. El alcalde era demasiado joven para haber conocido a la familia, pero nadie ignoraba allí el drama de Collery.

En Sologne, como en cualquier otro lugar, no era posible obtener información a toda prisa, en el dintel de una puerta. La desenvuelta rapidez de París no era de recibo. Adamsberg se encontró con los dos codos sobre un mantel de hule, ante un vasito de aguardiente, a las cinco de la tarde. Allí, llevar un gorro polar dentro de casa no molestaba a nadie. El alcalde tenía su gorra y su mujer un pañolón.

– Normalmente -explicó el alcalde, de mejillas llenas y mirada curiosa-, no abrimos la botella antes de que den las siete. Pero, a mi parecer, la visita de un comisario de París lo merece. ¿Tengo o no razón, Ghislaine? -añadió volviéndose hacia su mujer, en busca de la absolución.

Ghislaine, que pelaba patatas en una esquina de la mesa, asintió con una señal, hastiada, subiéndose con el dedo las gruesas gafas cuya montura aguantaba con esparadrapo. No había mucho dinero en Collery. Adamsberg le echó una ojeada para ver si, como Clémentine, hacía saltar los ojos de las hortalizas con la punta de su cuchillo. Sí, lo hacía. Hay que quitar el veneno.

– El caso Guillaumond -dijo el alcalde hundiendo el tapón en la botella de una palmada-, dios sabe cómo se habló de él. Yo no tenía ni cinco años y me lo contaban ya.

– Los niños no deberían oír cosas semejantes -dijo Ghislaine.

– La casa permaneció vacía, luego. Nadie la quería. La gente imaginaba que estaba encantada. Tonterías, vamos.

– Evidentemente -murmuró Adamsberg.

– Acabaron derribándola. Se decía que el tal Roland Guillaumond nunca había estado en sus cabales. Saber si es cierto o no, es algo distinto. Pero para empitonar de ese modo a su madre hay que estar un poco majara.

– ¿Empitonar?

– Cuando se mata a alguien con un tridente, lo llamo «empitonar», no veo otra palabra. ¿Tengo o no razón, Ghislaine? Soltar una perdigonada o cargarse a un vecino con una pala, no diré que lo apruebe, pero digamos que son cosas que suceden en un calentón. Pero con un tridente, perdón, comisario, es una salvajada.

– Y a su propia madre, además -dijo Ghislaine-. ¿Qué busca ahora usted en esa vieja historia?

– A Roland Guillaumond.

– Ustedes no dan el brazo a torcer -dijo el alcalde-. De todos modos, después de tanto tiempo habrá prescrito.

– Claro. Pero el padre Guillaumond estaba vinculado, como primo lejano, a uno de mis hombres. Y eso le incomoda. En cierto modo, una investigación personal.

– Ah, siendo personal es otra cosa -dijo el alcalde levantando sus rugosas manos, un poco como Trabelmann, cediendo respetuosamente ante los recuerdos de infancia-. Reconozco que no debe de ser agradable tener un asesino semejante entre tus primos. Pero no encontrará usted a Roland, Murió en el maquis, o eso dice todo el mundo. Y es que, en aquella época, por aquí todo eran tracas.

– ¿Sabe usted lo que hacía el padre?

– Era ferrallista. Un buen hombre. Había hecho una buena boda con una muchacha de verdad, de La Ferté-Saint-Aubin. Y todo para terminar en un baño de sangre, una verdadera desgracia. ¿Tengo o no razón, Ghislaine?

– ¿Hay en Collery alguien que haya conocido a la familia? ¿Que pudiera hablarme de ella?

– Ése sería André -dijo el alcalde tras reflexionar unos momentos-. Está ya en los ochenta y cuatro. Trabajó de muy joven con Guillaumond padre.

El alcalde echó una ojeada al gran reloj.

– Mejor sería que fuera usted antes de que empiece a cenar.

El aguardiente del alcalde le abrasaba aún el estómago cuando Adamsberg llamó a la casa de André Barlut. El anciano, con chaqueta de gruesa pana y gorra gris, lanzó una mirada hostil a su carné. Luego lo tomó con sus deformes dedos y lo examinó por las dos caras, intrigado. Una barba de tres días, unos ojillos negros y rápidos.

– Digamos que es muy personal, señor Barlut.

Sentado a la mesa, dos minutos más tarde, ante un vaso de aguardiente, Adamsberg exponía de nuevo sus preguntas.

– Normalmente no descorcho la botella antes del ángelus -explicó el viejo sin responder-. Pero, a fe mía, cuando hay gente…

– Dicen que es usted la memoria de la región, señor Barlut.

