Esta vez, Adamsberg se incorporó del todo, con las manos apoyadas en la mesa. Escuchar a los demás, había dicho Retancourt. Y el doctor Courtin había sido muy claro. No desdeñar su opinión, no desdeñar su profesionalidad con el pretexto de que la opinión del facultativo no cuadraba con sus propios conocimientos. «Ponga quince años menos.» El juez tenía noventa y nueve años porque había nacido en 1904. Pero ¿quién le hacía una partida de nacimiento al diablo?
Adamsberg dio vueltas por su habitación, tomó luego su chaqueta y salió a la noche. Recorriendo las rectas calles de la pequeña ciudad, llegó a un parque y divisó, en la sombra, la estatua del cardenal. Taimado jefe de Estado a quien la estafa no le daba miedo. Adamsberg se sentó junto a la estatua, con el mentón apoyado en las rodillas. «Ponga quince años menos.» Admitámoslo. Nacido en 1919 y no en 1904. Cincuenta años y no sesenta y cinco el día de su jubilación. Ochenta y cuatro años hoy y no noventa y nueve. A esta edad, el viejo Hubert trepaba todavía a los árboles para podarlos. Sí, el juez siempre había parecido más joven de lo que era, incluso con su pelo blanco. Veinte años al comienzo de la guerra, y no treinta y cinco, recapituló contando con los dedos. Veinticinco años en 1944, y no cuarenta. ¿Por qué 1944? Adamsberg levantó los ojos hacia el rostro broncíneo del cardenal, como si aguardara de él una respuesta. Lo sabes muy bien, jovencito, pareció confiarle el hombre de rojo. Claro que lo sabía, jovencito.
1944. Un asesinato con tres heridas, en línea recta, pero que había tenido que eliminar de su cosecha dada la edad, demasiado joven, del culpable, veinticinco años y no cuarenta. Adamsberg apoyó la frente en las rodillas para concentrarse. Una fina llovizna le envolvía en un vaho a los pies del retorcido cardenal. Aguardaba pacientemente que los antiguos hechos brotaran de la bruma. O que el pez sin nombre emergiese de los limos históricos del lago Pink. Se trataba de una mujer. Había sido asesinada de tres puñaladas. Y mezclada con el drama había también la historia de un ahogado. ¿Cuándo? ¿Antes del asesinato? ¿Después? ¿Dónde? ¿En una ciénaga? ¿Una salina? ¿Un estanque? ¿En las Landas? No, en Sologne. Un hombre se había ahogado en un estanque de Sologne. El padre. Y la mujer había sido asesinada después de su entierro. Veía, de muy lejos, el difuso cuadro de las fotos en el viejo periódico. El padre y la madre, sin duda, presididos por un titular. Un acontecimiento lo bastante sorprendente como para merecer un largo artículo, cuando la febril espera del desembarco relegaba los sucesos a pequeñas columnas. Adamsberg apretó los puños en busca de aquel titular, con la cabeza entre las rodillas.
«Trágico matricidio en Sologne», ése era el titular del artículo. Fiel a su costumbre instintiva, Adamsberg no se movió ni un ápice. Cada vez que un pensamiento fragmentario iniciaba en él un azaroso ascenso, no hacía movimiento alguno por temor a asustarlo, como un pescador al acecho. Sólo se arrojaba sobre él una vez en la orilla, de la cabeza a la cola. Al volver del entierro, el hijo único de la pareja, de veinticinco años, había matado a su madre y emprendido la huida. Existía un testigo, un criado o una criada, a quien el hombre había empujado en su huida. ¿Fue detenido luego? ¿O se había evaporado entre las conmociones del desembarco y de la Liberación? Adamsberg no lo sabía. No había seguido el asunto porque el culpable era demasiado joven para ser Fulgence. «Ponga quince años menos.» El culpable, pues, podía ser Fulgence. Un matricidio. Llevado a cabo con un tridente. Las palabras del comandante Mordent regresaron como una flecha. «Su pecado original, su primer crimen. El tipo de cosa que produce fantasmas, vamos.»
Adamsberg levantó el rostro bajo la lluvia y se mordió los labios. Había cegado todos los escondrijos del espectro, había obligado al fantasma a reencarnarse. Y ahora acababa de echar mano a su crimen original. Marcó el número de Josette, crispado sobre su teléfono, esperando que la lluvia no dañara las patas desnudas de su aparato.
