Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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Josette escuchaba, como hacker concienzudo, aguardando consignas más precisas y moviendo la cabeza y su pantufla.

– Pienso en un médico, Josette. Una súbita enfermedad, una caída, una herida. La circunstancia que nos obliga a llamar urgentemente a un doctor. Si el caso se produjo, él no habría recurrido al médico local. Habría acudido a un servicio anónimo, a un equipo de médicos de urgencia, de los que te ven una sola vez y te olvidan enseguida.

– Ya veo -dijo Josette-. Pero estos servicios no deben conservar sus archivos más de cinco años.

– Y eso nos llevaría a Maxime Leclerc. Es decir, a circular por los centros de urgencia de la zona del Bajo Rin, y descubrir una eventual visita de un médico por el Schloss del muerto viviente.

Josette volvió a colgar el atizador, se arregló los pendientes y se subió las mangas de su jersey de lana. A la una de la madrugada, encendía de nuevo su máquina. Adamsberg permaneció solo ante la chimenea, alimentándola con dos troncos, tan tenso como un padre que espera el parto. Era una nueva superstición eso de mantenerse alejado de Josette mientras ella tecleaba en la lámpara de Aladino. Temía demasiado sorprender, a su lado, muecas de desaliento, expresiones de decepción. Aguardaba inmóvil, hundido en el obsesivo paso por el sendero. Y agarrado sólo a la ínfima esperanza que ofrecían, eslabón tras eslabón, las furtivas exploraciones de la anciana. Y que él depositaba, brizna a brizna, en los alvéolos de su pensamiento. Rogando que los filtros cayeran como plomo fundido ante la genial llama de su pequeña hacker. Había anotado los términos que ella utilizaba para evaluar los seis grados de resistencia de aquellos filtros, por orden creciente de dificultad: trabajo chupado, duro, coriáceo, alambres de espino, cemento, miradores.

Y había pasado todo un día en los miradores del FBI. Se incorporó al oír el roce de las pantuflas por el pequeño corredor.

– Ya está -anunció Josette-. Bastante coriáceo, pero pasable.

– Dígalo pronto -dijo Adamsberg.

– Maxime Leclerc llamó a un servicio de urgencias, hace dos años, el 17 de agosto, a las catorce cuarenta. Siete picaduras de avispa habían provocado un grave edema en el cuello y en la parte baja del rostro. Siete. El doctor acudió en cinco minutos. Volvió a las ocho de la tarde y le dio una segunda inyección. Tengo el nombre del médico que intervino: Vincent Courtin. Me he permitido hurgar un poco en sus datos personales.

Adamsberg puso sus manos en los hombros de Josette. Sintió los huesos a través de sus palmas.

– En estos últimos tiempos, mi vida circula por las manos de unas mujeres mágicas. Se lanzan como una bala y una y otra vez la salvan del abismo.

– ¿Es molesto? -preguntó Josette con seriedad.

Despertó a su adjunto a las dos de la madrugada.

– Quédese en la cama, Danglard. Sólo quiero darle un mensaje.

– Sigo durmiendo y le escucho.

– Cuando el juez murió, aparecieron muchas fotos en la prensa. Elija cuatro, dos de perfil, una de frente y una de tres cuartos, y pida que el laboratorio lleve a cabo un envejecimiento artificial del rostro.

– Tiene usted excelentes dibujos de cráneo en cualquier buen diccionario.

– Es serio, Danglard, y prioritario. En un quinto retrato, de frente, pida que realicen también una hinchazón del cuello y del rostro, como si el hombre hubiera sido picado por avispas.

– Si eso le divierte -dijo Danglard con voz fatalista.

– Haga que me lo envíen lo antes posible. Y deje estar la investigación de los crímenes que faltan. Los he encontrado los tres, le enviaré los nombres de las nuevas víctimas. Vuelva a dormirse, capitán.

– Si no me he despertado.