André le dirigió un guiño.

– Si yo contara todo lo que hay ahí dentro -dijo aplastando la gorra sobre su cráneo-, sería todo un libro. Un libro sobre lo humano, comisario. ¿Qué me dice usted de ese matarratas? No es demasiado afrutado, ¿verdad?, eso asienta las ideas, créame.

– Excelente -confirmó Adamsberg.

– Lo fabrico yo mismo -explicó André con orgullo-. No puede hacer daño.

Sesenta grados, estimó Adamsberg. El líquido le perforaba los dientes.

– Era casi demasiado bueno, Guillaumond padre. Me había tomado como aprendiz y los dos formábamos un equipo del carajo. Puede llamarme André.

– ¿Era usted ferrallista?

– Ah, no. Le estoy hablando de los tiempos en que Gérard era jardinero. Hacía mucho tiempo ya que lo del hierro había terminado. Desde el accidente. Zas, dos dedos en la tronzadera -explicó André con un significativo gesto, golpeándose la mano.

– ¿Cómo fue eso?

– Como se lo digo, perdió los dos dedos. El pulgar y el meñique. Sólo le quedaban tres en la mano derecha, así -dijo André tendiendo tres dedos de su mano hacia Adamsberg-. De modo que como, por fuerza, ya no podía dedicarse al metal, hacía de jardinero. Pero no era manco, así y todo. Era el mejor manejando el azadón, puedo asegurarlo.

Adamsberg miraba, fascinado, la arrugada mano de André. Tres dedos extendidos. La mano mutilada del padre en forma de horca, de tridente. Tres dedos, tres garras.

– ¿Por qué ha dicho usted «demasiado bueno», André?

– Porque lo era. Bueno como el pan blanco, siempre ayudando, siempre soltando chistes. No diría yo lo mismo de su mujer y siempre he pensado algo de todo aquello.

– ¿De qué?

– De que se ahogara. Ella acabó con el hombre. Lo socavó. De modo que, a fin de cuentas, o no prestó atención a la barca, que se había agrietado durante el invierno, o se hundió aposta. Por mucho que le demos vueltas, fue culpa suya, de ella, que cascara en el estanque.

– ¿No le gustaba a usted?

– No le gustaba a nadie. Procedía de la farmacia de La Ferté-Saint-Aubin. Gente bien, vamos. Se le ocurrió casarse con Gérard porque, en su tiempo, Gérard era un hombre muy guapo. Y luego las cosas cambiaron mucho. Ella se hacía la dama, te miraba desde arriba. Vivir en Collery, con un ferrallista, no era bastante para ella. Decía que se había casado por debajo de su condición. Y fue mucho peor aún después del accidente. Se avergonzaba de Gérard y lo decía sin andarse por las ramas. Una mala mujer, eso es todo.

André había conocido muy bien a la familia Guillaumond. De chiquillo, iba a jugar con el joven Roland, hijo único como él, de la misma edad y que vivía en la casa de enfrente. Había pasado muchas tardes y muchas cenas en su casa. Cada noche, después de comer, hacían lo mismo, una partida de Mah-Jong obligatoria. Así se hacía en la farmacia de La Ferté, y la madre mantenía la tradición. No perdía ocasión de humillar a Gérard. Porque, cuidado, en el Mah-Jong estaba prohibido chapurrar. ¿Qué quiere decir?, había preguntado Adamsberg, que no conocía nada del juego. Quiere decir mezclar las familias para ganar antes, vamos, como mezclar tréboles con diamantes. Una cosa que no se hacía, no era elegante. Chapurrar era cosa de cagones. Roland y él no se atrevían a desobedecer, preferían perder que chapurrar. Pero a Gérard le importaba un bledo. Pescaba las fichas con su mano de tres dedos y contaba chistes. Y Marie Guillaumond decía continuamente: «Mi pobre Gérard, el día que tengas la mano de honores, las gallinas tendrán muelas». Un modo de humillarle, como de costumbre. La mano de honores era una buena jugada, como si tuvieras póquer de ases. Cuántas veces había oído la maldita frase, y en qué tono, comisario. Pero Gérard se limitaba a reírse y no hacía la mano de honores. Tampoco ella, por lo demás. Ella, la Marie Guillaumond, siempre de blanco para poder descubrir la menor mancha en su ropa. Como si en Collery sirviera de algo. En las cocinas la llamaban, a sus espaldas, «el dragón blanco». Es muy cierto que aquella mujer acabó con Gérard.

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