Al oír su voz, tuvo la impresión de haber llamado con toda naturalidad a uno de sus más eficaces colegas. Una vieja adjunta flacucha de rostro astuto, deslizándose en pantuflas y con pendientes por los sótanos prohibidos. ¿Cuáles llevaría esta noche? ¿Los de perlas o los de oro, con forma de trébol?
– ¿Josette? ¿La molesto?
– En absoluto. Me las estoy viendo con una caja fuerte en Suiza.
– Josette, había arena en el ataúd. Y creo haber encontrado el crimen inicial.
– Espere, comisario, tomo algo para escribir.
Adamsberg oyó resonar, al fondo del pasillo, la fuerte voz de Clémentine.
– Te he dicho que no es ya comisario.
Josette respondió a su amiga, comunicándole en unas pocas palabras la historia de la arena.
– Ya era hora -dijo Clémentine.
– Aquí estoy, lista -prosiguió Josette.
– Una madre asesinada por su hijo, en 1944. Fue antes del desembarco, hacia marzo o abril. Ocurrió en Sologne, al regresar del entierro del padre.
– ¿Tres orificios alineados?
– Sí. El joven asesino, de veinticinco años, escapó. No recuerdo en absoluto el apellido ni el lugar.
– Y es antiguo. La cosa debe de estar enterrada en cemento armado. Voy a ello, comisario.
– Te he dicho que ya no lo es -dijo la voz lejana-. Es todo un mundo, Josette mía.
– Josette, llámeme a cualquier hora.
Adamsberg puso su móvil al abrigo de la lluvia y, luego, regresó a paso lento hacia el hotel. Cada cual, en esta historia, había dicho su palabra, una palabra certera de algún modo. Sanscartier, Mordent, Danglard, Retancourt, Raphaël, Clémentine. Y Vivaldi, claro. Y el doctor Courtin y el cura Grégoire. Y Josette. E incluso el cardenal. Y tal vez, también, Trabelmann con su jodida catedral.
Josette le llamó a las dos de la madrugada.
– Ya está -anunció como acostumbraba-. He tenido que pasar por los Archivos Nacionales y regresar luego al desván de la policía. Puro cemento armado, se lo había dicho.
– Lo siento, Josette.
– No hay mal alguno, muy al contrario. Clémie me ha preparado una taza de café con armañac y panecillos calientes. Me ha mimado como un submarinista preparando su torpedo. El 12 de marzo de 1944, en el pueblo de Collery, en Loiret, se celebraron las exequias de Gérard Guillaumond, muerto a los sesenta y un años.
– ¿Ahogado en un estanque?
– Eso es. Un accidente o un suicidio, nunca se supo. Su barca, en mal estado, se hundió. Tras el entierro y una vez terminadas las visitas a la casa del muerto, el hijo, Roland Guillaumond, asesinó a su propia madre, Marie Guillaumond.
– Me acuerdo de un testigo, Josette.
– Sí, la cocinera. Oyó un aullido en el piso. Subió las escaleras y el joven la empujó por los peldaños. Salía corriendo de la habitación de su madre. La cocinera encontró a su patrona muerta en el acto. No había nadie más en la casa. Nunca hubo la menor duda sobre la identidad del asesino.
– ¿Le detuvieron? -preguntó ansiosamente Adamsberg.
– Nunca. Se supone que buscó refugio en el maquis y pudo morir allí.
– ¿Ha encontrado alguna foto de él? ¿En la prensa?
– No, ni una sola. Era la guerra, compréndalo. La cocinera ha muerto ya, lo he comprobado en Identidad. Comisario, ¿es nuestro juez el autor de ese crimen? Tenía cuarenta años en 1944.
– Ponga quince años menos, Josette.
Algunas cortinas se abrían discretamente al paso del desconocido. Adamsberg doblaba las estrechas calles de Collery, indeciso. El crimen se había cometido cincuenta y nueve años antes, y era preciso encontrar allí una memoria viva. La pequeña población olía a hojas mojadas y el viento transportaba el aroma, algo enmohecido, de las verdes superficies de los estanques de Sologne. Nada comparable al majestuoso ordenamiento de Richelieu. Un burgo rural de casas irregulares y apretadas.
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