XLV

En su falsa documentación de poli, Brézillon le había atribuido un nombre que le costaba recordar. Adamsberg volvió a leerlo en voz baja antes de llamar al médico. Sacó su móvil con precaución. Desde que su hacker había «mejorado» su teléfono, brotaban por aquí y por allá seis pedazos de hilo rojo y verde, como un insecto que hubiera desplegado sus patas, y dos pequeñas ruedecitas para cambiar de frecuencia, que formaban unos ojos laterales. Adamsberg lo manipulaba como un misterioso escarabajo. Encontró al doctor Courtin en su casa el sábado por la mañana a las diez.

– Comisario Denis Lamproie -anunció Adamsberg-, Brigada Criminal de París.

Los médicos, acostumbrados a los problemas de autopsias e inhumaciones, reaccionaban tranquilamente ante la llamada de un policía de la Criminal.

– ¿De qué se trata? -preguntó el doctor Courtin con tono indiferente.

– Hace dos años, el 17 de agosto, curó usted a un paciente a veinte kilómetros de Schiltigheim, en una propiedad llamada el Schloss.

– Alto ahí, comisario. No recuerdo a los enfermos a los que visito. A veces hago recorridos de veinte casos al día y es muy raro que vuelva a ver a mis pacientes.

– Pero aquel hombre había sido víctima de siete picaduras de avispa. Tenía una hinchazón alérgica que exigió dos inyecciones. Una a primera hora de la tarde y la otra hacia las ocho.

– Sí, recuerdo el caso pues es raro que las avispas ataquen todas juntas. Me preocupó aquel viejo tipo. Vivía solo, compréndalo. Pero se negaba a que yo volviera a verle, tozudo como una mula. De todos modos, pasé después de mi recorrido. Se vio obligado a abrirme porque respiraba aún con dificultad.

– ¿Podría describírmelo, doctor?

– Es difícil. Veo centenares de rostros. Un tipo viejo, alto, con el pelo blanco y maneras distantes, creo. No puedo decirle mucho más, su rostro estaba deformado por el edema hasta las mejillas.

– Podría traerle unas fotos.

– Honestamente, sería una pérdida de tiempo, comisario. Todo es muy vago, salvo el ataque de las avispas.

A primera hora de la tarde, Adamsberg se dirigía a la estación del Este, llevando los retratos envejecidos del juez. Dirección Estrasburgo, de nuevo. Para ocultar parte de su rostro y su calva, se había puesto el gorro canadiense con orejeras que le había comprado Basile, demasiado cálido para la suavidad oceánica una vez de regreso. Al médico le parecería extraño, sin duda, que se negara a quitárselo. A Courtin no le gustaba esa consulta forzada y Adamsberg sentía que le estaba estropeando el fin de semana.

Los dos hombres se habían instalado en el extremo de una mesa atestada. Courtin era bastante joven, huraño y estaba algo gordo ya. El caso del anciano de las avispas no le interesaba y no hizo ninguna pregunta sobre los motivos de la investigación. Adamsberg puso ante sus ojos los retratos del juez.

– El envejecimiento y el edema son artificiales -explicó para dar cuenta del particular aspecto de los clichés-. ¿Le recuerda algo este hombre?

– Comisario -dijo el médico-, ¿no desea antes ponerse cómodo?

– Sí -dijo Adamsberg, que comenzaba a chorrear bajo su gorro polar-. En verdad, agarré piojos en una celda y me he afeitado la mitad del cráneo.

– Extraña manera de tratarse -advirtió el médico cuando Adamsberg hubo descubierto su cabeza-. ¿Por qué no se la afeitó del todo?

– Se encargó de mí un amigo, un antiguo monje. Eso lo explica.

– Ah, bueno -dijo el médico, perplejo.

Tras una vacilación, el hombre regresó a las fotografías.

– Ésta -dijo tras unos momentos, posando su dedo en un cliché del juez, de su perfil izquierdo-. Éste es el viejo de las avispas.

– Me dijo usted que conservaba sólo un vago recuerdo.

– De él, pero no de su oreja. Los médicos memorizamos las anomalías mejor que los propios rostros. Recuerdo perfectamente su oreja izquierda.

– ¿Qué tenía? -preguntó Adamsberg inclinándose hacia la foto.

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